El escritor Máximo Huerta confiesa que está disfrutando de una etapa mucho más tranquila en Utiel, donde nació, regresando a sus raíces, al cuidado de su madre y a los paseos por las huertas con su perra, Doña Leo. Saboreando la lentitud y la vida, que no es poco, y además escribiendo mucho y pintando. De esta temporada más pausada y reflexiva nace Adiós, pequeño, publicado por Planeta y ganador del Premio de Novela Fernando Lara 2022.
—Es un libro que no esperaba escribir, pero que aquí está, y sí, el arranque es como poner todas las cartas sobre la mesa: “Mi madre hubiera sido más feliz si yo no hubiera nacido”. En Adiós, pequeño hablo de los padres y las madres como individuos, como mujeres y hombres que amaron, que vivieron y que fueron individuos autónomos antes de ser el universo familiar. A mí me interesa mucho el universo familiar, por la isla interior que se crea dentro de los pueblos.
—Esta novela es una despedida de la infancia.
—Así es. Eso nos ocurre porque nuestros lugares tienen memoria. Las gentes tienen memoria. Entonces, los lugares hacen que te sientas incapaz de despedir al niño que fuiste. Al mismo tiempo que es una despedida —de hecho, este es un libro de despedidas porque es lo que más practicamos en nuestra vida— también es un libro que habla de nuestros padres y abuelos. Pero es una realidad que nos pasamos la vida despidiéndonos de todo: del fin de semana, de los amigos, de un trabajo, de un libro… y acostumbrarse a despedirse es complicado. Al niño que fuimos generalmente tardamos mucho en despedirlo. Algunos lo despiden pronto, pero creo que no habría que hacerlo nunca del todo, porque el niño es la sorpresa y es la capacidad de seguir mirando la vida con inocencia, y eso es necesario, mantener al niño vivo, y ejercitar, como si fuera una gimnasia, la capacidad de ilusionarse ante la vida. Eso hay que seguir manteniéndolo. Lo hacen los perros muy bien, y por eso mi perra, que es mi Platera, me acompaña de paseo a diario, y si te dejas llevar por el ritmo de un perro la vida tiene otro sabor. Los perros van mirando cosas que tú no te das cuenta, como los niños, y eso hace que yo busque ahora, y desde esta novela, la lentitud. Me parece toda una virtud. Hacerlo todo más lento. Yo tengo mucho miedo a la muerte, y creo que la lentitud es la única manera de pararla, de parar los días, de que las palabras vayan más lentas. Quiero saborear todas las cosas sin prisas. Las prisas no son buenas. Nos hemos acostumbrado a todo, y el adulto no tiene capacidad de sorpresa ante casi nada, vamos muy rápido. Creo que hay que dejar de zapear tanto y hay que vivir más lentos.
—Qué cierto es eso que dice de que envejecer es de valientes.
—Sí, es así, porque todo va cambiando menos tú. Por dentro quieres subir las escaleras a toda velocidad, pero no te responde el espejo igual, y entonces me parece que es un ejercicio de valientes.
—¿Pensó en escribir una novela sobre su infancia cuando estaba cuidando de su madre, o fue saliendo así?
—Al principio no sabía que estaba escribiendo una novela. Nace de manera espontánea, yo no voy a buscarlo, es un libro que me aparece, que ya estaba dentro y que yo, como decía Proust, me pongo a traducir de mi interior y me pongo frente al papel sin pensar ni en publicar, ni en acabarlo, ni en narrar algo más. Simplemente, eso que yo ya tenía dentro necesito traducirlo, pasarlo a papel. Algunos libros ya están escritos desde dentro de nosotros, y este —por eso creo que es mi mejor novela— ya estaba escrito dentro. La verdad es que la memoria es muy novelera y todo lo recuerdas ficcionado y con un tamiz de belleza, y entonces yo iba a esos lugares donde a mí me interesaba narrar la vida, porque la vida no es lineal, la vida es impresionista, y la literatura impresionista me gusta mucho, porque es quedarte con los trazos gruesos, finos… y si este libro fuera un cuadro sería un cuadro impresionista, en el que vas dando trazos y te vas quedando con las sensaciones de aquellos recuerdos. Las sensaciones me parecen mucho más importantes a la hora de escribir.
—¿Lo escribió del tirón aprovechando que compartía días con su madre, o fue un proceso más lento?
