Otro seis de julio, el de 1923, hace hoy noventa y nueve años, viene al mundo en Angers (Francia), una mujer que cuando muera, noventa y dos años después, habrá sido merecedora de figurar en la Historia universal de la infamia. Lástima que el curso del tiempo de Fernande Joséphine Grude, la neonata de hoy, sólo coincida tangencialmente con el de Jorge Luis Borges, autor de esa crónica de la ignominia citada.
La pieza dedicada a esta niña, que un día como hoy vio la luz por primera vez, bien hubiera podido suceder a la inspirada por la viuda Ching. Trasunto, es bien sabido, de Ching Shih, almiranta de una coalición pirata integrada por dos mil naves y setenta mil filibusteros —una de las flotas más grandes que navegaron en los mares decimonónicos—, antes de izar las velas por primera vez —y antes de casarse con el capitán Zheng Yi, de quien heredó su armada de asesinos—, la viuda Ching ejerció la prostitución. Y volvió a esta ocupación en 1810, en esta ocasión como regente de un burdel, cuando, tras llegar a un ventajoso acuerdo con las autoridades, arrió las velas por última vez. La viuda de la que nos habla Borges cambia la piratería por el contrabando de opio y se hace llamar Brillo de la Verdadera Instrucción.
También bajo un nombre falso, aunque mucho más sencillo, Fernande Joséphine ejercerá igualmente la prostitución y regentará uno de los burdeles más famosos del París del siglo XX. Pero será cuando crezca. A raíz de la sarta de mentiras que contará entonces, cabe decir que no se sintió orgullosa de sus padres y que su niñez no fue feliz. Monsieur Grude es dueño de un pequeño café la rue Diderot de Angers. Entre este pequeño negocio y los bocadillos que vende en la estación, ha conseguido sacar a su primera hija adelante. La muchacha, también llamada Josephine, morirá en el 24 con diecinueve abriles, apenas unos meses después de que venga al mundo la segunda de las hermanas Grude, esta nacida tal día como hoy y bautizada con los nombres de Fernande Joséphine.
Fernande está llamada a marcar un antes y un después en la historia del alterne. Su ascenso será posible mientras el del amor mercenario sea considerado el oficio más antiguo del mundo, y su caída vendrá cuando dicho empleo empiece a considerarse la primera explotación de la mujer. Llevada entonces delante del juez, dirá que su padre, el que vendía bocadillos en la estación cuando se lo permitían sus obligaciones en el café, fue un héroe de la Resistencia muerto durante la ocupación. En otras versiones —su carrera en el meretricio será tan sonada que le dedicarán varias biografías— su progenitor, tan suficientemente burgués como le hubiera gustado a ella, será un cautivo en el campo de Ravensbrück. Tras las alambradas salvará la vida merced a la intervención de Geneviève de Gaulle —sobrina del general y heroína de la resistencia—, quien se habrá quedado impresionada por el afán de servicio a la Francia libre de monsieur Grude.
Las fabulaciones de su hija serán tantas que permitirán apreciar los valores de su formación por su defecto. Las monjas no serán las salesas, donde estudian las aprendices de burguesa, que Fernande soñará con ser. Serán las concepcionistas, a las que llegará tras haber cursado los primeros estudios en el instituto al que da nombre Juana de Arco en Angers. Ni las enseñanzas de las monjas ni el espíritu de la Doncella de Orleans tocarán en nada a Fernande Joséphine Grude.
Adolescente aún, buscará las malas compañías: con las personas normales se aburre. Y no hay compañía peor que la de los hampones. Madre soltera, abandonará Angers para no volver. Instalada en París, las cosas no parecen más fáciles. En la Ciudad de la Luz, el dilema consiste en prostituirse o servir. Los convencionalismos le restan cualquier otra elección, y ella, como aún aseguran tantas de sus compañeras, prefiere vender su cuerpo antes que ponerse a fregar. Fernande Joséphine Grude no es buen nombre para hacer la calle. Madame Claude acaba de nacer. A su entender, se trata de un nombre asexuado que deja entrever cierta ambigüedad. Entre los nuevos hampones que frecuenta destaca Pierre Loutrel, un antiguo miembro de la Carlinga, la Gestapo francesa. Nada que ver con Pierrot el loco de Godard.
