Mike Nichols, realizador de ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966), la película que fue mucho más que un duelo interpretativo entre Elizabeth Taylor y Richard Burton, recordaba al actor “prisionero de una fantasía, como si hubiera vendido su alma al diablo”. Bien es cierto que unos meses después, ya en el 67, Burton puso en marcha y protagonizó una versión del Fausto de Christopher Marlowe, que también dirigió junto a Neville Coghill. Pero más que a Mefistófeles, podría decirse que el gran castigador, que en sus tiempos fue como nadie, vendió su alma a Elizabeth Taylor.
Pero a Burton, que las cautivaba de veras, no debieron de ser muchas las que se lo hicieron. A menudo las camelaba sólo para jactarse de haberlas poseído con los compañeros de borrachera en la barra de un bar. Salvo Clair Bloom y alguna otra, pocas fueron las que se le resistieron. Lauren Bacall también contaba entre ellas. Aseguraba que tuvo que pararle en la iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford-upon-Avon, allá donde se guardan los restos de El Bardo, mientras Bogart rendía tributo a Shakespeare a escasos metros.
Apenas escuchó los primeros aplausos sobre los escenarios de Oxford, empezó a decirse que Burton había dado al personaje de Hamlet un carácter sexual inusitado hasta entonces. Elizabeth Taylor sabía de su fama de mujeriego. Abominó de él desde que le vio por primera vez, durante una fiesta celebrada en casa de la maravillosa Jean Simons con motivo del estreno de La túnica sagrada (Henry Coster, 1953), primer filme en Hollywood de Burton. Él ya se quedó prendado de ella —que estaba embarazada de su primer marido, Michael Wilding—, pero fue porque resultó ser una de esas pocas mujeres a las que dejaba frías. Las siete u ocho veces que le había visto antes de que los dos coincidieran en el rodaje de Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963) y, según habría de confesar ella misma con el correr de los años, se prometió que nunca iba a ser víctima de sus encantos. Sin embargo, el primer día de aquel tormentoso rodaje que habría de llevar a la Fox a los estudios Cinecittà —Cleopatra es la cinta señera de la diáspora romana de Hollywood—, a un Burton molido por la resaca le bastó pedir a su futura esposa por dos veces que le acercase una taza de té y Elizabeth Taylor cayó rendida a sus pies, como Cleopatra a los de Marco Antonio.
Sus más allegados, quienes sabían el verdadero motivo de esas tres botellas de vodka diarias —él no fue consciente hasta que empezó a dejarlo, siendo ya tarde, por supuesto—, acuñaron para su padecimiento un término: el síndrome de Dylan Thomas. Este poeta y periodista galés —como lo fue el propio Burton—, que se mató bebiendo con treinta y nueve años, contó con dos grandes admiradores entre los notables del amado siglo XX: Bob Dylan —que, apellidado Zimmerman en su partida de nacimiento, tomó en nombre de Thomas como apellido artístico a modo de tributo— y Richard Burton. El actor, además de ser uno de los mejores rapsodas de Thomas, sentía una admiración por él rayana en la idolatría. Y también parecía querer imitarle en su frenética carrera hacia el hoyo vaciando botellas de vodka y otras bebidas espirituosas.
Tras pasar la jornada en la redacción del South Wales Evening Post escribiendo crónicas como un autómata —eso sí, dotado con un lirismo inusitado tanto en la prosa como en el verso de la época—, Thomas gustaba ir a los pubs de marineros y emborracharse hasta caerse escuchando sus historias. A Burton, quien tras la muerte de Thomas en el 53 escribió uno de los mejores artículos a su memoria, lo que le iba era estar bebiendo todo el día, mientras cumplía con su actividad actoral brillantemente —parece ser que su pronunciación de la lengua de Shakespeare aún sigue siendo la canónica para los cómicos de aquel idioma— y rematar la jornada a la americana. Esto es, bebiendo chupitos de whisky en graciosa alternancia con pintas de cerveza mientras hablaba de mujeres y la priva seguía levantando los ánimos. En algunos aspectos, sin ser consciente de ello, Elizabeth Taylor fue a vengar a todas las difamadas en aquellas conversaciones.
El término “pareja tóxica” no se había acuñado todavía, pero la suya lo fue como pocas de su tiempo. Y además, con toda la crónica social dando puntual información de cuanto a ellos concernía. Un séquito de más de cuarenta personas entre guardaespaldas, chóferes, apoderados, recaderos… maquilladores y peluqueros de la señora, les seguía en todos sus desplazamientos y eran testigos de sus monumentales broncas en Gstaad —su favorita de entre las estaciones invernales suizas—, en Hollywood y el resto de los rincones de moda donde la temporada era más divertida. Varias asociaciones moralistas estadounidenses llegaron a condenar públicamente sus escándalos. Los shakespeareanos, que vieron nacer a Burton como uno de los grandes intérpretes de El Bardo, le criticaban por haberse vendido a la pantalla comercial —llegó a ser uno de los actores mejor pagados del mundo— para mantener aquel circo ambulante que era su matrimonio. Alguien que vive así, indefectiblemente, está viviendo en una mentira.
