La de Babilonia es una superficie similar a la del agua: el primer poemario de Leonor Saro (Madrid, 1994) se construye alrededor de cierta idea discontinua del movimiento. Pronto desplazado —por la vía mitológica— el sustrato realista del poema y suspendidos los referentes, la autora emprende una labor de reconstrucción que se hace cargo de lo multifacético de su propio imaginario: la presencia de los textos bíblicos se entreteje con la fuerza de las leyendas germánicas, el pop y el punk anglosajones de los años 70, las siluetas de Venecia, Cabo de Gata, Chamberí o Nueva York. Como el agua, Babilonia se remueve en oleajes que modifican una superficie aparentemente idéntica. Leonor Saro escribe: «¿Cuántas veces hemos de descender / hasta el vientre de la Tierra? / ¿Desde cuántas simas / podemos contemplar el rostro de sus heridas?»
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—Por enmarcar la entrevista: ¿de qué inquietudes parte la concepción de Babilonia? El libro se divide, en primera instancia, en dos partes fundamentales: la primera, de carácter más narrativo, trabaja sobre un universo ficticio muy específico —que describe la relación entre una sirena y un vendedor de enciclopedias—; la segunda se expande en su multirreferencialidad.
—Digamos que en mi proceso de escritura un poema me lleva al siguiente. Lo que yo tenía claro, a partir de un par de poemas iniciales, era que me interesaba hablar del exilio en un sentido muy amplio, de la necesidad de reconciliarse. Siempre me he sentido un poco fuera en todos los ambientes, y creo que esa sensación procede de un intento de conciliar una serie de cosas que dentro de mí no se presentan como contradictorias, pero que sí percibo como problemáticas para de los demás.
—Ya que hablas del exilio, aunque sea una lectura superficial, me interesa cómo en el libro indagas en la intersección entre tradiciones. En el poema ‘Bruges-la-Morte’, por ejemplo, juegas a superponer una tradición contemporánea y europeizante con otra de corte más clásico; en concreto, localizas en la ciudad de Brujas el Éxodo bíblico. No sé si esta superposición de imaginarios conecta con lo que me comentabas acerca de sentirte fuera, en la medida que aglutinar en un mismo texto diferentes puntos de anclaje te pueda servir para tomar contacto con otras posibles realidades en las que encajar.
—Cuando tienes una educación católica creces rodeada de historias que no tienen mucho que ver contigo —aunque yo soy católica: a veces da la sensación, cuando haces referencia a tu educación católica, de que no lo eres, pero yo sí lo soy: eso forma parte del problema a partir del cual se construye el libro—. En todas las historias del Antiguo Testamento te encuentras con una serie de cosas que no entiendes del todo, pero que acaban formando parte de tu vida; las tienes que conciliar de alguna manera, porque al fin y al cabo, al ir a misa, esas historias participan de tu vida cotidiana. Muchas veces, como tampoco te enseñan a leer la Biblia al completo, sino que lo que haces es escuchar historias fragmentarias, vas decantando imágenes que no suelen tener demasiada relación con lo que realmente puede haber sucedido. A mí me pasaba eso cuando era pequeña: tenía una idea acerca de esas historias bíblicas sencillamente por cómo me llegaban. A lo mejor entendía mal una palabra y eso lo cambiaba todo, lo cual parece una tontería pero no lo es.
En realidad hago referencia a los relatos bíblicos porque han formado parte de mi educación y también porque quizá hayan sido algunas de las historias más extrañantes que incorporé a mi imaginario siendo niña, pero sobre todo lo hago porque no fueron una elección. Cuando lees un libro, en general, estás eligiendo qué historias o narrativas buscar, pero al recibir una educación religiosa los textos sagrados te vienen dados, se incorporan a tu vida sin que los hayas elegido y es frecuente que puedan hacerlo de maneras un tanto fantasiosas. Pero la asimilación de esas historias siempre se dio en mi vida de manera paralela a la de otro tipo de relatos, y la idea de poder juntarlos o superponerlos me atrajo pronto. El poema de Babilonia sobre Iggy Pop y David Bowie —en el que asumo la voz de Iggy Pop— da cuenta de un proceso de ese tipo: cuando era adolescente empecé a escuchar ese tipo de música, me sumergí en el protopunk americano y era una cosa que me desconcertaba mucho, en la medida que yo era una niña muy cursi que tocaba el violín. A mi padre no le gustaba nada esa música y yo la escuchaba a escondidas —lo cual ahora parece una tontería, ¿no?— porque sentía que estaba descuadrando el esquema de persona que proyectaba al mundo. Leía acerca de las barbaridades que hacía y decía Iggy Pop y no dejaba de preguntarme: ¿pero cómo es que este tío me gusta tanto? Así que ese poema procede de mi necesidad de incorporar todo lo que me fascina a mis narrativas, a mi propio mundo.