A finales de los años 50, Madame abrirá un primer lupanar en la Rue de Marignan. No será una mancebía cualquiera. Llamará la atención por su refinamiento. Las citas se acordarán por teléfono, lo que será todo un lujo para una época en que las terminales telefónicas aún estaban por democratizar. Desde sus primeros patrocinios, Claude se destacará por el postín de sus señoritas. En las calles y en las mancebías de poca monta que habrá frecuentado en sus primeros pasos en el oficio, le habrá llamado la atención el mal aspecto de las meretrices. “Las prostitutas no son guapas”, habrá oído comentar a varios de los clientes. Sabrá que quienes las compran tienen razón. Al fin y al cabo, estas infelices suelen ser carne apaleada: solitarias, alcohólicas, toxicómanas, mujeres de razas discriminadas. A menudo, todas ellas muestran restos de la paliza del chulo unas horas antes. Sí, carne apaleada. Y la carne apaleada nunca está de buen ver.
De modo que la primera norma del negocio de Madame será que sus señoritas de compañía no parezcan meretrices. Todo lo contrario, deben ser como esas mujeres a quienes los clientes les gustaría poder seducir sin pagar. Cuando Claude dé con el quid de esta cuestión, alcanzará su momento estelar.
Puesta a buscar mujeres de postín y de buen ver, no le faltarán vedettes de los grandes cabarets, actrices y modelos, aún diletantes, e incluso gentiles burguesas a las que tanto la cana al aire como el dinerito extra les vendrá mejor que bien. El burdel de la Rue de Marignan no tardará en dar paso al del 32 de la rue de Boulainvilliers, en pleno París fetén. Lo de Claude será el alto standing y toda su prosopopeya también se practicará en las residencias privadas y en los hoteles de lujo. La higiene estará garantizada. Sus patrocinadas serán señoritas de compañía que dejarán loco con su exquisita gracia a quien ha pagado por invitarlas a cenar, que no mujeres deshechas que conmueven al más pintado al lavarse lastimeras en el bidé de una sórdida pensión.
Las señoritas de Madame tendrán entre veinte y treinta y cinco años —edad esta última en que la belleza comienza a marchitarse—, vestirán lo último de las grandes firmas —Dior, Vuitton—, los médicos y las peluqueras también serán lo mejor de lo mejor… El precio del servicio irá de los mil quinientos a los dos mil trescientos francos, de los que Claude se quedará un treinta por ciento. “Podría haberme quedado más, pero las chicas me hubieran traicionado”, recordará la hoy neonata cuando se vea delante del juez.
Su imperio se prolongará durante veinte años. Según recordará cuando todo salga a la luz, habrán recurrido a sus señoritas gobernantes como John F. Kennedy, el Sha de Persia, Muamar el Gadafi, el rey Hussein de Jordania o Moshe Dayan. Siempre según Madame, todos habrán quedado tan satisfechos como el empresario italiano Giovanni Agnelli. Por patriotismo, nunca delatará a ningún francés. Llegará a contar con quinientas mujeres y varios hombres, a los que incorporará a su personal a petición de algunos clientes.
Su suerte cambiará en el 74, cuando Valéry Giscard d’Estaing sea elegido presidente de la república francesa y ponga en marcha una auténtica cruzada contra la prostitución y el proxenetismo. La historia de Madame Claude se hará pública, pero sólo podrán condenarla por fraude al erario público. Ella fijará su residencia en Estados Unidos y no volverá a Francia hasta el 85. Para entonces, Just Jackein ya habrá dirigido una película sobre su experiencia —Madame Claude (1977)—, hoy un clásico del softcore de los 70.
En el 92 volverá a las andadas, pero será denunciada por la competencia y, ahora sí, Madame Claude ingresará en prisión. Pero sólo cuatro meses. La cuantiosa multa, que incluye la condena, será satisfecha con los estipendios de una larga entrevista concedida a la televisión.
Ya sin cuentas pendientes con la justicia, vivirá sus últimos días en Niza. Sin los lujos de antaño, con una modesta pero digna pensión. Así se escribe la historia.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: