Localizar a José Luis Garci hoy en día es una hazaña de película. Un hombre que vive sin teléfono móvil, ordenador ni internet se convierte, tal vez sin pretenderlo, en un blanco complicado. Tras intentar localizarlo en el teléfono fijo que me proporcionó Jesús Egido, director de la magnífica editorial Reino de Cordelia, decidí lanzarme a la aventura callejera. El lugar convenido era la Feria del Libro del Retiro de Madrid. Allí el cineasta estaría firmando libros aquella tarde, así que, bajo un sol de justicia, me aposté en un lugar discreto a la sombra de un árbol mirando el reloj. Me sentía como uno de los killers de Hemingway esperando al cansado boxeador Ole Anderson. Mientras, en el otro lado del paseo, los lectores y admiradores del cineasta formaban pacientes una fila interminable. Aún era temprano, así que saqué del bolso Telegramas cinéfilos, bellamente editado por Reino de Cordelia con prólogo de Jesús Calero. El libro recoge los textos que José Luis Garci fue publicando durante cincuenta semanas bajo ese epígrafe en el ABC Cultural: un almacén literario de la memoria donde se suceden anécdotas, detalles y amores de cine través de un viaje apasionante por la propia vida.
La voz telefónica de Garci, con un punto divertido, casi socarrón en el tono, iba completando mis preguntas, modificándolas al hilo de sus propios recuerdos, que fluían construyendo un guion para dos casi cinematográfico. Al otro lado yo asistía a mi propia escena como una muchacha que regresara a Cinema Paradiso.
La transcripción de aquella charla es casi literal; imposible renunciar a una sola de las palabras del director.
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—¿Cómo le gustaría que fuese su muerte si tuviera que rodarla?
—Antes de nada, por favor, tutéame. Yo también lo haré. Qué menos, ya que compartimos página en el Cultural de ABC. Pues mira, no lo sé. No quiero pensarlo. Supongo que algo que no sea doloroso. Los creyentes tienen mucha suerte, porque están convencidos de que se van a una vida mejor, pero yo no lo tengo muy claro: hay mucha gente que lo está pasando muy mal y no entiendo por qué no se terminan de ir a la otra vida, si la de aquí es horrible. Y no se va nadie ¿sabes? Todo el mundo espera aquí como sea. Realmente siempre he creído que después de la muerte no hay nada, pero como esto del Universo es un misterio, y dónde estamos y lo que sentimos, a mi edad me permito el lujo de pensar que igual sí que hay misericordia. Porque existe un misterio, eso es evidente. Yo siempre digo que hay una gota de misterio en la vida que nunca vamos a poder desentrañar. Recuerdo aquella conversación con Severo Ochoa. Estábamos tomándonos una copa en el bar del hotel Reconquista de Oviedo y no sé muy bien cómo surgió, pero recuerdo que me dijo: “Cállate; somos física y química”. Entonces yo le respondí: «Sí, y una gota de misterio casi tan pequeña como la gota de vermú seco que han echado en la coctelera y que ha logrado que la ginebra no sepa a ginebra, sino a Dry Martini». Él se quedó pensativo y al cabo, apurando su copa, soltó un “está bien visto”. Por cierto ¿has pensado tú cómo «saldrías de cuadro», como se dice en el cine?
—Pues yo quisiera salir de cuadro como Michael Corleone, sentada plácidamente en mi jardín.
—Bueno, plácidamente no; le da un infarto, se agita, imagino que trascurren unos minutos de dolor y luego cae desplomado.
—Pero son unos pocos minutos. ¿Qué menos para morir?
—Los clásicos decían “morir durmiendo”; te acuestas y hasta mañana, pero no hay mañana.
—Pero esa escena no se puede rodar en el cine, sería muy aburrida, casi como una película de Andy Warhol.
—Es verdad; es poco cinematográfico. Entonces, si de una muerte cinematográfica se trata, quiero morir atravesado por una flecha siux.
—Decía James Bond: «Una vez es coincidencia, dos es casualidad y tres es la acción del enemigo». ¿Qué significa para usted El crack (ha vuelto a esa escena del crimen tres veces)?