—En tu libro aparece una mitología dada como marco de referencia, pero también se construye una especie de mitología propia que poco a poco vas desarrollando: los primeros poemas, que cuentan la historia de la sirena y el vendedor de enciclopedias, marcan una intersección bastante estimulante entre lo mágico y lo analógico, que no dejan de ser dos accesos epistemológicos en apariencia disociados. También echas una mirada al punto de unión entre ambos, a cómo penetra lo mágico en lo técnico.
—Es una pregunta difícil, pero creo que la abstracción técnica y la mágica están completamente relacionadas, y que ambas tienen que ver con un interés por absolutizar la voluntad de alguna manera. A partir del romanticismo, sobre todo con el idealismo alemán y autores como Novalis, la autoafirmación y la deificación pasan por la identificación con una fuerza proteica y abstracta. Al final, si pensamos en la magia como un modo de poseer la realidad, de cambiarla y de modificar los cuerpos y la naturaleza, la técnica va por el mismo lado. En mi opinión, ese proceso tiene que ser arbitrario y necesariamente irracional si realmente existe una voluntad de modificar la realidad del mismo modo en que lo haría Dios, al menos según el paradigma moderno. Pienso mucho en Novalis en relación con esto porque habla constantemente del poeta como mago, como Dios; del idealismo mágico y de la obra de arte como modificadora del mundo. Se trata, en cualquier caso, de una obra de arte que imita a la naturaleza ya no según el paradigma de lo bello y de lo racional, sino de lo arbitrario, prácticamente como un alquimista. En ese sentido la máquina, en la medida en que no es personal, también representa eficazmente ese poder inconsciente y proteico, esa fuerza.
—Pero, además, la máquina involucra al individuo de tal manera que una intervención pura del azar o del elemento deificador se mantenga ajena, porque con la introducción de lo mecánico en el proceso de producción de la obra de arte el individuo también queda incrustado indefectiblemente en él.
—Sí, absolutamente. Novalis parte de una pretensión que puede sonar estupenda, pero que deriva necesariamente en una despersonificación. Dice: «Conocemos el mundo en la medida en que somos Dios y no lo conocemos en la medida en que somos hombres, en que somos parte del mundo, en que somos personas». Finalmente esa voluntad de control, de modificación, esa voluntad mágica que se corresponde con el mismo afán de la técnica lleva necesariamente a una despersonificación, a una colectivización. A la autonomía del arte hasta el punto en el que desapareces tú.
—Aunque el romanticismo alemán, al ser tu área de investigación doctoral, está siempre presente como una suerte de espejo, creo que tú lo deformas desde la contemporaneidad para plantear una serie de cosas que no estaban presentes en su programa. Me interesa la idea de imagen que manejas; pienso, por ejemplo, en el poema en el que imaginas una vida que no es la tuya generando una batería de imágenes que hacen que te reapropies del relato, de las vivencias. Aparece en tu libro una idea de la imagen como constructora de experiencias proyectadas, de la imagen contemporánea como ramificación de lo biográfico: desde un punto de vista gnoseológico ya no solo disponemos de la realidad sensible que percibimos a través del propio ojo, sino también de todas aquellas otras realidades que las imágenes fijan en nuestra experiencia como si perteneciesen a ella radicalmente.
—Ese es un tema que me interesa mucho, en especial porque considero que ha condicionado enormemente mis experiencias amorosas —y las de todo el mundo, imagino—. Mi impresión es esta: cuando uno comienza una relación con alguien a quien no conoce mucho, como suele ser el caso, empieza a inventarse una serie de cosas. Esa invención es necesaria para que la relación vaya a alguna parte, o al menos ha sido mi caso. No se trata de una decisión consciente, pero al final siempre acabas jugando con tus expectativas; en la medida en que he sido siempre un poco fantasiosa en ese sentido, me ha costado mucho separar cuánto de lo que deseaba o echaba de menos —en especial cuando las cosas empezaban a no funcionar, o tras una ruptura— respondía a la realidad de esa persona y cuánto a todas las imágenes, fantasías y pretensiones que yo había depositado sobre ella. Creo, de hecho, que cuanto más vacía está una relación se vuelve más necesario llenarla de lenguaje, de metáforas, de historias. Cuando una relación empieza a ir bien te das cuenta de que el sustrato de imágenes que la construye es mucho más débil. Las metáforas se vuelven innecesarias.
