Quince escritores, reunidos por Sergio del Molino, cuentan Historias del Camino en este Año Jacobeo. Este nuevo libro gratuito de Zenda —el quinto en colaboración con Iberdrola—, que lleva por subtítulo Ficciones y verdades en torno al Camino de Santiago, incluye relatos de Rosa Belmonte, Ramón del Castillo, Luis Mateo Díez, Pedro Feijoo, Ander Izagirre, Manuel Jabois, José María Merino, Olga Merino, Susana Pedreira, Noemí Sabugal, Karina Sainz Borgo, Cristina Sánchez-Andrade, Ana Iris Simón, Andrés Trapiello e Isabel Vázquez.
El libro, que no estará a la venta en librerías, está editado y prologado por Sergio del Molino, coordinado por Leandro Pérez y Miguel Munárriz y la ilustración de la portada es de Ana Bustelo. La versión electrónica de Historias del Camino podrá descargarse de forma gratuita en Zenda desde hoy. A lo largo de los próximos días, además, en Zenda iremos publicando los diferentes relatos que pueblan el libro.
Hoy es el turno de Noemí Sabugal y de su relato, titulado «Eremitas en los tiempos del Metaverso».
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Eremitas en los tiempos del Metaverso
Dentro suena un timbre. El chico que ha traído la carretilla hasta aquí —un patio interior, cerrado— espera y revisa unos papeles. Al rato, una voz llega a través del torno. No entiendo lo que dice. El chico responde algo así como que tiene el pedido. Se agacha hacia la carretilla, coge la caja de madera con zanahorias, acelgas, naranjas, y la pone en el torno de madera. El torno gira y la caja desaparece. El torno vuelve a girar y aparece un billete pequeño, algunas monedas. El chico coge el dinero, se despide y sale del patio interior, cerrado.
El suelo de madera de castaño brilla. Sobre él me espera la persona a la que pertenece la voz que salía del torno. Es una voz de musgo que se crece en ecos. Una voz que dice: ya mi madre quería ser monja pero sus padres Eremitas en los tiempos del Metaverso Noemí Sabugal no la dejaron. Y en la que hay orgullo cuando afirma: yo lo conseguí, fui la primera que deshice el nido, la primera que salió de casa.
—Desde Fresnedo del Sil tuvimos que ir a Astorga para confirmarme porque yo estaba sin confirmar. Y para bajarme del pueblo aquí para conocer a las hermanas, tuvimos que ir en un burro grande que teníamos. Mis padres eran labradores, sembraban centeno. Éramos trece hermanos, catorce, porque una murió. La realización de mi vocación se la debo a mi madre. En el momento en que le dije que quería ser religiosa llevó una alegría muy grande, como que se esponjó.
Sor Rosario, esta mujer menuda, tenía quince años cuando entró en este convento de clausura de la Anunciada, en Villafranca del Bierzo, León. Lo que más le sorprendió fue la luz eléctrica. En su casa no había. Han pasado sesenta y seis años desde que aquella adolescente quedó fascinada por el filamento incandescente de una bombilla. Sor Rosario es ahora la abadesa.
—En el convento somos cinco hermanas. La mayor es hermana carnal mía, Rosalía. Tiene noventa años. La más joven, sor Carmen, setenta y algo.
En estos tiempos del Metaverso y de la realidad aumentada, un convento de clausura parece algo salido de entre los fósiles de la tierra. Algo que no ha cambiado nada. Pero no es del todo cierto. Sor Rosario tiene móvil, aunque apenas lo usa y siempre se le olvida las pocas veces que sale. Y hay televisión, radio, ordenador con conexión a Internet y un correo electrónico del que se encarga sor Carmen. Redes sociales, no. Aunque apartadas, están conectadas a las cosas del mundo. Por eso hemos hablado de la guerra en Ucrania y de las últimas noticias sobre los contagios de coronavirus. Apenas, pero también notaron el confinamiento por la pandemia, esos meses silenciosos en los que nadie acudía al torno, sólo el panadero.
—Es muy distinto hoy de antes —dice sor Rosario—. Por la reducción de personal hemos tenido que eliminar muchas cosas. Como las penitencias, que nos hacían tan felices, y que fue de lo que más me impresionó cuando llegué. Quizá hoy no se entienda pero entonces se daba la disciplina, que seguro que ya nadie sabe lo que es. Algunas disciplinas eran de hierro, pero esa había que tener permiso para usarla, el resto eran unos cordones que al final tenían algo más duro. Y no sabes la impresión que era ver a treinta y tantas monjas, repartidas en dos filas, en un coro como el nuestro de grande, dando la disciplina, todas a un tiempo.