Para bien y para mal, Richard Burton encontró en Elizabeth Taylor la horma de su zapato. Pero para enderezar su vida —si es que tuvo el más mínimo interés en meterse en vereda antes de que ya fuera tarde— le hubiera hecho falta una esposa como Sybil Williams, su primera mujer, una persona con los pies en la tierra, a la que abandonó para unirse a Elizabeth Taylor. Quienes le conocieron dicen que, hasta entonces, Burton había destrozado a cuantas mujeres le amaron. Sin ir más lejos, Sybil no volvió a dirigirle la palabra. A partir de Elizabeth, comenzó a destruirse a sí mismo.
Casi puede decirse que su matrimonio fue una larga borrachera para ambos, en la que la vanidad y la euforia que proporcionan las bebidas espirituosas se juntaron peligrosamente. Para obsequiarla los diamantes más famosos de aquella época, Burton llegó a pujar en las subastas correspondientes contra Aristóteles Onassis. Si es que alguna vez hubo entre ellos algún atisbo de cariño, el placer de saberse unido a una de las estrellas más deseadas de la pantalla de los años 60 y primeros 70 fue mucho más fuerte para ambos. Puede que ninguno de los dos fuera consciente del daño que se estaban haciendo. Puede que ¿Quién teme a Virginia Woolf?, más que un duelo interpretativo, fuera un duelo existencial, una forma de exorcizar el modo en que se destruían mutuamente a diario.
Entre riñas, lujos y borracheras, su primer matrimonio se prolongó durante diez años. Fue una unión enfermiza que parecía indisoluble —como prometen serlo todas en un principio—, que se prolongó entre marzo del 64 y junio del 74. Volvieron a casarse en el 75. Pero sólo duraron unos meses. Ella, mientras se sometía a la cura correspondiente, hizo que le siguieran detectives para saber de sus infidelidades.
Para él lo que siguió fue su declive. Se jactaba de poder interpretar un drama de Shakespeare, del principio al final, completamente borracho. Es más, quienes le conocieron dicen que era tan dado a los soliloquios, además de por la natural vanagloria que estos parlamentos consigo mismos procuran a los intérpretes, para demostrar a todos, empezando por el mismo, que las tres botellas de vodka que seguía vaciando diariamente no mermaban su talento innato.
Dado mi absoluto desinterés por el teatro —procuro ser un buen cinéfilo—, yo me quedo con el Burton que tocó tangencialmente al Free Cinema —el nuevo cine inglés de los años 50—, aquel que protagonizó para Tony Richardson Mirando hacia atrás con ira (1959). Y, por supuesto, el Burton que lideró la pantalla angloamericana de los años 60 junto a Peter O’Toole, Richard Harris y Oliver Reed —en sus tiempos, todos igual de borrachos, aunque O’Toole y Harris supieron dejarlo a tiempo—; hablo del Burton que protagonizó La noche de la iguana (John Huston, 1964), el de El espía que surgió del frío (Martin Ritt, 1966) —junto con El topo (Tomas Alfredson, 2011)—, la mejor adaptación de John le Carré que yo recuerdo. Y el Burton de El desafío de las águilas (Brian G. Hutton, 1968). Cómo olvidar al Burton que recreó a O’Brien, el torturador estalinista de 1984, la espléndida adaptación de la segunda distopía de Orwell, realizada, en el año 84 precisamente, por Michael Radford.
Nacido en 1925 en Pontrhydyfen, un pueblo minero del sur de Gales, la de Richard Burton fue una familia de once hermanos que las pasó canutas. Hubo momentos en que el futuro actor se vio obligado a recoger estiércol para venderlo. Redimido de la miseria tras consagrarse interpretando a Shakespeare en el escenario del Old Vic de Londres, siempre fue un hombre generoso que, además de sacar de la pobreza a su familia, corrió con las deudas de algunos extras de los rodajes en los que participaba, cuando tenía noticia de ellas. Preguntado por sus simpatías socialistas cuando fijó su residencia en Suiza para pagar menos impuestos, contestó que él no explotaba nadie con su trabajo. No dijo más que la verdad. Siempre tuvo entre sus personajes favoritos, de los muchos que había incorporado, al Trotsky de El asesinato de Trotsky (Joseph Losey, 1972).
Pasó sus últimos días baldado por los dolores. Hubiera necesitado morfina para calmarlos. Acostumbrado a las pastillas mientras bebía junto a Elizabeth Taylor, los analgésicos no le hacían efecto. Para Richard Burton el telón bajó prematuramente. Tenía 58 años. No hacía mucho había conocido a su última esposa: Sally Hay. La chica postrera era tan buena como guapa. Y además, escribía teatro. Eso sí, era veintitrés otoños más viejo que Sally. Junto a ella, finalmente, le fue dado el equilibrio. Pero no tuvieron mucho tiempo para disfrutarlo: poco más de doce meses. Dejó el frasco por Sally. Pero ya era tarde.
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