—Del tirón y con el regocijo, que no felicidad, de ver que escribiendo todo observaba la vida de otra manera y, a la manera de Juan Ramón Jiménez, iba paseando por el campo, iba jugando con mi Platero, iba describiendo los lugares, iba recordando a la Gitanilla, a la vecina… Para mí, esta novela es una celebración de la vida, de todo lo que nadie celebra. En la vida solo se celebran los triunfos y a los grandes personajes, y yo he querido ir a lo pequeñito, a la miopía, a las personas por las que nunca pasó la Historia y por los que además la Historia no pasó por ellos. Mi abuelo, mi abuela, los vecinos… La historia de España seguía su camino, pero ellos estaban pendientes de si el campo daba sus frutos y si podían alimentar y vestir a sus hijos o hacer los hábitos de las monjas en el pueblo. Es un libro que habla de las pequeñas cosas.
—¿Este es su libro más personal, más íntimo?
—Sí, y te diría que el mejor. Beber de las anécdotas verdaderas, como hace Landero, es mucho más complicado que hacer ficción pura y dura, porque te metes por la carretera que quieres; en cambio, meterte por la carretera que ya existió es mucho más difícil, porque la memoria es novelera y todo lo cambia, y escribir lo que recuerdas es más verdadero.
—Me gusta mucho el tono de su libro. Algo nostálgico, muy verdadero y tierno; y también su lista de «Me gusta» al estilo Georges Perec con sus «Me acuerdo».
—¡Me gusta mucho Perec! La nueva virtud tiene que ser la lentitud. Tendríamos que ir más lento y pensar. ¿Qué me gusta? ¿Qué no me gusta? ¿Qué palabras me gustan?¿Qué me gusta hacer? ¿Qué no me gusta hacer? Creo que esa es mi nueva virtud, la lentitud. Quiero ir más lento por la vida, porque se vive mejor, y mirar el pasado no con condescendencia ni con patetismo sino como si fueran botes de conserva, como acontecimientos que pasaron y que forman parte de una novela y que pasados a papel todos son ya ficción. Todo lo que escribe uno es ya ficción, desde Paris era una fiesta hasta Balcón de invierno.
—Su padre también tiene su protagonismo en esta novela.
—Un padre como padre y como hombre. Yo he mirado a mis padres como hombre y como mujer y como seres independientes, y esta novela conserva el gran secreto de por qué se casaron y a quiénes querían de verdad. Hay una gran historia detrás de los dos. Esta novela habla de los sueños que no fueron, de los finales que no fueron.
—¡Cuántas vidas se sacrificaron en esa época por callar o aguantar!
—En otro tiempo una mirada marcaba un matrimonio, un baile marcaba una relación. ¡Me acuerdo de todo lo que contaba mi abuela! Nació en 1930, se casó en la República y tuvo que volver a casarse porque no valía el matrimonio. Esas historias son la historia de España. Este libro podría ser un libro histórico, porque en el fondo está hablando de esa España que nadie miraba cara a cara.
—Volver al lugar de la infancia no siempre es fácil.
—Estoy tranquilo con momentos de intranquilidad. El premio me ha reconectado mucho con la literatura y con el Màxim Huerta creador.
—¿Sigue pintando tanto?
—Pinto mucho, me relaja y me resulta muy placentero no pensar. No pensar debería contar como felicidad. No pensar es sanísimo.
—¿Qué le ha supuesto escribir desde la casa de la infancia?
—Mi nuevo epicentro es el epicentro de niño otra vez. He escrito desde la misma casa en la que leí y he vuelto a recuperar los cuentos que escribía y he vuelto a ver las poesías. No sabía que escribía poesía de niño. Volver al lugar no es fácil, por eso hay que reformar, hay que tirar todo, guardar periódicos viejos no sirve para nada… Así empieza mi novela. Hay que renovar para mirar todo lo de hoy.
—¿Está siendo difícil cuidar de su madre?
—Soy muy rural. Soy el reflejo de cuando mi madre cuidó a mi abuela y a mi otra abuela, y a un tío, y estaban la tía Gregoria y las otras tías… Yo todavía pertenezco, por el mundo rural, a esas familias en las que se cuidaba a las personas mayores en casa. Y es que en el mundo rural la vida pasa mucho más lenta y los años duran mucho más. Un año en un pueblo son cinco en la ciudad, y las modas tardan más, todo tarda más, afortunadamente.
