Ando estos días arrimado a la figura de Federico García Lorca, toda vez que ando arrimado a la promoción de la novela que con él como protagonista he escrito. No dejo de comprobar hasta qué punto vivió como una tragedia su propia homosexualidad; una agonía que trasladó a su obra, claro. No en vano vemos en ella amores que nunca podrán realizarse; amores que, pese a realizarse acaban en tragedia; personajes obsesionados con no tener descendencia, por no ajustarse al canon de la naturaleza; personajes recluidos en casas familiares, cárceles donde no está permitido querer; y así con todo tipo de impedimentos y esclavitudes que afectan al mundo de la pasión, a la triste realidad del amor que no se puede alcanzar. Es lógico que Federico sintiese sobre sí todo el peso de esa represión: él mismo no podía expresar con libertad ese fuego que ardía en su interior. Dentro del Grupo del Veintisiete, algunos miembros se declararon abiertamente homófobos. No hace falta irse tan lejos: su propia familia negó durante décadas la evidencia de su homosexualidad. Qué decir del contexto general, que penalizaba esta orientación sexual por defecto. Lorca nunca supo lidiar interiormente con esta pena.
Tiendo a pensar que las generaciones que me rodean más próximamente ya han superado este estigma que se cierne sobre una manera de sentir que, durante siglos, fue tomada como una desviación. Los jóvenes y no tan jóvenes ya han abandonado esa senda y aceptan con toda la naturalidad del mundo lo que es natural de por sí. Sin embargo, algo en mí se agita cuando comprueba que en la nueva película de Pixar, llamada Lightyear, una suerte de spin-off de la mítica Toy Story, se ha incluido este aviso: «La película incluye contenido homosexual». Así, como el que avisa de algo perjudicial. Cuidado con sus hijos, que en sus pantallas van a ver drogas, van a ver guerras, van a ver muerte y van a ver a homosexuales amando. Para colmo, la política no ayuda. Mientras en las salas se estrena Lightyear, en Madrid se presenta el Orgullo, y los partidos salen a golpes, como cada año, a cuenta de la celebración. Lo malo es que no se pelean por razones que tengan que ver con la inclusión, sino que lo hacen en torno a un motivo vulgar y espurio: ven en la bandera arcoíris un caladero de votos, a uno y otro lado del espectro político.
Vuelvo a pensar en Federico García Lorca, quien inventó un término para referirse a la homosexualidad escondida: epentismo. Solía utilizarlo con otro epéntico ilustre: Vicente Aleixandre. Todo para esconder su realidad, para disfrazarla a ojos de una sociedad hipócrita e insolidaria. Porque el amor no osaba decir su nombre, que diría Oscar Wilde. No volvamos a eso: toda conquista de derechos que se da por hecha es una conquista en peligro. Así que permitan que cierre con un mensaje para esos censores que se esconden en el cine, para esos políticos que apoyan su mensaje en el panfleteo electoral: saquen sus sucias manos de esta libertad que tanto costó construir. Saquen sus zarpas de avisos y advertencias culturales. Saquen sus miserias de celebraciones populares, de alegrías espontáneas. Háganlo por ellos. Por tantos.
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