Una historia de España a través de sus leyendas callejeras. Iñaki Domínguez nos ofrece una mirada canalla al macarrismo patrio desde los años sesenta a los dos mil, profundizando en sus diversas modalidades peninsulares, desde los famosos quinquis de Barcelona que fueron inmortalizados en el cine hasta los macarras bilbaínos, pasando por la Ruta del Bakalao del Levante, las Tres Mil Viviendas de Sevilla o los raperos del sur de Madrid.
Iñaki Domínguez es licenciado en Filosofía y doctor en Antropología cultural. Al margen de su carrera académica, su historia personal se entrecruza a todo paso con la vida callejera y el mundo de las subculturas. En sus obras analiza fenómenos de la cultura popular desde una perspectiva científico social.
Zenda ofrece un adelanto de Macarras ibéricos, de Iñaki Domínguez.
En los setenta Macarra bailongo empezó a ir a la discoteca. Era muy discotequero, le gustaba bailar: «Las discotecas más antiguas de Valencia eran Barraca —que [abrió en 1965] y cerró prácticamente hace cuatro días—, que era una antigua barraca valenciana que estaba en un pueblecito de las afueras de Valencia, les Palmeretes. La barraca con el éxito —te hablo del año 65— se fue ampliando. Se quedó la barraca original, pero se añadieron cuatro pistas más. Aunque al principio ponían flamenquito y era una especie de tablao, luego ya empezaron a haber sesiones de jazz, funky, pop-rock, punk, en fin, hasta ahora, vamos. Por ahí ha pasado toda la historia de la música de discoteca de Valencia. Ha sido legendaria». «También estaba la Bounty, que aún sigue abierta. Era pequeñita, para unas 200 personas, pero en sus años de esplendor se metía el doble de gente». «Luego estaba el Mocambo, que había empezado a funcionar como cabaret en los años cuarenta. Luego empezó a funcionar como nightclub y empezó a llenarse de macarras [proxenetas], de fulanas, lo típico. Por la tarde era una discoteca para ligar y por la noche iban los macarras, toreros, gente de la farándula, empresarios. Y, como en tantos nightclubs ocurría que, a cierta hora de la madrugada, cuando se cerraba para el público general, siempre había un grupo de gente de mucha pasta que cerraban el local para ellos. Cerraban el local y ahí pasaba de todo. Se despelotaban las tías, hacían orgías, en fin, corría el alcohol, las drogas y el sexo como vamos… A puerta cerrada, porque ocurría en pleno franquismo. Esto de las orgías sería en los sesenta y tantos».
En la Valencia de los años setenta había tres tipos de discoteca: «Una era la discoteca de ligue, para ligar. Eran discotecas de tamaño muy limitado que siempre estaban en un sótano. No había salidas de emergencia, aunque nunca ocurrió nada. Aquello eran agujeros sin salida. Luego estaban las discotecas de parejas, que eran pequeñas y estaban en sótanos también, y no tenían apenas luz. En algunas de ellas, aparte del taquillero, había un tipo que te acompañaba a tu reservado con una linterna, como si fuese un cine, porque es que estabas a oscuras. Y en los reservados, aunque estuviésemos en la época del franquismo, ahí la gente follaba. Follaban claramente, aunque no todo el mundo follaba». «Luego estaba la macrodiscoteca, que estaban en los pueblos. En Torrent, un pueblo cerca de donde vivo estaba la discoteca Bony y la discoteca Dandy, que eran dos macrodiscotecas enormes. Había un eslogan que decía: “¿Dónde va la gente? Al Bony de Torrente”».
La cultura musical y cinematográfica tenía un impacto enorme en la vida de la gente, condicionando muchas de sus conductas, al tiempo que moldeaba sus identidades y se convertía en una herramienta para la socialización. A nuestro entrevistado le llamaban Django porque le encantaba el Spaghetti Western: «En el barrio solo teníamos el cine, un cine de barrio que se llamaba el Cine Castilla. El único entretenimiento que teníamos era ir los sábados y domingos al cine. Era nuestra evasión de toda la semana. Mi padre era camionero, toda la semana estaba fuera y el domingo íbamos al cine. Empezabas a soñar con el cine y veías cosas que no pasaban en tu mundo real. Tu mundo era en blanco y negro y el cine era en Technicolor. Y eso era terrible. Tú ibas al cine y soñabas, vivías aventuras, viajabas a países que posiblemente nunca ibas a poder visitar. Y era el único modo de evadirte. Había muchos niños que sufrían bullying y tú te refugiabas en tu fantasía y en el cine, en personajes fantásticos que no existían. De hecho, entonces empezaron a salir los primeros tebeos de la Marvel, que eran así como unos librillos en blanco y negro. También estaba el Capitán Trueno, que era el héroe de mi infancia». «Yo vi La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966) con 10 y 11 años, y aquellas películas nos marcaron a los niños de la época. Entonces, de los 14 a los 17 años [de 1971 a 1975] la vestimenta para llamar la atención e intentar ligar era lo más exagerada posible. Yo he ido vestido de indio Sioux, y he ido vestido con camisetas de manga larga y ancha; mangas tan anchas que podían caber diez brazos normales, una pamela de mujer y botas altas, cinturón y, por supuesto, marcando paquete. Marcar paquete era muy importante. Era importantísimo. Había que llevar pantalón blanco en las discotecas en las que había luz ultravioleta, aparte de que resaltaban los ojos y los dientes, y los rostros inmaculados de las chicas… pues la ropa resaltaba más si llevabas pantalón blanco. Y resaltaba, por lo tanto, eso también». «Y en aquella época era muy importante, porque había mucha represión… te lo tenías que currar. Tenías que tener un pico de oro, mentir como un bellaco, para poder conseguir la cópula. Yo [para follar] me conseguí hasta el poncho este que lleva Clint Eastwood en La muerte tenía un precio, fumaba puros, chorradas que hacía un chaval de 16 años. Pero venía bien para el ligue porque eras un tipo original, eras diferente a los demás».
