Hace más de treinta años, una película puso brevemente de actualidad a Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964). Gallego de La Coruña, es autor de la novela El hombre que compró un automóvil (1932) y otras muchas que fueron populares en los años anteriores y posteriores a la Guerra civil. La película se titulaba El bosque animado (1987) y consistía en enhebrar algunos episodios de un hermoso (y extraño) relato homónimo que ya había sido adaptado al cine no una, sino dos veces. La primera, (El bosque animado, 1945), a los dos años de llegar el libro a las librerías; la segunda, (Fendetestas, 1975), treinta y dos años más tarde, en forma de cortometraje. Ya en este siglo se hizo una versión en dibujo animado, El bosque animado, sentirás su magia (2001). Así pues, en los últimos setenta y tantos años han profanado El bosque animado cuatro películas (1945, 1975, 1987 y 2001), aparte el interés de Disney, que jamás logró captar la atención de don Wenceslao. Menos mal que los que pensamos así no somos fundamentalistas ni estamos organizados, ni ganas que tenemos.
Las cuatro películas generadas por El bosque animado dan fe, en todo caso, de la silenciosa popularidad de un libro íntimo, personal y carente de concesiones al que la película de 1987 no hizo justicia (las demás no sé, porque no las he visto), y que me perdonen Azcona y Cuerda allí donde estén, pero su película es un caso más de saqueo de un material merecedor de mejor trato. Es decir, que hay que leer El bosque animado, que es lo que repito cada vez que alguien dice: “No, no he leído El bosque animado, pero he visto la peli”.
Don Wenceslao, que en El bosque animado se expresó sin corazas ni defensas, extrajo del pozo de su alma una desmelenada fantasía sin barreras (que la película de 1987 obvia) mezclada con un realismo hiriente (que es con lo que se queda esa película que, más que animado, ofrece un bosque mutilado). En el relato de Fernández Flórez, la fantasía se contagia de realismo y el realismo de fantasía para dar un texto de una pureza que no admite comparación, porque es único. Aun así, se ha hablado vagamente de Apuleyo, de Esopo, de los cuentos de Grimm, de los fabulistas Iriarte y Samaniego, de Monsieur La Fontaine, de Perrault, incluso de Walt Disney y hasta de galleguismo, que ya hay que haber trasegado albariño. De lo que no se ha hablado, en cambio, es de Kipling, que es quizá de lo que habría que haber hablado.
El bosque animado tiene magia y es realista, pero no es realismo mágico porque no trata del pasado imponiéndose en forma de recuerdo al presente. En El bosque animado la magia y lo extraordinario acaecen en tiempo y terreno históricos. La tragedia de los ratones de campo sucede bajo el piso de la cabaña donde, en paralelo, tiene lugar la tragedia de Geraldo: son tragedias equivalentes.
Cuando estuve en Cecebre, El bosque animado literario no tenía ni veinte años. Lo leíamos en Austral, Cecebre era una aldea con bueyes uncidos a carros fabricados en la propia parroquia y Fernández Flórez acababa de morir, o estaba en ello. Me arrastró hasta allí mi madre, española y gallega, en una especie de peregrinación iniciática, pienso que con intención de introducirme en los misterios de la fraga y de hacerme ver, antes de empezar a leer El Libro, que aquello iba en serio y que no era una fábula. O más bien que era una fábula real, al menos más real que el Pazo de Meirás, soberbia alucinación que caía, y cae todavía, a diez kilómetros de allí nada más. Me pregunto, recordando aquel viaje preñado de sentimentalismo galaico, si don Wenceslao tendría, o no, en algún momento de su vida veleidades carlistonas, como las tuvo don Ramón María (del Valle-Inclán), que se curó a base de golpes de lucidez. Si a Valle aún se le barrunta a veces el pecado, no a don Wenceslao —yo al menos—, aunque su poética vivisección del campo español anterior a la explosión desarrollista de los sesenta, y del rural gallego en particular, admita una lectura carlista. El carlismo, al fin y al cabo, no deja de ser otro cauce para la celebérrima saudade gallega, como la tumba del Apóstol, la poesía (en gallego) de Rosalía (de Castro) o el mito celta. Eso sí, como en el caso de Rosalía, El bosque animado cabalga sobre literatura de altos vuelos, que conviene tratar con respeto y al margen de resabios ideológicos.
Hoy el mágico relato de la fraga de Cecebre ha cumplido más de setenta y nueve años, yo bastantes también, y Cecebre se ha convertido en un barrio de La Coruña. En el siglo XXI los árboles de Cecebre han dejado de hablar y la fraga ha enmudecido, me temo que para siempre.
Por fortuna, el libro de don Wenceslao sigue hablando por los codos.
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