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Tiene los pies descalzos. Con cada uno de ellos aplasta a una serpiente. Una se revuelve e intenta morderle. Hay otra serpiente y un escorpión y un sapo y un dragón pequeño con tres cabezas. Son los pecados y las tentaciones entre las que camina Dídimo el Ciego. A pesar de su condición, no sólo sabe adónde va sino que lee las Sagradas Escrituras en el libro que tiene en la mano izquierda. Dídimo y los pequeños monstruos están en un bosque con robles, un arroyo, cuatro cabañas de madera y un claro al fondo, desbordado en luz dura.
En todos los cuadros, los eremitas están en primer plano. Al fondo, el mundo. Castillos, puentes, molinos, pueblos, iglesias, rebaños. La distancia entre ambos muestra su alejamiento. Calupano reza en su cueva-refugio y Marcio golpea una roca para crear la suya, en la que dormirá en una cama de piedra. Juan el Ermitaño ni siquiera tiene eso: no se acuesta jamás. Para purificar una juventud alocada, Bavón vive en el hueco de un árbol y se alimenta de agua y bellotas. Eulogio, Disibodo y Evagrio el Póntico leen bajo otros árboles o en una pobre choza vegetal. Lifardo, rezando, acaba de partir en dos la gran serpiente que subía por su bastón.
Desde Roma, estos ermitaños recorrieron un camino de agua para llegar hasta el monasterio de la Anunciada. El Archivo Capitolino romano guarda el contrato firmado en 1601 entre Pedro de Toledo, quinto marqués de Villafranca, y los pintores flamencos Wenzel Cobergher, Paul Bril, Willem I van Nieulandt y Jacob Frankaert I.
Cuando estos pintores remataron las sombras de los bosques en los que se refugian los ermitaños, los subieron en un barco en Nápoles y los bajaron en el puerto de Cartagena. Desde el Mediterráneo hasta este noroeste de nieblas, completaron su viaje en carros. Joan Bosch Ballbona, profesor de Historia del Arte en la Universidad de Girona y experto en los ermitaños de la Anunciada, ha certificado esta ruta en documentos del Archivo Ducal de Medina Sidonia, en Cádiz.
El marqués encargó noventa cuadros pero la mayoría se han perdido. Por los conventos de clausura también pasa la historia: las guerras napoleónicas primero, la desamortización después. Sólo quedan treinta ermitaños. Algunos, en el interior del monasterio, no se pueden ver. La mayoría cuelgan en su iglesia, oscurecidos por el tiempo y el olvido.
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—Los franceses utilizaron el panteón antiguo como caballeriza. Y los documentos del archivo, para los caballos. De legajos que hemos podido recuperar he quitado yo excrementos. Algunas monjas intentaron escapar por la huerta y en la tapia las mataron, otras se fueron como pudieron a casa de sus familiares. Las supervivientes volvieron después de siete años y se encontraron con un destacamento de soldados. Los habían dejado aquí abandonados, medio muertos de hambre.
Sor Carmen es la monja encargada de los archivos. Cuando habla de estas cosas me parece que su velo se agita y está a punto de echar a volar hasta la cúpula de la iglesia. Es el viento que provocan las alas del Ángel de la Historia, que vuelve su rostro hacia el pasado y es empujado de espaldas hacia el futuro, como lo describió Walter Benjamin.
Y lo siguiente, que es anterior en el tiempo porque se trata de la fundación de este monasterio, lo contará con tanto entusiasmo como si fuera la vida de una amiga, como si hubiera estado allí.
—Porque, claro, su padre le tenía preparado el marido, quería casarla con el duque de Braganza. Era la niña de sus ojos. Pero, ay, ella quería ser monja, y su padre le dice que no, que son ideas que su tía, que estaba con las dominicas, le mete en la cabeza. Y la lleva al castillo de Corullón. La aísla de su tía y pone a sus hermanos, que tenían trece y quince años, a custodiarla. Pero ella se descuelga por una ventana con la ayuda de las criadas, que ya es valor, porque se lastimó en una cadera, y cojeando se fue con su tía, y ya empezaron los monjíos.