—Por favor, no me llames de usted… Pues era una ilusión de chaval; a mí me gustaban mucho las películas policíacas (antes, cuando yo era joven, no se decía «cine negro» ni film noir ni nada de eso, se decía “películas policíacas”). Luego, cuando empezamos a leer, descubrimos las portadas amarillas de la literatura francesa y también el cine americano, que empezó a cambiar haciendo películas más oscuras y héroes diferentes; más indefensos y a la vez más solitarios y desencantados. Todo era más negro en todos los aspectos, empezando por la iluminación. Claro, el cine negro viene del expresionismo alemán, donde la luz es tan distinta que ya no ilumina por completo las caras de las mujeres sino una parte nada más, otorgando un brillo especial a los ojos, a las bocas. Yo era un enamorado de ese cine y por eso quise hacerlo. Por eso hice El crack, que se llama así por el crujido, “crack”. Y bueno, Alfredo Landa y yo hablamos mucho y estábamos muy de acuerdo en todo, y Germán Areta, el protagonista, es un guiño al propio Alfredo, que es Areta de segundo apellido. Luego, casi de manera natural, vinieron las otras dos entregas. Y mira, que no salga de este Café Gijón nuestro lo que te voy a decir, pero pienso que yo estoy más cerca de El crack 0. Es de las tres la película que mejor me comunica; la más sencilla, rodada sin ningún esfuerzo, con una puesta en escena muy simple, muy suave. Pero bueno, eso es lo que yo creo.
—Estoy de acuerdo con usted.
—No me llames de usted… Esto tienes que contarlo en la entrevista: tu lucha por volver al usted y mi insistencia en que no vuelvas.
—Lo contaré. Es que estoy muy bien educada, y eso a veces es una ventaja y a veces un inconveniente.
—¿Y dónde te educaste?
—En un colegio de monjas, en Sevilla.
—¡No me digas! Yo tengo muchos amigos en Sevilla. Me gusta muchísimo esa ciudad; creo que es una de las ciudades más bonitas de España. Casi todas las bellezas españolas llevan “s”, ¿te has dado cuenta? Sevilla, Salamanca, San Sebastián. La “s” es estupenda, aunque pensándolo bien, también hay ciudades magníficas sin “s”, como Toledo (Risas). Bueno, en fin, lo que te quería decir es que tengo muy buenos recuerdos de Sevilla. Seguimos.
—Seguimos. ¿Qué precio estaría usted (estarías, estarías tú) dispuesto a pagar por «volver a empezar»?
—Ninguno. No, ninguno. Porque mira, tienes la vida y vas pasando por todos esos momentos y, sobre todo, tienes la infancia, que al final es el recuerdo más vivo de todos, y no sé por qué diablos, pero es el mejor fijado en el disco duro. Yo tengo los recuerdos de la infancia más cercanos que aquellos de hace siete u ocho años: el colegio, las chicas (yo fui a un colegio mixto, pero no con sección masculina y femenina, sino juntos, en la misma clase y el mismo banco; culo con culo)… Y luego, imagínate, estudié Filosofía y Letras, que entonces era una carrera de chicas, así que siempre he tenido la fortuna de estar rodeado de mujeres. También recuerdo con cariño mi época en el banco. Ahora, con lo que sé de la vida, volverme a lo de antes… no lo creo. Haciendo balance, pienso que he vivido una estupenda vida, estoy ya, digamos, en el quinto rollo, que es la última bobina, y llegar hasta aquí como he llegado yo es bueno. Hombre, te arrepientes de cosas, de algunos errores, de no haber sido tan generoso como pensabas, pero bueno, también he tenido aciertos y amores y amigos. Y luego están las películas; nunca he tenido ningún problema filmando, al contrario, para mí hacer una película era una fiesta. He tenido mucha suerte porque he podido hacer una peli cada dos o tres años, y eso es maravilloso. Esa sensación cuando sales de la cama y te metes en la ducha y piensas: «¡Qué alegría, me voy a rodar!». Yo nunca he entendido a otros compañeros míos que se cabrean y lo pasan fatal, nunca lo he entendido; para mí el cine era la parte feliz de la vida; las películas lo eran todo. Pero fíjate, a pesar de eso, y esto es una exclusiva que te doy, soy de los pocos directores de cine de España, y probablemente del mundo, que nunca ha puesto “un film de”. Ahora todo el mundo pone “una película de”, “un corto de”. Ayer, precisamente, lo hablaba con Arturo (Pérez-Reverte) en la cena: ¿pero cómo se puede poner “un film de”, si no haces la música, ni los decorados, la luz, o el vestuario? En realidad nunca lo he puesto porque probablemente he sido muy ambicioso: yo quería ser como John Ford y Hitchcock y Billy Wilder, que simplemente ponían “dirigida por” o “escrita y dirigida por”.
