Noviembre de 1593, mar Caribe. El recientemente nombrado gobernador de Cartagena de Indias, Pedro de Acuña, se aproxima cautelosamente con su galera para inspeccionar una nao extranjera que lleva días fondeada en la ensenada llamada de Juan Griego. Acuña navegaba desde España hacia su destino, pero ha decidido arribar antes a la isla Margarita para asegurar la recogida de las perlas de la Corona. Son años aquellos de guerra abierta con Inglaterra, tras el fracaso de la mal llamada “Armada Invencible” en 1588 y el desastre aún mayor —esto se cuenta y conoce menos— de la “Contra Armada” inglesa en 1589. Los piratas abundan desde hace años en aquellas aguas, y ahora muchos de ellos pasan a ejercer como corsarios para hacer todo el daño posible a los españoles, o alternan su condición, según la ocasión. Siempre bien armados, sanguinarios, veteranos en su oficio de “ladrones del mar”.
Entre las víctimas mortales se encuentra el gobernador de la isla Margarita, don Juan Sarmiento de Villandrando, quien ha afrontado el envite en primera línea, de frente al enemigo, blandiendo la espada para el abordaje y alentando a los demás, sin mostrar temor alguno. Su buena suerte, que le llevó a luchar valerosamente y sobrevivir al terrible asalto de Francis Drake en Santo Domingo (1586) y a derrotar o hacer huir a otros piratas con anterioridad, acaba en aquella aciaga jornada, el 13 de noviembre de 1593: “Una vala de artillería le acertó de lleno, cayó a la mar hecho pedazos, que no apareció”, escribirá Pedro de Acuña en su relato del enfrentamiento naval.
¡Armas, armas, armas! Eso es lo que se había hartado de solicitar el nieto de doña Aldonza Manrique a su majestad tras asumir la gobernación de la isla Margarita en 1583. Como Zelensky en la actualidad, para que se hagan una idea, pero con menor éxito si cabe que el presidente ucraniano. La isla está pobremente defendida, no cuenta con galeras que recorran su litoral, ha sido arrasada en varias ocasiones y, pese a tratar de construir una fortaleza, los cañones y arcabuces son escasos para frenar a los “ladrones del mar” que continuamente merodean la zona para saquear todo lo que pueden, principalmente las perlas que se sacan de sus aguas. Así ha sido desde siempre en isla Margarita: primero los ataques y asaltos franceses, y luego, sobre todo a partir de 1560, los ingleses. En el siglo XVII los holandeses también harán de las suyas.
Don Juan Sarmiento de Villandrando cayó como un héroe, dando su vida para defender la isla Margarita y poniendo un trágico final a casi 70 años de gobernación ininterrumpida de este enclave del Caribe por parte de una misma familia, los Villalobos-Manrique. Así había sido desde que en 1525 el emperador Carlos se la concediera al oidor Marcelo de Villalobos. Enseguida le sucedería su hija, Aldonza Manrique, hasta su muerte en 1575, luego un yerno de Aldonza, esposo de su única hija Marcela y, por fin, el bisnieto del juez, desde 1583 y hasta noviembre de 1593. Cuatro generaciones.
Dos años después de la trágica muerte del último gobernador de la saga, la Corona se acordó de su viuda, Joana Castellanos, y de su madre, que aún vivía, Marcela Manrique. A la primera le concedió merced de “mil ducados de renta en indios de essa provincia”. Para la segunda se dictaron dos cédulas, una de “200 ducados por una vez” y otra de mil pesos. Que cobraran algo ya es otra historia. Dudo de que así fuera en realidad, la madre porque era anciana y murió poco después, la viuda porque una cosa es la voluntad escrita en un papel y otra su cumplimiento en tiempos de guerra y dificultades.
Si la abuela, Aldonza Manrique, fue “de mucho más honor merecedora”, no le fue a la zaga su nieto, don Juan Sarmiento de Villandrando, quien con apenas 33 años murió de un cañonazo inglés y sus restos se perdieron para siempre en las aguas del Caribe cercanas a isla Margarita.
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