Tierra Vieja (Ediciones B, 2022) es la última novela del periodista y escritor Antonio Pérez Henares. En ella el autor nos traslada a galope entre el siglo XII y el XIII, a las fronteras de la Extremadura castellana por las sierras, las alcarrias, el Tajo y el Guadiana. A través de sus personajes —cristianos y musulmanes, campesinos y pastores, señores y caballeros—, nos muestra una constelación de historias de aquellos que dieron humanidad a nuestra tierra y nuestra memoria.
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—¿Qué tiene de seductor, para el lector que hay en ti, la novela histórica?
—Asomarme e incluso vivir un tiempo, conocer unas gentes, estar en un lugar y un momento por el que me hubiera gustado de alguna manera poder caminar, o al menos mirar. Eso es lo que siempre sedujo al lector que fui y que espero seguir siendo mucho tiempo.
—¿Y para el escritor?
—Resulta que al echar un vistazo a mi obra son precisamente los tiempos por los que de una manera u otra me siento atraído y emocionalmente atrapado a los que vuelvo con mi escritura. Es como construir una máquina del tiempo que manejo a mi voluntad.
—¿Cuál es tu etapa de la Historia predilecta?
—Uf. Muchas, pero es cierto que la Prehistoria me tiene subyugado desde niño: ese tiempo de las hogueras primigenias y las verdaderas tierras y pasiones vírgenes. Sigo atentamente todos los descubrimientos de los grandes paleoantropólogos, hoy a la cabeza de los descubrimientos mundiales, el más reciente hace unos días, por cierto, y de nuevo en Atapuerca; soy amigo de varios de ellos, y me llevan a sus yacimientos. Arsuaga, Carbonell y Bermudez a Atapuerca, y Baquedano a los neandertales de Pinilla del Valle (Alto Lozoya, Madrid). También con Baquedano y con Domínguez Rodrigo tuve la fortuna de viajar nada menos que a Olduvai (Tanzania), a la “cuna de la humanidad” donde estos sabios dirigen una de las excavaciones más importantes del mundo.
—Pensaba que me ibas a decir en primer lugar la Edad Media…
—Sin duda la Edad Media es otra de mis grandes pasiones, ¿cómo no? Si he nacido en lo que fue la frontera medieval más dura y trascendental, la de la Extremadura castellana, y vine a nacer debajo de las ruinas de un castillo y teniendo en el horizonte a los que se yerguen aún hoy señoreando mis paisajes.
—Y América…
—Exacto. Pero me interesa una América singular, esa que queda por descubrir para los blancos: la inmensa epopeya hispana. Mira, Miguel de la Quadra, en las siete Rutas Quetzal que tuve el honor de compartir caminando a su lado, me dijo algo que se me quedó grabado para siempre: “No se es español del todo hasta que se ama y se siente como propia Hispanoamérica, siendo uno parte suya de igual manera”. Eso es lo que yo he tratado de hacer en mi vida y con mi literatura también, de algún modo.
—¿Es tu nueva novela, Tierra vieja, un intento de recuperación de las «pequeñas historias de la Historia» en mayúsculas?
—Sí. Porque creo que las pequeñas historias son las grandes. Son las de las gentes de a pie, las del común, las de los labradores, pastores, peones de guerra o de mula, mesnaderos concejiles o caballeros villanos que repoblaron aquella frontera, la roturaron o la volvieron a cultivar, lucharon y derramaron su sangre y vertieron la de los otros por ella, perseveraron en ella y la ensancharon. Esos son mis héroes. Porque son mis antepasados y los de millones de gentes que hoy, desenraizados de su tierra y de su historia, pierden cada vez más el sentido de pertenencia a ella y a todo nuestro pasado común.
—La novela se desarrolla en los interesantes y turbulentos siglos XII y XIII. Se conoce poco y mal nuestra Edad Media.
—Muy poco y muy mal; tergiversada y tópica de principio a final. Un ejemplo: pareciera un tiempo oscuro, frío, nevando siempre, sin color. Eso es completamente erróneo. Fue el periodo interglaciar más cálido, con viñedos en Londres, y Groenlandia verde. Mira, yo siempre imagino un mercado multicolor, con un juglar, corros, trueques, el cambista, el sayón, los ganados…
—¿Faltan programas educativos serios?
—Lo de los programas educativos, y ya el colmo en los aprobados recientemente, son un delito ya no de lesa patria, sino contra las generaciones venideras. ¿Cómo se puede ser tan cabestro y miserable como para pretender borrar toda nuestra historia, la memoria de lo que fuimos y por la que somos? ¿En qué quieren convertirnos con este lavado de cerebro? Orwell y Huxley no parece que fueran desencaminados.
—La literatura compensa, de alguna manera, ese desastre.
—Sí. Escritores y muy buenos, mejorando al presente, los hay (risas). En serio. De lo mejor. De ahí, además de por el creciente deseo de las gentes de conocer su propio ayer y anteayer, y la hartura de que cuatro sectarios intoxicados de ideología, prejuicio y presentismos se dediquen a despreciar e insultar a nuestros abuelos y nos impongan como doctrina la ignorancia y el odio a nuestro pasado común, viene el éxito continuado y cada vez mayor del género histórico.
—El cine también juega un papel importante en la educación histórica presente y futura.