—Seguimos con tu cine. ¿Con que actriz del Cineccittà de los 50 estarías «solo en la madrugada»?
—Sin duda con Claudia Cardinale, que era de piel tostada, morena, con una boca preciosa y una mirada… A mí me impresionó en Rufufú, aquella película tan divertida de Monicelli. Y está maravillosa también en La ragazza con la valigia… ¿Recuerdas cuando baja por la escalera con los sones de Aida?
—Yo creo que la Cardinale nunca estuvo tan hermosa como en Un maledetto imbroglio, de Pietro Germi.
—Hombreeee. Te voy a cantar la canción: “Amore, amore, amore, amore mío…”.
—“…in braccio a te me scordo ogni dolore…”.
—¡Te la sabes!
—Es que esa canción es muy importante en mi vida.
—Un día tendrás que contarme esa historia, que a mí me parece que debe de ser muy romántica (Risas).
—Tus actrices y tu cine. ¿A qué actriz del Hollywood de los 60 llevarías a una «sesión continua»?
—Me gustaría llevarme a Kim Novak. Antes, cuando era pequeño, me gustaba Ann Blyth, pero si te digo la verdad, es difícil la elección. Últimamente me ha gustado mucho Naomi Watts en El velo pintado. O Scarlett Johansson. Te hablo de las modernas, claro. También me gusta mucho Noomi Rapace, la actriz sueca de Millennium. Pero bueno, a mí es que siempre me han gustado mucho las chicas (Risas).
—En tu cine has rendido homenaje a escritores españoles como Galdós, Lejárraga, Mihura o Pérez de Ayala, autores poco leídos ya entonces, o prácticamente olvidados. ¿Qué tiene su literatura de cinematográfico para ti?
—Bueno, de niño siempre había sentido una atracción enorme por esa literatura y sobre todo por Galdós. Era como un familiar cercano. Mi padre tenía una bibliotequita de esas acristaladas, pequeñas, y había allí unos cuantos libros de Galdós, uno de ellos con una foto del escritor, y yo la miraba y veía a un viejecito encantador con bigote. Era como si fuese un familiar cercano, el abuelo Benito. Le tenía mucho cariño. He leído casi todo, no ya los Episodios nacionales, sino Misericordia, que es una maravilla, Fortunata y Jacinta, fantástica; todo, todo Galdós me entusiasma. A mí me hubiese gustado hacer más cosas de don Benito porque sinceramente, si te das cuenta, es muy cinematográfico. Buñuel, por ejemplo, ha hecho mucho cine de Galdós: Tristana, Viridiana… Es que es un escritor que crea unos personajes inolvidables. En mi caso elegí El abuelo, entre otras cosas, por los personajes que poblaban esa historia, como el pobre maestro que enseña a las niñas, o la magnífica condesa Lucrecia Richmond. También me gustó mucho adaptar los episodios aquellos en Sangre de mayo. Y es que todo ese mundo es precioso, lleno de personajes y lleno de vida. Galdós fue un pintor excepcional de su tiempo. Pero bueno, todo eso se perderá, si es que no se está perdiendo ya; es la ley de la vida.
—No todo. Sus películas están ahí y seguirán estando mucho tiempo.
—Mira, siempre se lo digo a mis amigos: yo no he hecho una buena película en mi carrera, pero sé lo que es una buena película. Por no irme fuera, Plácido, de Berlanga, o Tristana, de Buñuel son buenas películas. Y eso ni yo ni mis compañeros lo hemos rozado en nuestro cine, porque es muy difícil. De lo único de lo que estoy verdaderamente orgulloso es de que he podido hacer cine siendo un tipo que no ha ido a la escuela de cine; en ese sentido he seguido el camino de los directores que yo más admiro, que primero fueron escritores o guionistas y luego pasaron a dirigir, como Wilder o Mankiewicz. Ellos y yo también venimos del campo de la máquina de escribir, de la Underwood, y tal vez por eso sentimos preferencia por los actores y los personajes. Nos detenemos más tiempo en cómo deben decir las frases; no somos directores visuales como lo eran Godard o Lelouch, pero yo me siento orgulloso de haber pasado de la escritura al rodaje… y al día de hoy, mi querida María José, no sé si soy un escritor que ha hecho películas o un director que escribe. Nunca lo voy a saber.
