Los inflamados celebradores anuales de la lealtad han traicionado muchas cosas a lo largo de estos setenta y siete años, pero lo más espectacular que han hecho es traicionarse a sí mismos. En la “tercera verdad” —todavía grabada en el frontispicio imaginario del Consejo Nacional Justicialista— se señala específicamente que quien en nombre del Movimiento sirve a un caudillo no es peronista, y en la séptima, que cuando un dirigente “comienza a sentirse más de los que es, empieza a convertirse en un oligarca”. En la cuarta verdad, se indica que para el peronismo “no existe más que una sola clase de personas: los que trabajan” y que laburar también representa un “deber”, porque “es justo que cada uno produzca por lo menos lo que consume”. Al sortear otros “mandamientos” meramente ambiguos o demagógicos, se arriba al número once, que propugna “la unidad nacional y no la lucha”. Con un breve vistazo a esta incendiada y “larga agonía de la Argentina peronista” (Halperín Donghi dixit), la criatura parida por Perón ha mutado definitivamente en una confusa y desconcertada confederación de caudillos huecos que se apropiaron de su apellido y de su sigla, conducidos por una oligarca capaz de iniciar una guerra contra la Corte por un mero problema personal (Morales Solá dixit) y de hacerles creer a sus fans que se encuentra por encima de los razonamientos humanos; un ecosistema basado en un clientelismo pobrista que demuestra aversión por el esfuerzo y un extraño amor por la economía en negro; un bombeo artificial e irresponsable del consumo sin respaldo ni contraprestación, y una filosofía agonal signada por el conflicto permanente y cruzada por un divisionismo suicida.
Bien es cierto que el “Primer Trabajador” dictó esta verdadera antología de las picardías criollas y los timos políticos para que el caudillo supremo (él mismo) consolidara la exclusividad eterna del poder mítico y arrasara con toda competencia intestina: “Mi único heredero es el pueblo”. Pero también es cierto que varias generaciones de “soldados” y simpatizantes del peronismo post mortem han adherido religiosamente a las “Veinte verdades peronistas” como a un dogma inmutable. Muchos de ellos pueden incluso recitarlas de memoria aún hoy, a pesar de que al menos estas pocas reglas aquí descriptas constituyen un mínimo sentido común violado con jubilosa vehemencia por quienes ahora se sienten evitistas (esa ficción), herederos de la “juventud maravillosa (ese injerto) y, por lo tanto, fase superior del Movimiento (ese vano ensueño). Copado por pequeños burgueses de Palermo Progre y señores feudales de Puerto Madero, el kirchnerismo no ha modificado las premisas originales por oportunismo o emergencia de coyuntura —como en distintos momentos lo hizo la corriente troncal pejotista y también en su hora el “neoliberal” Carlos Menem—, sino por épica convicción y por sistema de pensamiento: cargarse el sentido común fue un plan, y lo consiguieron. La insensatez y la consecuente debacle del cuarto gobierno kirchnerista pueden arrastrar, sin embargo, a todo el peronismo, como la ballena blanca se lleva con ella al capitán Ahab, después de hundir al Pequod y a casi toda su tripulación; por codicia o simple cobardía, ninguno de aquellos marineros fue capaz de amotinarse, desplazar al déspota y cambiar el curso de los acontecimientos.
Los activos simbólicos de los últimos peronismos eran la garantía de gobernabilidad (los destituyentes siempre estaban adentro y con los mafiosos se pactaba) y una cierta idea (más apócrifa que real) de vocación productiva. La autoinfligida tormenta económica, la evidente incompetencia política, la enemistad manifiesta con la inversión y con las matemáticas, esta insólita fragilidad galopante y la desorientación general de esta coalición han pulverizado esos dos activos. La inefable alianza kirchnerista, que llevó al summum y al naufragio el modelo populista de saqueo y procrastinación, ha sido apoyada por una parte del Episcopado, primero bendiciendo a su delegado en la Tierra, Juan Grabois -ahora promete sangre y anima convulsiones sociales sin que se lo llame a prudencia- y después a Martín Guzmán, hoy acusado de ser la “maldita herencia” de Silvina Batakis y de haber engañado a todos. Si Guzmán hubiese sido tan astuto con sus camelos y relatos —así lo denuncian afligidas fuentes de Balcarce 50 y el Instituto Patria—, no merecería el Premio Nobel de Economía —allí fue un desastre— pero sí al menos el de Literatura. La pobre Batakis, que tiene como libro de cabecera las célebres memorias literarias de Niko Kazantzakis, ha sido convocada a una verdadera tragedia griega. No sabe muy bien si debe ser fiscalista o seguir siendo “expansiva sin plata”, y entonces llega un poco tarde a todo, incluso a lo más obvio: el aumento de transportes y de tarifas, y la clausura del Estado en su rol de agencia laboral para ñoquis. La escalofriante superinflación es, entre otros factores, producto de tres acciones de la arquitecta egipcia: el plan platita, el magistral control de precios operado por su delfín Roberto Felletti y el desmanejo histórico de la cuestión energética: sólo en el primer semestre las importaciones en ese rubro alcanzaron los 6609 millones de dólares. A esto se agrega que, como observa el economista Ariel Coremberg, han prácticamente obligado a los bancos a comprar bonos basura a tiro de default para financiar esta administración inviable; no lo han hecho con el patrimonio de los banqueros sino con el ahorro de los ciudadanos de a pie: “El sistema bancario está prácticamente estatizado”, informa Coremberg, y el Fondo de Garantías Sustentable de la Anses fue colocado en un 72,4% en títulos también impagables y en préstamos a provincias insolventes: “El ahorro obligatorio de generaciones de argentinos para jubilarse está completamente licuado”. Es por eso que el saqueador —inútil para generar confianza y riqueza— gira en redondo viendo que ya les ha vaciado los bolsillos a todos, y que solo le quedan las silobolsas. El atracador tiene el tupé, por supuesto, de acusar de insensibilidad social y patriótica a quienes se resisten al robo o la confiscación. La rapiña ha sido la única política de Estado permanente del ciclo kirchnerista, y sobran los ejemplos de ascenso fulminante que han tenido economistas y políticos en ese escalafón al haberle llevado a la familia Kirchner ideas concretas y coartadas ideológicas y morales para alzarse con fondos privados y ajenos.
Mientras tanto, la clase media alta quema los últimos cartuchos devaluados que le embuchan, y asiste a una especie de últimas escenas del Tenedor Libre de la Vida en la conciencia de que esta modesta fiesta consumista —la revancha después de la cuarentena más larga del mundo— se acaba; la clase más desfavorecida, en cambio, carga con los subsidios como quien empuña un revólver de jabón en medio de un aguacero. La crisis terminal del kirchnerismo acontece cuando Los Saqueadores de Cajas, Ahorros, Alforjas y Bolsillos descubren que no queda un cobre, y que sin guita no son nada. El modelo extractivo y carroñero ingresa entonces en turbulencias terminales, se desvanece día a día el poder político, y a Batakis no le queda ni siquiera el famoso consuelo de Kazantzakis: “Ya que no podemos cambiar la realidad, cambiemos los ojos que ven la realidad”. Porque los ojos han visto demasiado y son inmunes al verso. Tal vez se podría proponer la verdad número 21: “Quien confunda la redistribución del ingreso con el parasitismo estatal no puede llamarse peronista, sino simplemente parásito”.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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