—En Babilonia también está muy presente la literatura infantil como catalizadora de lo folclórico, de la tradición oral, algo que también dialoga con lo que comentábamos acerca de la construcción de una experiencia en base a la referencia. Al fin y al cabo —y esta sí que puede ser una cuestión más antigua, no tan propiamente contemporánea—, la tradición oral y su correlato literario tienen un papel muy específico a la hora de performar el mundo al que nos aproximamos como habitantes culturales. Todo ese trasunto folclórico presente en la literatura infantil accede a nosotros quizá no tanto a través de lo intelectual sino de lo puramente identitario: desempeña un rol que podría acercarse al de la religión y las mitologías propias de nuestro contexto cultural —aunque quizá de un modo más flexible: hay un conflicto tonal aquí—.
—No sé si hablaría de una influencia clara de la literatura infantil. Sí y no, supongo. Lo que pasa es que cuando pienso en los cuentos de los hermanos Grimm, al haberme dedicado académicamente a estas cuestiones, me cuesta un poco inscribirlos dentro de la infancia. Sin embargo, sí puedo hablarte de la importancia del terror en mi vida cuando era pequeña: era un asunto que me fascinaba y me sigue fascinando. Creo que la literatura infantil y los cuentos clásicos están llenos de terror. Saliendo un poco de mi experiencia, creo que es bastante común en los niños que en un determinado momento atraviesen una especie de fascinación por el terror, los fantasmas, los monstruos, etc. Diría que existe incluso un cierto placer en el hecho de sentir miedo a la oscuridad, o al menos yo lo vivía así, como algo muy emocionante. Todo eso sí que me ha marcado mucho. En relación con todo esto, me marcaron mucho dos cosas: el terror y la tristeza de los cuentos infantiles. Creo que uno no vuelve a estar triste ni vuelve a sentir miedo del mismo modo cuando se hace adulto; uno nunca vuelve a estar tan aterrorizado en la vida como cuando siente ese miedo irracional propio de los niños, porque los mecanismos y las herramientas para hacerle frente lo racionalizan. Recuerdo haber sentido, cuando era niña, tristezas muy profundas que partían de grandes incomprensiones, cosas que incluso ahora sería incapaz de articular. Creo que el impacto de todo eso es lo que más he heredado de los cuentos infantiles, más que las historias mismas.
—Ya que hablas de terror: en la segunda parte del libro hay varios poemas, también de carácter bastante narrativo —apenas pinceladas impresionistas de algunas historias— que creo que trabajan con los códigos de la literatura de terror. Me refiero, por ejemplo, al poema sobre Armin Meiwes, también al que ambientas en Venecia. A partir de ellos me interesa pensar acerca de cómo el poema, una vez liberado de su armazón lírico, tiene que hacerse cargo de su sustrato propiamente poético y lo encuentra, en este caso, en el terror, que es aquello que está debajo del texto y de sus cuestiones formales.
—Me sorprende que digas que ‘Armin Meiwes’ es un poema de terror, porque yo lo concebí como un poema en cierta medida paródico, divertido, como una reflexión acerca de ciertas incongruencias propias de la cultura alemana que me interesan y me hacen gracia. La idea de un caníbal que le pide permiso a alguien para comérselo y que puede ver reducida su condena por lo humanitario del consentimiento… Me parece que plantea una escisión completa entre el crimen y el consentimiento, como si el hecho de que sea posible la existencia de ese permiso alienase totalmente la acción criminal: como si te pusieses unos guantes de látex para relacionarte con las cosas. Lo de Armin Meiwes iba más por ahí, por esa cuestión del civismo como pátina moral vacía.
Respecto a lo que dices acerca del terror como razón lírica, está bien visto: dentro de Babilonia he intentado explorar qué es exactamente, dentro de una historia, lo que crea el terror. En ese poema de Venecia que mencionas, por ejemplo, se da ese interés. Es curioso, porque no lo planteé originalmente como una historia de terror sino como un poema acerca de un amigo mío que me recordaba mucho al personaje de Muerte en Venecia, pero es verdad que a la hora de desarrollarlo sí surgió el asunto de preguntarse por cuál es el elemento terrorífico, que es algo que me interesa mucho de las historias. Creo que también se trata de un juego de expectativas.
