Ser curioso siempre ha estado a nuestro alcance. Antes recurríamos a las enciclopedias compradas al agente del Círculo de Lectores. Ahora es todavía más sencillo con la omnipresente barra del buscador instalada en nuestros portátiles, smartphones y hasta en el salón de nuestra casa —colonizado por Google Home—. Teresa Viejo se ha doctorado en «Curiosidad». Su inagotable afán por descubrir, por aprender, por saber, la ha llevado de los camerinos de Whitney Houston —cuando presentaba el programa musical Rockopop— a la dirección de uno de los semanarios más míticos de la transición y nuestra democracia, Interviú. Teresa Viejo no se conformó con seguir la pista de los grandes músicos de principios de los 90 por todo el mundo, ni con destapar oscuras tramas delictivas. Ella era (es y será) curiosa, y quería saber más, conocerlo todo, agitar su creatividad y exprimir la vida hasta dejarla seca. En la psicología positiva la curiosidad es la primera de las veinticuatro fortalezas humanas, un término que Teresa Viejo repetirá en varias ocasiones durante la entrevista. La periodista y escritora busca despertar esa curiosidad en nosotros con sus charlas; sacar a la luz esa fortaleza con su última obra, La niña que todo lo quería saber (Harper Collins, 2022)
Hablamos con Teresa Viejo de neurocuriosidad, Tutankamón, Rockopop, políticos sin curiosidad y Fake Vacation.
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—¿Cómo es posible no ser curioso?
—Hay gente que dice que no lo es. Es verdad que cuando me escuchan hablar un rato y explico qué es realmente la curiosidad, me dicen: «Vaya, pues eso lo tengo yo. ¿Eso se llama curiosidad?» (risas). Lo que ha pasado con el lenguaje es que hemos sustituido curiosidad por fisgoneo, y nos hemos quedado tan a gusto. Quizá los medios de comunicación tenemos cierta parte de culpa. Porque hemos pervertido la fortaleza, la grandísima fortaleza humana, y la hemos llenado de adjetivos y de actitudes que no tienen nada que ver con la curiosidad.
—¿Hemos penalizado y estigmatizado la curiosidad de las mujeres?
—A lo largo de la historia… Iba a decir de la historia más reciente, pero la verdad es que se puede remontar también a los siglos XIX y XX, cuando se adjudicaba a la curiosidad —precisamente porque era bastante difícil de medir o de definir, era un tanto ambigua, difusa, e incluso impredecible— un comportamiento femenino. Y hay algunos pensadores que la asimilan a un comportamiento hormonal. ¿Te acuerdas de lo que sucedía con la histeria femenina? Pues más o menos así. Es algo que me encontré cuando estaba investigando, y me revolví mucho, me revolví un montón.
—Durante la pandemia hubo una frase de Ana Guillermoprieto que se le quedó grabada: «Sí, tengo miedo, pero puede más mi curiosidad».
—No paré hasta hablar con ella y contrastar. Tuvimos una conversación muy larga respecto a la curiosidad y cómo había sido el catalizador de muchas cosas en su vida, y también en la mía. En ámbitos muy distintos. En su caso, tratando de desentrañar realidades que están ahí, pero que no son accesibles para cualquiera. Y en el mío, probándome continuamente. Y me gustó mucho encontrar ese denominador común en una mujer. Pese a las diferencias evidentes, empezando por la geografía: nos separa la geografía del Atlántico y de distintos países. Pero me encantó compartir tanto con ella. Cuando leí aquel titular mi intuición me dijo: a por ella, tienes que conocerla. Y tenía razón.
—¿La curiosidad puede llegar a convertirse en una droga?
—Si no la utilizamos bien puede serlo. A mí me gusta definirla como un superpoder, en el sentido de que es una fuerza muy imparable. Si no se domestica, si no le das una finalidad, corremos el riesgo de que sea excesivamente difusa, dispersiva y, por tanto, nos alegre tanto, nos embauque tanto como divertimento, que se pueda convertir en algo adictivo. Sucede también con otras pulsiones humanas, que si no sabemos qué sentido tienen nos dejamos llevar por nuestro sistema de recompensa. El cerebro es muy capcioso. También es verdad que una de las cosas que he aprendido durante toda la investigación, y sigo aprendiendo, es la necesidad de conocer cómo funciona nuestro andamiaje emocional. Y, por supuesto, nuestro cerebro.
—Cuando entrevisté a Hishan Matar él me dijo que lo más importante son las preguntas, no las respuestas. ¿Estamos cambiado las interrogantes por las sentencias infalibles, por los discursos dogmáticos?
