T. S. Eliot podría decir lo mismo que un día dijo J. L. Borges para provocar a sus compatriotas: «Los argentinos son europeos nacidos en el exilio»; aunque quizá de una manera más individualizada y pronominal: «Yo soy un europeo nacido en el exilio». De hecho, T. S. Eliot se nacionalizó británico, en su viaje sin vuelta a sus orígenes, precisamente por sentirse europeo, si bien en su poesía nunca dejó de sonar el caudaloso rumor del Mississippi, su río heraclitiano, como tampoco la audacia verbal del niño que nunca pudo ser Tom Sawyer, bien reflejado en «Las Dry Salvages» de los Cuatro cuartetos: «Yo no sé mucho de dioses, pero creo que el río / es un fuerte dios pardo […]. El río está dentro de nosotros».
Antes de la publicación de una de sus obras cumbre y de la poesía occidental, La tierra baldía —The Waste Land (1922)—, T. S. Eliot reunió una serie de artículos críticos bajo el significativo título de El bosque sagrado —The Sacred Wood: Essays on Poetry and Criticism (1920)—, con el objeto de perfilar su poética y de asentar otra visión más contemporánea del arquetipo de poeta.
La leyenda del rey del bosque sagrado nos remite a la imagen mítica del templo que contiene los libros infinitos del saber y de la creatividad humana, en este caso representado idealmente por un bosque de robles del Lacus Nemorensis de Diana, localizado en una comuna de la provincia de Roma en el Lacio, como nos recuerda James George Frazer en La rama dorada (1890). Este mito o leyenda adquiere por lo tanto interés propedéutico, al explicar mejor que cualquier otro, de manera parabólica, la visión creativa y crítica eliotiana; y también la de algunos de sus egregios seguidores en la poesía española, como puede ejemplificar Jaime Gil de Biedma.
T. S. Eliot representa la irrupción del poeta moderno. Su aspecto atildado, propio de un ejecutivo financiero o de un burgués refinado (trabajó durante ocho años como gerente del Lloyds central en la sede central de Lombart Street y el resto de su vida como director de la editorial Faber & Faber), dista tanto de la bohemia y del malditismo literario como su poesía del egotismo y del diletantismo romántico, por lo que «prefiere asumir la máscara de un serio oficio» (Valverde). Para T. S. Eliot el poeta tiene que ser un lector crítico de la tradición y de su contexto, y no solo un pájaro bobo que canta, por lo que debe conocer en profundidad su acervo literario, así como también el de otras culturas. La literatura es un palimpsesto, donde la escritura se transforma en un acto de traducción y de reinterpretación de espacios y tiempos yuxtapuestos, en un lúcido proceso de actualización del lenguaje y de sus moldes expresivos. T. S. Eliot pone de manifiesto —y de alguna manera ejemplifica— esta dualidad caracterizadora de los poetas modernos, en los que «el crítico y el artista creativo» son a menudo «la misma persona». El poeta no solo realiza una obra creativa, sino que al mismo tiempo desarrolla todo un proceso de revisión crítica de las tradiciones literarias que le sirve para justificar y fundamentar su poética. Esta indagación crítica no solo justifica y retroalimenta su obra creativa, sino que es la tierra, en este caso nada baldía, sobre la que se enraízan los logros estéticos. En España, entre otros, encontramos este nuevo paradigma creativo y estereotipo de poeta en Luis Cernuda, Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma.
Este proceso de interacción y de revisión crítica de las tradiciones literarias es el seguido por T. S. Eliot para escribir La tierra baldía, un poema de 434 versos en los que entremezcla siete idiomas: inglés, francés, alemán, italiano —el toscano de Dante—, latín, griego y sánscrito. La realización de este poema no deja de estar sujeta a ciertos azares y paradojas. En principio, como nos recuerda José María Valverde, el poema se titulaba He Do the Police in Many Voices (Hace la policía en muchas voces), hasta entonces «un mosaico de monólogos y pastiches diversos», por lo que el poema no sería el mismo, y tal vez nunca hubiera adquirido su notable relevancia, si en él no interviene con inspirado acierto il miglior fabbro, Ezra Pound. Es curioso que el poeta que se perdió en la prolijidad de sus Cantos, en su desesperado intento por escribir otra Divina comedia, fuese capaz de perfilar sustantivamente el poema de T. S. Eliot. Pound no solo eliminó lo accesorio —casi otros tantos 400 versos— sino que al mismo tiempo logró cohesionar connotativamente sus alcances significativos, reescribiendo con los materiales de otro su mejor Canto. Pero la cosa no concluye ahí, esta situación nada inocente de hacerle la piedad a un escritor, que acabaría con el crédito y el prestigio de cualquiera, apenas afectó a la reputación de T. S. Eliot. Su efecto, en todo caso, fue el contrario, al pasar tras su publicación Ezra Pound a ocupar un lugar subordinado de «la vieja comadreja», tanto como poeta como crítico literario.
Son muchas las lecturas que pueden hacerse de La tierra baldía, y desde su aparición en The Criterion cada generación no ha dejado de hacer la suya. El propio T. S. Eliot nos ha sugerido en El bosque sagrado varias claves para acometer la lectura de La tierra baldía. Entre ellas entresaco estas tres: «Al perder la tradición perdemos nuestro dominio sobre el presente», «La creación de una obra de arte […] consiste en un proceso de transfusión de la personalidad», y, la última, «Los poetas inmaduros imitan; los poetas maduros roban; los malos poetas desfiguran lo que toman, y los buenos poetas lo convierten en algo mejor, o al menos en algo diferente». Desde esta perspectiva conviene acercarse a La tierra baldía. No obstante, el título ya es en sí mismo una llave en manos del lector para que este se abisme en sus sonoridades e interpretaciones, en los trazos visionarios que en el poema engarzan lo general con lo más particular. El poema refleja un mundo desolado por la guerra y «El entierro de los muertos», por la avaricia de sus implacables procesos productivos, consumido en «Una [incesante] partida de ajedrez». Un mundo con La tierra yerma (Alberto Guirri), a pesar, o precisamente por ello, de los «Sermon[es] del fuego». Un mundo asediado por la anodina prolijidad con los que el neblinoso olvido amortaja La terra gastada (Juan Ferraté). Un mundo agostado paradójicamente por el encharcamiento —«La muerte por agua»— de su anomia y banalidad. Un mundo desde donde, con distanciadora objetividad, el poeta transcribe «Lo que dijo el trueno».
Entre los traductores de La tierra baldía,además de los señalados más arriba, cabe citar a León Felipe, Vicente Gaos, Jaime Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, José Emilio Pacheco, Juan Malpartida y, recientemente, Jordi Doce. No voy a establecer las diferencias entre los textos de estos autores, pero no puedo ocultar mi vinculación lectora con los tres gerundios con los que inicia La tierra baldía José María Valverde:
Abril es el mes más cruel, criando
lilas de la tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera.
Pues bien, a partir de esta traducción, me voy a permitir realizar una variación que recoge sintéticamente mi particular lectura de La tierra Baldía, ya se sabe que cada poema vivo está sujeto a las interpretaciones de cada uno de sus lectores:
Abril es el mes más cruel del año, mezclando
lilas, memoria y deseos, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera, brotando
hojas verdes de los troncos muertos.
Extraordinario T. S. Eliot, y sustantivas y enjundiosas las enseñanzas que de su figura y obra todavía pueden extraerse. Leer su poesía es adentrarse por un artefacto sonoro que nos abisma sobre los oraculares reflejos de nuestra baldía realidad. Un siglo después T. S. Eliot, como lúcido guardián del bosque, continúa anticipándose.
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