—En relación a los espacios en los que desarrollas tus poemas, se da también una superposición muy interesante. Hay un poema titulado ‘Cabo de Gata’ que me llamó la atención por contraposición, dado que lo más frecuente en Babilonia es que busques tus referentes fuera del que asumo que ha sido tu contexto geográfico, mientras que ahí planteas la posibilidad de que la relación con el espacio pueda darse no solo en diferido —como la que existe con Nueva York, el universo de la mitología alemana o el mundo hebreo—, sino también en sentido inverso: algo así como que el folclore también se puede reciclar hacia la propia experiencia.
—Esa utilización de un espacio real para la creación de un marco mitológico se da en el libro sobre todo en la serie de poemas iniciales, en la historia de la sirena y el vendedor de enciclopedias, en los que —a pesar de que construya una ficción que en apariencia puede resultar totalmente ajena a mi propia experiencia— todos los poemas suceden en Madrid a excepción del primero, en el que se plantea el marco mitológico y de irrealidad de la relación entre los personajes. Incluso descartamos un poema que inicialmente formaba parte de esa serie, localizado en la calle Romero Robledo, que trataba sobre uno de mis primeros besos. Diría que, aunque siempre he veraneado allí, yo no pienso Cabo de Gata con tanta familiaridad. Para mí es un espacio completamente mágico, no consigo entenderlo como un sitio que existe de verdad.
—Por adentrarnos en algunos aspectos formales del libro: hay un poema titulado ‘Medea y Lilith invocan a Dioniso’ en el que lo prosaico se intercala con momentos de mucha elevación lírica. Al leerlo pensé que todo el libro presenta la idea de canción como un marco, un espacio al que se remite, y que ese poema asimila la canción, de algún modo es la canción. Me interesa saber cómo te acercas a cuestiones como la versificación o la forma de lo poético, teniendo en cuenta también un acercamiento irónico al asunto muy frecuente a lo largo de todo el poemario.
—Creo que lo que hace ese poema es volver mucho más explícita la propuesta de superposición de voces y tradiciones. En cuanto a lo que dices en relación a la cadencia general del libro, lo cierto es que no me interesaba escribir un poemario formalmente uniforme, sino conseguir que en cada poema la forma se adecuase a las ideas que busco explorar. Aspiraba a una unidad en ese sentido, y en el fondo pienso que en eso consiste hacer un poema, en dar con la forma adecuada para contar algo. En ‘Medea y Lilith invocan a Dioniso’ quería que hubiese dos voces y un estribillo que jugase el papel de un coro capaz de modificarse a medida que el diálogo entre ellas avanza —siguiendo la idea de coro como conciencia propio de la tragedia griega—. Por supuesto, también me interesaba que el coro fuese capaz de asimilar la forma de un estribillo musical a través de la repetición, pero es así porque esa era la forma en que yo consideré que el diálogo entre esas dos mujeres podía funcionar mejor, en la medida en que además de un diálogo es también una invocación, una oración — una canción, a fin de cuentas. Pero hay más poemas en el libro que juegan con lo lírico y lo hacen de diferente modo, por ejemplo en ‘Frank Braun’. En él se utiliza de forma paródica, tratando de ironizar, como dices, con cierto lenguaje neorromántico y decadentista, un lenguaje poético muy consciente de sí mismo.
En relación a la versificación, es verdad que he hecho muchos ejercicios practicándola —del mismo modo que he practicado con el violín— porque me interesa mucho que los poemas suenen, tengan una musical propia. De todos modos, creo que me interesan más otras cosas; ahora, por ejemplo, me gustaría trabajar acerca de la idea de la geometría del poema. Dedicarle tiempo a pensar cómo podría ser un poema circular, cómo puede reproducirse un círculo con palabras —y no me refiero al grafismo, sino a la idea del círculo—. Otro asunto que me interesa es el del ritmo. En los poemas sobre la sirena y el vendedor de enciclopedias quería explorar la velocidad a la que sucedían las cosas, y creo que eso se puede conseguir de muchas maneras: desplazándose de los versos cortos a los versos largos… Creo que, si hablamos de lo formal, ese tipo de correlaciones son lo que más me interesa.