Los horarios festivos eran muy distintos a los actuales, pues se ajustaban a una realidad laboral diferente a la actual. En aquella época se salía los sábados y los domingos, nunca los viernes, porque por entonces los sábados se trabajaba. La gente salía de trabajar el sábado a las 13:30, y se iban a casa para comer, se duchaban y luego iban a la discoteca: «Nos juntábamos en la Plaza del Ayuntamiento, en la cafetería Ascott. Empezaba la discoteca a las seis de la tarde. A las 18:30, de pronto apagaban todas las luces y se encendía la bola esta de colores y la luz ultravioleta, donde la gente, aunque no fuese guapa, lo parecía. Cuando empezaba la música lenta era la hora de sacar a las chicas a bailar. Y todo acababa a las 21:30. Luego salías, cenabas con los amigos, te ibas al cine o, al que le gustaba irse de putas, se iba de putas».
Las estéticas y la cultura hippy seguían muy vivas en la España de los años setenta: «Y luego estuvo el maravilloso concierto para Bangladesh en el año 71 [con George Harrison y Ravi Shankar], para el que se hizo una película documental. Entonces, en aquella época se puso de moda un poco la música hindú y es cuando llegó lo de la meditación trascendental. Y yo me agarré a aquello, a la meditación trascendental… Entonces, tú te montabas el rollo de que estabas en trance, con las chicas, ¿no? Te vestías con una chilaba, te ponías un collar de caracolas de mar, con el pelo largo, larguísimo. Me ponía pulseras de coral, al estilo yogui [risas], me aprendía unas cuantas frases de Confucio y aquello era, bueno la bomba. A las tías, vamos… que follabas seguro. Hoy en día puede parecer machista e incluso hortera, pero es que, si no, no había manera de comerte un rosco en aquella época». «La tercera cosa necesaria para ligar era bailar bien. Había muchas palizas porque alguna chica que había en algún grupo se fijaba en ti o tú te fijabas en ella, y la banda de turno no te dejaba acercarte a ella. Porque se provocaba en seguida una pelea». «Era muy importante y muy respetado en aquella época el que tú bailaras bien. Como era una sociedad muy machista, la mayoría de los tipos en aquella época no solían mover las caderas [porque era cosa de chicas u homosexuales]. Pero yo no tenía ningún problema, yo movía las caderas a lo bestia. Y, ¿qué ocurrió? Que eso me dio un éxito terrible. Yo pensaba que mover las caderas era una manera de demostrar lo bien que me podría mover luego en la cama. Y aquello a las tías parecía que también les gustaba [risas]. Yo cada vez que bailaba pues ya tenía tres o cuatro chicas a mi alrededor intentando bailar igual y sin ninguna vergüenza. Y los tíos aquellos, los tíos de las bandas y demás, los tíos machitos de la época, pues los desbordaba aquello un poco. No me entendían. En un principio podían pensar que tú eras un poco sarasa, pero en el momento en que veían que te enganchabas a una chati y te lo montabas con ella decían: “¡Este de sarasa nada! ¡Este, vamos! ¡Se lo está montando de puta madre!”» «Había que hacer eso para ligar. Yo lo único en lo que mentía, ¿qué era? En lo de la meditación trascendental [risas]. Que soltaba diez frases memorizadas de filosofía oriental y me tiraba diez minutos callado como durmiendo y aquello impactaba. Íbamos luego al estudio de un amigo, pintor de pintura abstracta. Y aquello era el picadero, aquello era fantástico. Estaba en el barrio del Carmen. Montábamos fiestas con música, alcohol. Como mucho llegamos a fumar algo de marihuana, pero poca. La droga número uno era el alcohol».
