Un día cualquiera, el pequeño Daniel Sempere es conducido por su padre a través de las callejas de una Barcelona legendaria y mítica, hasta llegar a un lugar escondido, latente bajo la aparente normalidad de la urbe. Se trata del cementerio de los libros olvidados, el núcleo de la famosa y denostada novela de Carlos Ruiz Zafón. Pese a las acusaciones que recibió el autor, que si baja literatura y otras zarandajas —siempre quise meter este sustantivo en un texto—, lo cierto es que de esta obra ha vendido millones de ejemplares, ha sido traducida a más de cuarenta idiomas, y su éxito es difícilmente cuestionable. Quizá tenga que ver con la visión de ese niño que se adentra en el mundo lector, entre millones de libros de los que nadie hablará, como usted y yo, ambos lectores con solera, nos adentramos un día en un mundo similar. En ese cementerio hay novelistas perdidos, poetas malditos, dramaturgos muertos de hambre, párrafos nunca leídos, versos pisoteados. Es el sino de la literatura: escribir para no ser escuchado.
Un estudio que acaba de lanzarse en un congreso de libreros arroja unos datos escalofriantes: el 86% de los títulos que se publican venden menos de cincuenta ejemplares al año. Sólo el 0,1% llega a los tres mil ejemplares vendidos. La tendencia al frenetismo no ayuda. En la edición tradicional se publican novedades que sepultan las novedades del mes anterior. En autoedición aparecen libros como para llenar tres o cuatro «Amazones». El cementerio de los libros olvidados, como dejó dicho el gran Emilio Lara en acertada analogía, existe. No en vano es el destino de la literatura desde que el tiempo es tiempo: escribir para llorar, como Larra; escribir para que tu obra sea destruida; escribir para el olvido; escribir, como sugería el primer párrafo, para no ser escuchado. En definitiva, se ha producido una democratización en la cosa de la publicación que puede abocar al libro a la muerte por éxito.
Se escribe más de lo que se lee, se dispara directamente contra la línea de flotación de la lectura, ese hábito que un día fue reflexivo, y que hoy intenta sacar los brazos en un mar de opiniones, estrellas en Goodreads, ránking de Amazon, videorreseñas en YouTube o apariciones en el programa de Oprah. Pero, como digo, escribir en los tiempos que corren no es menos precario de lo que lo fue siempre, pues ya amenazaron con morirse de hambre Cervantes o Espronceda, Góngora o Rubén Darío. La literatura es un territorio de hambre y penuria, de supervivencia y manutención. Siempre nos quedará el consuelo de que, toda vez hayamos dejado atrás el territorio de los vivos, nuestra obra resurja como no lo hará nuestra carne, nuestras palabras de repente triunfen por sorpresa póstuma, como los versos de Bécquer, como la obra de Kafka, como las pinturas de Van Gogh. Y, si esto no ocurre, si nuestra tinta se derrama sin terceras personas a las que manchar con ella, siempre nos quedará ese espacio romántico, inexpugnable. Siempre nos quedará el cementerio de los libros olvidados.
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