Por ponerte un ejemplo: el poema que aparece en el libro sobre la araña laxosceles laeta —titulado ‘Matemáticas discretas’— parte por completo de una idea geométrica. Un día me explicaron la diferencia entre las matemáticas discretas y las matemáticas continuas y yo me la representé con un dibujo. Pensé que esa idea geométrica era muy eficaz a la hora de permitirme reflexionar acerca de ciertas cosas, cuestiones del tipo: ¿qué sucede cuando esperamos? Cuando esperamos nos estamos quedando en un punto fijo a pesar de seguir avanzando, estamos decidiendo deliberadamente no avanzar en otras direcciones y mantenernos en un lugar establecido. Es algo parecido a una confianza depositada sobre el flujo natural de las cosas, sobre la posibilidad de que aquello que anhelas converja contigo justo en el punto en el que estás. En el poema quería preguntarme acerca de la convergencia posible entre algo que avanza y otra cosa que permanece quieta, y señalar lo extraordinario de que eso suceda, el carácter extraordinario de un encuentro de esa naturaleza. No sé si en el poema se percibe de esa manera, pero también buscaba pensar la memoria desde ese lugar: cuando uno hace recuento de su biografía siempre recuerda puntos concretos. Hay gente que dice recordar días completos, pero desde luego a mí no me pasa. Puedo tener tres o cuatro recuerdos diferentes de un mismo día y no agruparlos necesariamente. Cuando te narras tu propia vida la estás ordenando de alguna manera, trazas una línea imaginaria entre puntos que quizá no tengan nada en común más que esa continuidad entre ellos, impuesta por la memoria.
—También es estimulante preguntarse acerca de cómo la forma poética puede liberarse de su propio solipsismo. Por un lado se presenta ese diálogo que comentabas de lo poético con lo geométrico, también la propia cuestión del juego en la escritura, pero más allá de eso me interesa indagar sobre las maneras en que la forma poética interactúa con la realidad material a la que referencia, sobre cómo no se agota en sí misma sino que tiene una clara coextensión política. Creo que tus poemas no se agotan nunca en el juego, que están atentos al mundo con el que dialogan y al lugar de la realidad en el que se incrustan. Participan, en ese sentido, de un problema muy urgente en la poesía actual: el de encontrar una propuesta formal que no sea ajena al mundo contemporáneo.
—En primer lugar, yo no creo que pensar en la geometría del poema sea un juego que se agota en su solipsismo. Más bien al contrario, me parece interesante que nos planteemos de qué manera influyen las categorías en nuestro modo de pensar, que pensemos acerca de cómo a veces el lenguaje puede llegar a tener una voluntad conservadora, mimética en el sentido de querer tomar posesión del mundo, de querer grabarlo según una determinada percepción; es decir, una voluntad de protección. Es lo primero que hacemos cuando empezamos a hablar: aprender el nombre de las cosas para preservarlas. Creo que esta función de protección puede ser propia de la memoria, y en ese sentido hablaríamos de una función puramente formal, porque buscar una palabra para nombrar una cosa es un ejercicio formal, lúdico si quieres, en la medida en que es puramente arbitrario —al menos originalmente, después uno aprende y hereda los nombres—. Cuando escribes poesía estás modificando esas relaciones, trabajando con una nueva serie de relaciones que en el fondo no son necesarias, que en gran medida funcionan a partir del juego. También pienso, por otra parte, que el lenguaje tiene una voluntad de cambio inherente y que ésta se efectúa de manera continua; en ese sentido, casi nada de lo que decimos es inocente: queremos generar cambios en la realidad. Y lo hacemos por medio de la proposición de nuevas categorías, nuevos órdenes de cosas.
Por eso no me parece banal entender en qué consiste un círculo, porque es una de las primeras formas geométricas que uno aprende: una vez asimilas la idea de círculo, empiezas a ver círculos en las cosas. Hay muchas cosas que en sí mismas no tienen nada que ver, pero resulta que todas ellas son círculos. Políticamente es relevante que agrupemos cosas dentro de una categoría mental, y que esas categorías que diseñamos tengan la capacidad de volverse flexibles para generar un diálogo e introducir cambios en nuestra manera de pensar y de relacionarnos con las cosas. Muchas veces identificamos los códigos con las cosas mismas, confundimos la voluntad de preservación y conservación con la voluntad de cambio, o con la necesidad de controlar, y no son lo mismo. Lo que quiero decir es que la idea de juego me parece elemental como método para distanciarnos la fijeza de nuestros propios juicios, para entender la forma como algo flexible en la medida en que es irónico. Yo digo esto, pero podría estar diciendo otra cosa, y también es relevante qué es lo que tú percibas dentro de la forma que yo propongo. Esa distancia que posibilita el juego me parece fundamental; es algo así como una evidencia de la falta de compromiso con lo que uno dice, en el mejor de los sentidos.