—Me gusta y comparto lo que dice en una de las páginas de la novela de que “la vida va de ir apagando luces, de acostumbrarse a perder, a despedirse. Ir tirando cosas, las rotas y las que estorban…”.
—La vida va de eso, es así, va de… ¡Ya está! ¡Fin!
—¿Qué significó para usted Ana María Matute?
—A Ana María Matute, cuando me la encontraba en el Premio Planeta, la miraba de lejos y cuando veía que se acercaban a saludarla, yo sentía una envidia profunda. Para mí, que tengo todos sus libros, que los he leído y releído, algunos forman parte de mi literatura porque a Paulina la metí en No me dejes… La infancia de Ana María Matute me recuerda a la mía. Yo me veía reflejado en las infancias que narraba Ana María Matute, una niña de una familia que a priori estaban bien, vivían bien, pero tenía unos castigos… A ella le fascinaba ir a los bosques, con un exceso de imaginación, que menos mal que tenía ese exceso de imaginación, y con grandes castigos y mucha soledad infantil, y yo siempre me he visto en los libros de Ana María Matute. En el tapiz del unicornio que ella se imaginaba que salía, como yo, que veía los ciervos de mi casa. Los libros son espejos, cóncavos o convexos, y leer a Ana María Matute después de la época de Julio Verne y Agatha Christie o Los Cinco que tocaba leer, cuando apareció Ana María Matute fue como el salto, y vino a la vez que Juan Ramón Jiménez y Platero y yo. Por eso cuando gané el Premio Primavera y recibí su llamada, conocerla y tomar unos licores con ella fue un placer. Recuerdo que cuando me llamó me dijo: “Qué estás haciendo?”, y yo le contesté: “Una sopa de fideos”. Para mí ella fue un regalo. Como si me regalaran la primavera.
—Juan Ramón Jiménez es otro de sus referentes, y creo que colecciona ejemplares de Platero y yo.
—Sí, colecciono Plateros. El primero me lo regaló mi madre. Tengo una colección muy buena, hasta la del Nobel que editó en francés. Me entusiasma la forma de narrar de Juan Ramón Jiménez, del que han bebido todos los poetas después, esa prosa poética, pausada, de disfrutón, narrando el campo, me gusta muchísimo. Yo he querido hacer mi Platero y yo con Adiós, pequeño, con todo mi respeto, porque ¿uno qué es?: los libros que ha leído.
—¿Cuáles son sus influencias?
—Actualmente, Landero es un autor del que yo bebo. A mí me pasa como a Landero, que tengo en mi literatura a la familia como eje. Hay otros autores que pueden ir cambiando, pero yo no. Yo voy dando la vuelta, como Modiano, que siempre está haciendo la misma novela, y esa forma de narrar a mí me gusta mucho.
—Lo no dicho es casi más importante que lo que decimos.
—Es así. Esta novela habla de los silencios. Es el silencio que construyen las familias para ser felices. Esta es una novela que habla de una familia que levanta muros de silencio para intentar ser felices. Así mantienen los secretos y nada se sabe. Los filtros de Instagram ya los inventaron nuestras abuelas callando, maquillándose y saliendo felices a pesar de tener un marido imposible. Ese filtro es el silencio. Callar. Siempre lo han manejado mejor las mujeres.
—¿Hay que hablarlo todo con los hijos?
—No, las madres no son solo madres, son ante todo mujeres. Mi madre y yo no hemos tenido conversaciones íntimas jamás, porque es mi madre y es una mujer a la que tampoco voy a preguntar cómo fue su juventud a los 16 años. Las cosas que me ha contado, a mí me han gustado. Son muy literarias y, de hecho, aquí están, pero las madres y los padres son ante todo mujeres y hombres y esos silencios son necesarios porque nos construyen nuestra habitación propia.
—Dice que le da miedo la muerte pero la enfermedad a veces es casi más dura …
—La enfermedad no esperada te desordena la agenda, te obliga a quitar espejos y te anuncia, como decía Delibes, la hoja roja de ¡ay, queda poco!
—Esta novela habla de la familia, de lo no dicho y de las despedidas…
—Sí, es un libro que habla también de las despedidas que tenemos que ir haciendo a lo largo de la vida. Desde niños, jóvenes, adultos, las más graves, las más sencillas. Este libro habla de la despedida al niño que todos hemos sido y que a veces no hemos cuidado mucho. Es un libro muy Salvatore de Cinema Paradiso, cuando llega al pueblo 30 años después y ve todo aquello que fue, su madre ya mayor…
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