—Sí. Se nos han colado los sesgos cognitivos, como el de confirmación, que asevera todo y dota de una… no sé… una validez fuera de todo contraste a las cosas que dicen determinadas personas, como si fueran verdades universales. Y me parece que una actitud muy rica, y yo casi diría que saludable, en la vida es cuestionar todo, pero de forma natural, no para colocar tu aseveración en lugar de la del otro, sino simplemente para incluso tener esa actitud proactiva de «cuéntame cómo has averiguado eso», «qué interesante», «¿cómo has llegado a esa conclusión?». Por supuesto, las preguntas son las llaves de todas las puertas, el resquicio por el cual nos introducimos en las mentes de los demás. Cuando somos conscientes de lo que logramos con las preguntas cambia nuestra comunicación.
—La curiosidad, ¿puede ser un arma contra la polarización?
—Sin duda. Es el arma. Es lo que permite construir criterios sólidos. Es lo que nos libera precisamente. Nos hace flexibles, nos hace empatizar con el otro en el sentido real, no aquello de «sí, me pongo en tus zapatos», «eso mismo me pasó a mí también». ¡¿Perdón?! Si hubiera más curiosidad en nuestros políticos nuestras relaciones cambiarían.
—¿No son curiosos nuestros políticos?
—Poco, bastante poco. Alguien que tiene un marcado sesgo de confirmación, entre otros sesgos, no tiene un comportamiento curioso alto. Alguien con un comportamiento curioso le pregunta al otro: «Oye, explícame por qué dices eso, por favor»; en lugar de rebatir en cuanto respira el otro para imponer tu aseveración. Cuando alguien dice algo contrario a lo que tú crees, piensas, entiendes, intuyes, presumes, la primera reacción de un alto comportamiento curioso es: «¡Guau, y cómo has llegado a eso, ¿me lo puedes explicar?».
—Curiosidad y redes sociales, ¿son una buena combinación?
—Son una perversa combinación (reímos) porque nos asoma a una cultura tan banal y tan ficticia… Confieso que he descubierto una cosa este fin de semana que no sabía que existía —y que a lo mejor funciona desde hace mucho— que se llama «fake vacation». La gente manda la foto para crearse unas vacaciones ilusorias, envían sus fotos y les colocan en las Maldivas… (más risas) Me parece que hemos perdido el juicio. Por una parte, las redes sociales nos permiten un escrutinio del otro absolutamente innecesario, vago, etcétera; y por otro lado digamos que manejan muy bien los códigos más primarios. La brecha de la curiosidad la manejan muy bien: te doy una píldora de información, entonces te atraigo y luego te llevo a otro lugar. Cuando eso no se pone a disposición de un fin que construya… Yo tengo cierta pelea con las redes sociales, lo reconozco. De hecho, no soy nada hábil con ellas, y mi red fundamental es la que no suele tener la gente, Linkedin. Allí hay otro lenguaje. Las redes sociales promueven la cultura de la rapidez en la respuesta. Esa inmediatez está peleada con el propio proceso que tiene la curiosidad, porque esta nos lleva a la validación y a un pensamiento reflexivo: tengo una hipótesis, la analizo, luego se necesita reposo… Las redes sociales han ido por el camino más corto, menos Linkedin, que sí que favorece esa reflexión.
—Igual que hay neurociencia, ¿hay neurocuriosidad?
—Sí, yo la descubrí. La promueve un científico muy interesante llamado Matthias Gruber, a quien admiro, sigo y espero conocer personalmente algún día. Él se ha especializado en el estudio de la curiosidad en el cerebro. Él aborda la curiosidad ligada al aprendizaje. Hay otro grupo de investigadores en Bélgica que desarrollaron también una investigación muy interesante respecto a la curiosidad y el miedo. Gruber siempre está pidiendo voluntarios para sus estudios y becarios para sus proyectos.
—En sus conferencias aplica la curiosidad a varios campos: social, a la empresa, personal… ¿Cuál le resulta más interesante?