—Mencionas la ironía, cuya presencia es transversal en Babilonia, en cierta medida, como contraposición a cierta idea tradicional de lo poético como algo solemne. En tu caso me da la sensación de que lo irónico desempeña el papel del envés de lo solemne: en tus poemas se da una cierta solemnidad, pero siempre tiene un espejo enfrente que la advierte de sus propias limitaciones, que evita que se fagocite a sí misma.
—Tal y como tú lo planteas, lo solemne al final es una suerte de rigidez. En líneas generales, cuando nos tomamos demasiado en serio o somos solemnes lo que hacemos es comprometernos muy firmemente con algo —un sentimiento, una forma de pensar—, como si estuviésemos cristalizándolo, petrificándolo. Lo solemne es una especie de petrificación del sentimiento. Se ve muy claramente en música: la música solemne es una música muy pétrea. Así que creo que plantear la solemnidad o lo lírico desde un dispositivo irónico es, ante todo, abrir un espacio para que el lector pueda representarse a sí mismo.
Olvidémonos de la poesía: si yo empiezo a contarte ahora, con un tono absolutamente solemne, que hoy me ha sucedido algo terrible, en realidad no te estoy ofreciendo un espacio real para que te sitúes libremente con respecto a lo que te estoy diciendo. Lo que hago es proponerte una manera rígida de relacionarte conmigo. Cuando leo poemas que se toman completamente en serio, pienso que solo se me dan dos opciones: la primera es descartarlo, reírme; la segunda, entrar por completo en la propuesta. Es muy poco el espacio de juego que me queda como lectora dentro de un poema formulado en esos términos. Lo que yo creo es que el texto no es solo aquello que propone explícitamente, sino también todos los espacios vacíos que deja, todos los huecos en los que tú puedes meterte y que habilitan tu autorrepresentación. Creo que eso es lo interesante de la lectura. Así que eso es lo que me interesa de la ironía: los espacios vacíos que genera.
—Retomando el poema de la laxosceles laeta que mencionabas antes, a través del aparato teórico de las matemáticas discretas planteas, desde mi punto de vista, algo así como una deconstrucción del ser fenomenológico, es decir, de esta concepción de la biografía como una mera continuidad de acontecimientos. Esto encaja con lo que comentas acerca de la ironía, porque es como si el poema se situase precisamente en esos huecos que no quedan registrados en el relato biográfico. Algo parecido sucede en el cine, bien con las elipsis, bien con los cortes de montaje: se da una grieta en la que no sabemos qué sucede, una grieta sin imágenes. Una grieta que, según qué paradigmas, no tendría entidad real, no sería.
—Hace algo así como tres años estaba súper triste mientras todo en mi vida estaba más o menos bien: tenía trabajo, un piso para mí sola… yo qué sé, todo me iba fenomenal. Me daba la sensación de que mi vida estaba muy bien, pero que no era más que una acumulación de espacios aburridísimos y poco memorables, de asuntos mediocres que no podrían ser relevantes, a diez años vista, para construir mi discurso biográfico. Entonces pensé: joder, ¿esto es hacerse adulto? Tenía mucho miedo de que ser adulto no tuviese más que ofrecer que ese páramo en el que todo lo que sucede no te interesa demasiado. Por eso en el poema digo: «La laxosceles laeta avanza siempre en línea. / Su movimiento es persistente y no deja huecos / en los cuales uno pueda guardar / recortes de periódico o calcetines desparejados». Eso es lo que quería decirte: que todos esos huecos en la existencia, que conforman la mayor parte de nuestra vida, son precisamente aquellos que después, cuando construimos nuestro discurso biográfico, rellenamos con otras cosas. Como si fuésemos unos coleccionistas de recuerdos.
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Autora: Leonor Saro. Título: Babilonia. Editorial: Dieciséis. Venta: Todos tus libros.
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