—Siguiendo con el mundo de los escritores, rodaste La herida luminosa, una obra de Josep Segarra, catalán que escribía en catalán traducido al castellano, para más inri, por José María Pemán, tildado por muchos de fascista. Por todo eso, tu película es hoy una especie de elemento contracultural políticamente incorrecto.
—También llamaban fascista a John Ford. Recuerdo cuando decían: “Me repugna ese viejo babeante y fascista”. Y yo les respondía: “Estáis equivocados. A Ford le gusta el ejército; le gusta que la caballería atraviese un río; le gustan esas imágenes con las que ha construido una obra inmensa y emocionante. ¿Pero qué tendrá que ver eso con lo otro?”. Yo, mira, hay una cosa de la que me siento muy orgulloso, y es que desde niño siempre he sido independiente. Ya lo decía mi madre: “Este chico es muy independiente”. Y en el colegio lo decía mi profesora, doña Angelines: “Este Garci es muy independiente” (ella fue la que me puso Garci, ¿sabes?). Yo he podido rodar La herida luminosa o Asignatura pendiente porque he tenido la suerte de poder hacer siempre lo que me apetecía sin importarme lo que pudieran decir o dejar de decir.
—También rodaste Canción de cuna, obra de María de la O Lejárraga, una escritora completamente desconocida hoy.
—Esa película la quiso hacer Orson Welles. Se ha hecho cinco veces, en Argentina y en Hollywood. Entonces, cuando yo hice mi película, me dijeron: “Bueno, con monjas”. No, no son monjas, son mujeres. Yo quise hacer una película sobre mujeres, escrita por esa gran mujer que fue Lejárraga, en honor a ella. Ese mundo de mujeres es fascinante, y el mundo descrito por esta autora de esas mujeres, de esas monjas, es casi heroico.
—No entiendo cómo no se ha hecho una película sobre la vida de María Lejárraga, una mujer impresionante, fundadora, junto a Juan Ramón Jiménez de la revista del modernismo poético Helios, que en 1926 participó en la fundación del Lyceum Club presidido por María de Maeztu, junto a Victoria Kent y Zenobia Camprubí, cuya biblioteca dirigió Lejárraga.
—Parece que me has leído el pensamiento. Esta mujer era una escritora colosal; un genio. Hubo un tiempo en que pensé hacer una biografía cinematográfica, una película sobre su vida: ella se casa con Gregorio Martínez Sierra, un hombre muy culto que hace La Barraca con Lorca y va a Hollywood y luego la deja por la actriz Catalina Bárcena, que es la que estrena, precisamente, Canción de cuna. Pero a pesar de eso él siempre vuelve a María, porque necesita de ella literaria y culturalmente y también anímicamente. Es preciosa esa historia. Espero que alguien la ruede algún día.
—Sin dejar a tus mujeres ni a tus escritores, llegamos a Mihura y Ninette.
—Ninette es una maravilla; una chica absolutamente independiente, libre y fantástica, fresca. Con Ninette puedes casarte sin leer la letra pequeña, o incluso renunciar a conocer París. Es de esas mujeres a las que les das, sin que te lo pidan, el mapa del tesoro. ¿Cómo no llevarla al cine?
—Pero no solo de escritores españoles vive Garci. Entre tus pasiones literarias están Somerset Maugham y Ray Bradbury, a quienes rindes homenaje en estos Telegramas cinéfilos, pero también en tu editorial, Hatari! Books.
—Somerset Maugham es el mejor “cuentista” de la historia de la literatura, por encima incluso de Chéjov. Hombre cultísimo, sus estudios de pintura son imprescindibles y sus libros de viajes, únicos. Es uno de los genios del siglo XX, pero ¡amigo! aquí ahora todo es Proust, Jame Joyce y cosas de esas. Por cierto, la idea de Hatari! Books fue de Torres Dulce. A él también se le ocurrió reeditar mi libro de Bradbury, que estaba descatalogado. Cuando me lo dijo me quedé un poco pensativo. ¿Qué sentido tenía volver a sacar un libro que escribí hace 50 años? Y fíjate tú, luego se ha vendido muy bien. Qué cosas. Mi vida ha estado llena de sorpresas agradables, porque ¿quién me iba a decir a mí que, con el tiempo, iba a conocer a mi admirado Bradbury en el edificio aquel donde trabajaba también Billy Wilder, en Rodeo Drive. ¿Cómo podía yo pensar que iba a llegar a ser amigo suyo, a cenar en su casa, compartir juntos cursos de cine en El Escorial… La vida es muy rara, por eso te decía antes que no, que no cambiaría nada.