—Me gusta encender la llama. La curiosidad enciende la llama. Respecto al crecimiento personal, estoy convencida de que cuando las personas se hacen preguntas fundamentales y se deciden a abordar el camino del autoconocimiento —a pesar de que no es fácil, porque se encuentran con cosas que no siempre agradan— a la larga terminan siendo mejores seres humanos, más comprometidos con su entorno, con mejores relaciones y, por tanto, eso crea una sociedad más rica. Me gusta mucho eso. Alguien puede decir: «¿Dónde vas tú?, ¡qué ambiciosa!». Bueno. Yo dejo una huella. Di una conferencia la pasada semana, y un hombre —un varón cerca de los sesenta años— me dijo que después de escucharme había desatascado una negociación que tenía con unos socios japoneses. Él la estaba enfrentando desde el miedo y se dio cuenta de que si lo hacía desde la curiosidad, confiando en ellos, podía conseguirlo. Me gusta mucho eso. También soy consciente de que cuando se actúa dentro de las organizaciones es mucho más rápido que se produzca el contagio curioso. Cuando explicas a las personas que lo que cuentas tiene una traducción en su desarrollo profesional, porque están activando la competencia más demandada, hay una proactividad por su parte. Después el efecto es multiplicador, porque llegan a casa y lo comparten con sus hijos y su pareja, que también ha oído hablar de la curiosidad en el colegio y en su trabajo. Por eso, mi propósito es llevarlo a la empresa, porque va a enlazar con algo real. Nos hemos dado cuenta de que quienes van a promover el cambio no son los políticos. Los ciudadanos nos hemos decepcionado tanto que miramos a las empresas y les decimos: «Nos tenéis que salvar de esto, porque como tengamos que confiar en los políticos lo tenemos crudo». Por este motivo creo que hay que tener un cuidado especial en las organizaciones, en sus trabajadores y en sus líderes.
—En un momento del libro hace una analogía muy interesante entre los bebés que empiezan a descubrir el mundo y el arqueólogo Howard Carter entrando en la tumba de Tutankamón y diciendo aquello de: «Veo cosas maravillosas».
—Me apasiona aquel periodo de la historia. Fue una gran revolución. Me apasiona Howard Carter —que fue un tipo bastante extraño— y aquellos tiempos de investigación. Veo en él al niño que era y me doy cuenta de que esa es una actitud que podemos tener todos. Los científicos gritan el «¡Eureka!». Y siguen haciéndolo, aunque ya no trabajan en los laboratorios con microscopio. Pero cuando descubren algo lo gritan y sienten esa sensación de «soy un niño averiguando esto, estoy vivo». Es algo que tenemos dentro de nosotros y de nosotras. Es una energía tan bonita, tan creativa, que cuida tanto de nosotros… Quiero que todos sintamos esto. Para mí la curiosidad es sinónimo de estar vivo, plenamente vivo.
—A nuestros mayores, que ya lo han vivido casi todo, les programamos vacaciones, como las del IMSERSO, con pocas sorpresas. Quizás deberíamos potenciar con ellos un turismo más experiencial, para que no dejen que se apague su imaginación en esa última etapa.
—Y sería muy saludable porque cuidaríamos de su salud cognitiva; es decir, de su cerebro. Y eso les permitiría tener una vida más plena y más rica en sus últimos años. Tendemos a tratar a nuestros mayores como si fueran bebés, y no lo son. De hecho, nos pasamos la vida diciéndoles qué tienen que hacer, cuando lo único que quieren es ser escuchados. Por eso la curiosidad es tan útil en cualquier momento de nuestra vida.
—La pandemia ha servido para visibilizar un poco más la salud mental. ¿Cuánto trabajo tenemos por delante en este terreno?
—Una barbaridad, una barbaridad. A mí me apena mucho lo que percibo, lo que siento, lo que me llega, porque hay una profunda zozobra. Hay mucha negrura. La gente no sabe cómo debe caminar y cómo avanzar. En algunos casos hay una patología muy clara, en otros no ha llegado a aparecer: hay una profunda tristeza, miedos o una ansiedad que no necesita medicación, pero sí un poco de escucha y de acompañamiento. Tengo muy buena relación con Javier García Campayo, que es uno de los grandes psiquiatras de este país, el introductor del mindfulness en España a través de la cátedra de la Universidad de Zaragoza. Y hablando con él y con su mujer, que también es psiquiatra, ella me contaba cómo había dado de alta a cuatro personas, que venían derivadas y medicadas. Cuando le contaron qué les pasaba, ella le dijo a cada uno: «Mire, le voy a dar de alta. Lo que a usted le pasa es la vida». La vida es enamorarnos y desenamorarnos, sufrir un desengaño, separarnos, tener trabajo y perderlo… Hablando también con otra amiga mía —doctora—, yo le contaba sobre un problema que tenía alguien, y ella me respondió: «Eso no es un problema. ¿Qué otro problema tiene? Un problema es tener una enfermedad y que te den una esperanza de tres meses de vida». Y tiene toda la razón. En el cajón de sastre de la salud mental entra de todo. Y con esto, Dios me libre, nada más lejos que minimizar los problemas de muchas personas que sí que los tienen, sí, pero tenemos que tener cuidado con —entrecomillo, porque ahora no sé si la palabra existe— «patologizar» la propia vida. Ya sabemos que la vida es feliz y a la vez no lo es; que es triste y es alegre; y que de la misma manera que hay un estrés que es nocivo —que segrega cortisol— y nos hace estar mal hay otro que nos proporciona adrenalina para salir adelante. Hay que explicar muy bien a las personas cómo funcionamos, cómo trabaja nuestro cerebro, qué son las emociones, discernir qué es una emoción, qué es un sentimiento, qué es una fortaleza humana, qué son los valores… porque hay muchas personas —y esto no depende de tener o no formación universitaria— que no tienen inteligencia emocional. Y todo esto debería ser de enseñanza obligatoria.