—Yo diría fundamental. Nuestro país, sin embargo, carece de quien lo haya contado en el cine. Nos lo han contado siempre como el enemigo, y el peor, que es el enemigo interior, cargado de todos los rencores y prejuicios, doctrinario. Cada renglón de nuestra historia da para una fabulosa película o para tres, y dos series. Pues bien, solo hemos hecho, salvando alguna cosa muy puntual, bodrios, panfletos de un lado, cuando antes aquello del brazo en alto, y ahora del otro. Nuestros cineastas están siempre en su cosa, y a lo mejor es mejor así, porque si hacen algo de esto es para que la pantalla huela a mierda, suciedad, odio y pestilencia de lo remalos que hemos sido desde siempre y por toda la eternidad. De verdad te digo: ¡Que envidia me dan en esto los anglosajones!
—En Tierra vieja se cuentan las historias de los labradores, gente de mercado y acequias, fronteras, cristianos y moros. ¿Cómo ha sido el proceso de documentación de este contexto social no demasiado trabajado por la historiografía?
—Llevo años con ello, desde que comencé con La tierra de Álvar Fáñez y luego con El rey pequeño. Y no hay poco, hay bastante, y también quienes lo han estudiado en profundidad. Pero hay que saber buscar. Yo no sabía, y afortunadamente he podido contar con gente que me ha ayudado muchísimo; mi amigo y profesor en Alcalá, Plácido Ballestero, ha sido mi lazarillo en este menester. Ahí están las obras monumentales de Claudio Sánchez Albornoz, Julio González, Gonzalo Martín Díaz o Joseph Pérez. Lo que pasa es que ahora cualquier piernas con tres consignas grabadas a fuego y ningún trabajo de investigación que pueda considerarse como tal (y me temo que en muchas ocasiones sin haberlos leído), suelta el anatema y dice, sentando una cátedra que no tiene, que “eso está superado”, y si ya la cosa se pone mal, te llama facha y asunto concluido. Listo y concluido. Ahora en vez de Roma, es “progre locuta, finita disputa”.
—La novela rezuma emoción sobre los personajes y las tierras. ¿Hay en ella una recuperación de la propia memoria del autor?
—Esta es mi novela más personal, más escrita desde la entraña, la mía y la de mi tierra, desde la sensación de pertenencia a ella, de mis gentes, sus acentos nada lejanos, de mi abuelo recitándome de memoria el Romance de la Loba Parda y yo a su lado ante la lumbre sorbiendo cada verso. Se llamó Valentín y, como en otros casos, he puesto su nombre a un personaje. Porque Tierra vieja es el pago de una deuda con todos ellos, que no son lejanos, que están muy cerca en tantas cosas, en tantas labores, en sudores, fatigas y tesón. Es un homenaje a su memoria y a la de nuestros ancestros de esas tierras que son las mías y las de tantos. Es, ante todo, el sentimiento de hablar de ella y de ellos, para así volver a sentirme en ella y con ellos.
—¿Para qué tipo de público escribe Antonio Pérez Henares?
—Escribo, creo que desde siempre, las cosas que a mí me gustaría leer. Nunca me planteo si esto va bien para estos ni para aquellos. A mí lo de las cuadras de los “ismos” me repatean. Casi tanto como el lenguaje inclusivo y el doctrinario de lo bueno, correcto y guay.
—Hay también un profundo conocimiento del terreno en el que la novela se desarrolla, casi como un personaje más de la novela.
—Al asomar desde las Altas Alcarrias al Valle del Henares en sus Juntas con el Bornova, me dijo una vez mi padre. “Desde aquí cada terrón es un recuerdo”. Está todo dicho con ello. Para mí también ya. No hay sitio de todos los que aparecen en Tierra vieja que no haya pisado. Para mí es esencial ir a los sitios. Porque te hablan si sabes escuchar, desde Altamira a Calatrava la Vieja pasando por Henarejos. De las cosas que han dicho de mí y que me ha halagado más es que tiendo a darle un protagonismo enorme al paisaje, como si tuviera un alma, y es que sí, yo lo siento así. El paisaje late, habla y esculpe.
—¿Una novela de historia se escribe por capricho literario o por deber para con la memoria histórica?
—Puede que haya algo de ello. Pero para mí es un impulso que pone en marcha el proceso. Un repentón. Es como si alguna voz interna despertara algo que dormía o descubriera algo que estaba oculto y que llama y exige urgencia de ponerse a ello. Es un “ahora toca y no admite espera”, y me entran todas las prisas del mundo.
—Nuevos proyectos en los que anda metido Antonio “Chani” Pérez Henares.
—Estoy ya con uno, llevo en realidad ya tiempo en ello y preparando el momento de decir “arre, mula” y comenzar a soltar el borbotón, porque yo escribo de inicio así, al borbotón. Luego llega lo duro, lo de una, dos, tres, cuatro veces, lo de corregir. Es novela y no es medieval. También, pero eso va aparte, sigo trabajando en algo de divulgación, y luego me lleva, y con gusto, mucho tiempo, lo de Escritores con la Historia, que presido, y nuestros continuos ciclos y conferencias. Lo último, el curso en El Escorial del 20 al 22 de julio con los autores más renombrados, leídos y admirados. Y previstos para lo que queda de año, una decena larga más.
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