Al igual que en Madrid, las discotecas del centro eran muy diferentes a las del extrarradio. Los pueblos, que luego serían barrios, no tenían nada que ver con la ciudad: «En los pueblos estaban los clásicos macarras, la gente hortera garrula, como se llamaba entonces. La gente vestía mucho de pueblo, se notaba mucho la diferencia». Las bandas callejeras iban a las macrodiscotecas, como una llamada Las Vegas: «Las pandillas más famosas [de los setenta] estaban en Burjasot. En Burjasot estaban los Colillas y los Mini-Colillas. Eran de los más míticos que había. Eran de familias marginadas, de inmigrantes, con bajo nivel cultural. Había otra banda que se llamaba los Tarugos, los Rebordes, la Banda del Huevo, y entonces toda esta gente tenían sus chicas que llamaban las Bichas, y a esas chicas no te podías acercar en las discotecas». A pesar de todo, las peleas eran limpias, nunca se utilizaban pistolas, y las navajas rara vez. Las disputas se resolvían con los puños: En esos años el honor era un valor cultural en alza en las calles de Valencia: «En los setenta, por ejemplo, en una discoteca que era un antro que estaba en un sótano sin salida, con luces rojas y donde sonaba la música de Joe Cocker recuerdo cómo, un tipo que le llamaban el Apache, de la banda de Monteolivete [tuvo bronca con nosotros]. Una de las chicas que iban con ellos me repasó un poco su trasero por el paquete. Y yo, pues, me acerqué a ella para hablar y, en seguida, vinieron para darme de hostias. Entonces, un amigo mío, del grupo que íbamos nosotros, que le llamaban Libertad, era un tipo que iba a un viejo gimnasio del barrio del Carmen a aprender a boxear. El gimnasio estaba por la Plaza de Mossén Sorell. El boxeaba muy bien, y le dijo al Apache que con su amigo no se metían, que, si se metían con su amigo, se metían con él, lógicamente. Para que veas si había limpieza en aquella época, te cuento que salimos de la discoteca y en un solar que había en el Mercado de Russafa, en un descampado de una obra, ahí se hizo un círculo de unas treinta personas de la banda, con chicos y chicas. Yo y tres o cuatro amigos estábamos en el círculo. Y ellos dos, en el centro, se quitaron ambos la camiseta; el Apache mostrando sus músculos, evidentemente. Hicieron unos pequeños ejercicios de calentamiento. Mi amigo era más fibroso, no era tan musculoso. Y a puñetazos. Como la película esta de El luchador (1975), de James Coburn y Charles Bronson. Él atizaba, pero mi amigo también le atizaba bastante. Y hubo un momento que, al ver que no lo podía derribar, que la cosa estaba más o menos en tablas, el Apache paró el combate y extendió su mano. Mi amigo dijo: “¿Amigos?” Y el Apache respondió: “Amigos sí, pero esta chica es intocable”. Desde ese momento, si íbamos a la discoteca y ellos estaban ahí, les saludábamos y decíamos: “Si necesitáis algo, aquí estamos nosotros”. Ya eran nuestros amigos». «En los ochenta, yo también lo he vivido, había bandas que el ritual para entrar en la pandilla era violar a una chica». Le pregunto si eso es verdad o solo un mito: «Eso es verdad. Violar y abusar de una chica. Esa chica la mayoría de las veces no denunciaba nada. No se lo decía a nadie, a no ser que se hubiera quedado embarazada. Otro de los rituales para poder entrar en la banda era rajarle a uno con la navaja». «Lo camellos llegaron en los ochenta e iban a los futbolines del barrio. Pero yo nunca lo he entendido, porque mi droga eran las mujeres. Yo solo bebía, alguna borrachera me he cogido. Mi bebida era el vodka con Licor 43. Era magnífico».
«Luego, cuando dejé de disfrazarme y dejé la meditación trascendental, llegaron los Levi’s y los Lee. Tener unos de esos era un salvoconducto para liderar. Ya ibas a la discoteca Stop [no se entiende bien], en el centro, que era un sótano inmenso y ahí fue donde pinchó por primera vez un Dj negro. Aquello fue la bomba. Entonces no se veía gente de raza negra en Valencia. Eso dio mucho caché a la discoteca». «La discoteca tenía una pista absolutamente redonda, de parqué de madera, que con el tiempo se la rodeó con una especie de jaula con barras doradas, y allí lo que era la bomba, bomba, bomba, era cuando se pinchaba “Sex Machine” (1970) [de James Brown], que es una canción que yo recuerdo haberla bailado hasta la extenuación. Para mí era tomar un par de vodkas con Licor 43, escuchar a Brown y alcanzar el paraíso».
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Autor: Iñáki Domínguez. Título: Macarras ibéricos. Editorial: Akal. Venta: web de la editorial.
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