—Ahora que hay tanto revivals de la música de los 80 y de las series de los 90, ¿siente nostalgia de sus tiempos en Rockopop?
—Nada. Jamás he tenido nostalgia de nada. Quizá sea por mi alto comportamiento curioso. Durante mi trayectoria en la vida siempre he pensado: «Voy a probar algo nuevo, a ver cómo me siento». Por eso no hay lugar para la nostalgia. Lo viví, fue estupendo y a otra cosa. Lo nuevo me divierte. Lo veo como un reto, me viene de fábrica y lo agradezco enormemente.
—Rosa Montero comentó en Zenda que su último libro era el libro de su vida porque por fin se había conseguido entender a sí misma.
—Las dos lo hemos hablado muchas veces: lo importante que es ese proceso de autoconocimiento. Que no se termina. Para mí escribir el libro este año ha sido difícil porque mi padre se ha muerto hace tres años. En ese proceso de la pérdida ves cómo va disminuyendo, cómo se agosta ese padre, que se va quedando hasta chiquitito, físicamente se comprime… Y durante todo ese proceso también te sigues conociendo. Cuando empiezas ese autoconocimiento y lo haces a una edad más madura —yo voy camino de los 60 en un par de años— ya no hay un conocimiento desde el ego sino desde la esencia. Y eso es muy rico. Es muy liberador. Ya solo me falta liberarme de los tacones (risas).
—Años más tarde dirigió Interviú. ¿Cómo fue esa etapa de su carrera?
—Fue apasionante. Ahora, en mi vida solo tenía Interviú. Yo recuerdo que yo no tenía ocio; era una brutalidad. Me pasaba los fines de semana leyéndome las revistas europeas. Además, durante todo el tiempo que fui directora lo combiné con un programa en la televisión autonómica; era brutal. Yo llegaba todos los días al trabajo, miraba a la secretaría y ella me decía: ha llamado tal ministro, el secretario de Estado, un presidente de una comunidad autónoma… Y eso, ¿cómo lo encajas? Bueno, pues con enorme sorpresa, sabiendo que eso forma parte de un tiempo que entendí caduco desde el minuto uno. Fíjate si era caduco que yo nunca me puse en la en la puerta «Directora». En la puerta estaba escrito «Director», y me comentaron para cambiar la chapa y les dije que no. De alguna manera siempre pensé: «Yo estoy aquí no solo por ser mujer, estoy aquí por como soy yo, y por lo tanto, probablemente vuelva otro hombre al despacho».
—¿Y la época de Antena 3 dirigiendo informativos especiales como “Operación Malaya”, “Las familias de la prostitución en Bangkok” o “ETA se desarma”?
—Allí había un trabajo en equipo y lo viví cómo si fuera realizar Interviú en la tele. Era como un paso más. No sentí que hubo un cambio de contenido ni de lenguaje. Y yo creo que por eso también decidí dejar Interviú y apostar por la televisión, porque me había rodado en la investigación, ya sabía utilizar ese lenguaje —es verdad que detrás de ese proceso estaba tu equipo— y entonces me tocaba venderlo en la televisión.
—Como buen curioso, debo preguntarle por sus próximos proyectos.
—Ahora mismo tengo a dos mujeres —que existieron— dentro de mí, peleando porque cuente su historia en una novela. Son dos historias con dos miradas muy interesantes. Tengo ganas de ponerme a jugar, porque para mí escribir ficción es jugar. Voy a ver si este verano recopilo más información y más documentación, porque no va a ser fácil conseguirla. Y también tengo la «misión» de seguir trasladando el mensaje de la curiosidad a muchos colectivos, a la Universidad, a las empresas… He impulsado el Instituto de la Curiosidad, que pretende ser una institución —que será fundación en un futuro— que aúne investigaciones, estudios, y que de alguna manera lidere la cultura de la curiosidad en este país. Es algo muy ambicioso; un proyecto casi de emprendimiento social. Me desborda un poco, porque hay todo un entramado legal, pero creo que es una de las cosas que tengo que hacer en mi vida.
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