—¿Qué novela de Ray Bradbury, ese “humanista del futuro”, como lo llamas en tu libro, habrías adaptado al cine?
—Yo querría haber hecho una película de tres relatos de Bradbury; uno de ellos es la narración del fin del mundo y cuenta el último día en la Tierra de una pareja que se lleva muy bien, que han convivido y que aquel día trata de hacer algo inhabitual; por eso él llega antes a cenar y lo pasan muy bien; charlan y se acuestan a dormir su última noche, y de repente ella dice: “Escucha, ¿no oyes? Está goteando el grifo”. Entonces él se levanta y cierra el grifo. El último gesto del último día de sus vidas. Es preciosa esa historia. Y bueno, sí, me hubiera gustado muchísimo, pero no se puede hacer todo.
—¿Crees que recibiste el Oscar demasiado pronto en tu carrera?
—No, yo creo que llegó bien. Me siento muy orgulloso de haber ganado el primer Oscar para el idioma español, para el cine español y para nuestro país. En realidad, he estado cuatro veces nominado al Oscar, que eso a la gente como que se le ha olvidado, con lo difícil que es. Creo que en toda la historia ha ocurrido diecisiete veces. Fíjate tú, en los últimos diez o quince años ha habido una sola nominación, y yo he tenido cuatro. No sé, pero bueno. Te haces a este panorama nuestro. Mira, a ver si te lo digo para que no resulte pedante: yo no he aprendido cine en la escuela de cine, sino viendo películas, sobre todo el cine clásico americano: Hitchcock, John Ford, Raoul Walsh, Howard Hawks, King Vidor, Billy Wilder. Entonces, al no haber ido a la escuela, libremente adopté ese tipo de estética, que era la de los maestros americanos, sin ser yo maestro, por supuesto, pero emulando su manera de rodar. Por eso creo que la Academia de Hollywood me ha nominado cuatro veces. De alguna manera, como decía Robert Wise, “Garci es uno de los nuestros”. Mis películas están contadas como ellos contaban las suyas. Para los americanos yo era una cosa rara precisamente porque era como un americano. Imagínate, es como si a un chico de Illinois le gustan mucho los toros y los estudia a fondo y aprende a torear y un día llega aquí en San Isidro y corta dos orejas. Pues asombra, claro, ¡cómo no! Espero haberlo dicho sin ninguna cosa presuntuosa.
—Sherlock Holmes no podía faltar como colofón de una filmografía tan literaria como la tuya.
—Es un poco recuperar el mito. No puedo evitarlo. Sherlock Holmes es un personaje que siempre me ha gustado, en la literatura y en el cine. Por eso quise rendir un homenaje propio haciendo un Holmes distinto, en Madrid, tras las huellas de un Jack el Destripador de los lavaderos del Manzanares, ese mundo barojiano que terminó desapareciendo para abrir paso a una ciudad de rascacielos, grandes avenidas y coches. Jack el Destripador encarna en mi película la modernidad, los nuevos tiempos. Esa era la idea. Le tengo mucha simpatía a esa película, porque está llena de pensamientos míos sobre el siglo XX; es como una película B de la Hammer. Pero bueno, vamos a ver cómo pasa el tiempo por ella.
—¿Próximos proyectos literarios?
—He hablado con Jesús Calero, porque me gustaría escribir de nuevo en ABC Cultural, como ya hice con los Telegramas que ahora publica Reino de Cordelia. Pero esta vez sería sobre deporte. Quiero escribir de boxeo, de fútbol, de carreras, dándole el tono ese que le daba Manolo Alcántara, a ver si me sale. Y la editorial Reino de Cordelia quiere editar algunas de las crónicas que yo escribí para ABC sobre los Mundiales y la Eurocopa. En eso estamos. Por cierto, a ver si nos conocemos. Como no tengo ni móvil ni internet, tendrás que enviarme esta entrevista impresa en un sobre a mi dirección postal.
—Así lo haré, pero en el remitente solo aparecerá: “Carta de una desconocida”.
—Entonces sabré enseguida que eres tú.
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