Para esa novicia, María, después María de la Trinidad, hija del marqués Pedro de Toledo, se construyó este convento. En su claustro, se dice que plantado por ella misma, lo que significaría que tiene cuatrocientos años, hay un altísimo ciprés catalogado entre los Árboles Monumentales de España. Antes del monasterio, en este lugar había un hospital de peregrinos del Camino de Santiago.
—Cuando el marqués decide construir el convento para su hija, se le exige que no deje de prestar ese servicio de asistencia a los peregrinos y entonces el hospital se traslada. Y hasta que se termina de construir el convento, las monjas usan las dependencias del antiguo hospital —me cuenta Cristina Dapia, técnica de Turismo.
Villafranca del Bierzo es una parada importante en el Camino de Santiago. No sólo porque está en la última etapa antes de entrar en Galicia, sino porque es el único lugar, además de Santiago de Compostela, en el que los peregrinos pueden conseguir el Jubileo. Algo que sólo ocurre si están demasiado enfermos para afrontar el siguiente tramo, con la subida rompepiernas a O Cebreiro. Por eso en la iglesia de Santiago, en un alto de esta villa achuchada entre un paisaje de vides retorcidas y ahora desvestidas por el invierno, hay una Puerta del Perdón que, como la de la catedral gallega, sólo se abre en los años jacobeos.
De la misma tierra roja en la que la vid cumple año a año su ciclo —poda, lloro de la savia, primeras hojas, floración, envero y vendimia— salen las lápidas del cementerio que hay junto a la iglesia de Santiago. Antes de irme entraré en él y me detendré ante la tumba de Antonio Pereira. En sus Cuentos de la Cábila mostró la Villafranca de su niñez y en uno de ellos sostuvo, precisamente, que los muertos nos educan a los vivos.
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En los pueblos de la comarca se creen que todos los de Villafranca somos marqueses, decía Pereira. Y lo decía con una retranca que crece aquí como en Galicia, igual que las berzas altas con las que se hace el caldo con patatas y unto que los gallegos llaman gallego y los bercianos, berciano. El propio Pereira aprovecha la confusión, o la duda, para ennoblecer un poco a su familia y cortejar a una chica de Cacabelos, el pueblo de al lado. Aunque el suyo no era el caso —su padre tenía una ferretería, un negocio que él continuó— cuando paso por la Calle del Agua tengo que creer que algo de verdad hay en eso.
Crecen en esta calle de piedras viejas las casonas señoriales con escudos y entradas de grandes arcos. El abandono de la mayoría atestigua que las glorias de esta villa son glorias antiguas. En una de las más destartaladas, con ventanas huérfanas de cristales y de las que se escapan, en jirones, los fantasmas de las cortinas, nació el escritor Enrique Gil y Carrasco.
Protegido de Espronceda y colaborador en los principales periódicos de su época, el joven Gil terminó sus días en el frío de Berlín. Allí se hizo amigo de Alexander von Humboldt y fue enterrado en el cementerio de Santa Eduvigis. A finales de los años ochenta, sus huesos fueron sacados de la tierra, volvieron a casa y ahora están en la iglesia de San Francisco.
El quinto marqués de Villafranca y su hija María duermen su propio sueño en la cripta del convento de la Anunciada. Su túmulo funerario está saturado de mármoles italianos.
—Cuando vinieron los franceses, los huesos de San Lorenzo de Brindis no les interesaban, así que por lo menos nos han quedado las reliquias —dice sor Carmen, con su velo tremolando históricamente—. Pero el cuerpo del marqués estaba en una caja de cinc, cubierto por terciopelo, y la abrieron pensando que tenía tesoros. Al final robaron los botones y los entorchados de oro del traje que llevaba.
La luz en la iglesia no ha cambiado pero sé que se acerca la hora de comer. Las monjas se levantan pronto, seis, seis y media, y aquí todo tiene un ritmo casi secreto. Como además de ser la abadesa, sor Rosario se ocupa de la cocina, antes de despedirme le pregunto qué va a preparar hoy. Algo de pollo, verduras, dice. Al salir, oigo cómo sor Carmen gira la llave en la cerradura. En su mano afilada vi antes esa llave: grande y pesada como un cielo cargado de nubes. El convento se cierra de nuevo sobre sí mismo y en el claustro, abrigados por el ciprés centenario, los pájaros han empezado su siesta.
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Las fotos que acompañan el relato son de Pablo J. Casal.
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VV.AA. Título: Historias del Camino. Editorial: Zenda. Descarga: Fnac y Kobo (gratis).
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