Puta, ramera, infiel, adúltera, meretriz, fulana, furcia, buscona, zorra, pelandusca y tantos otros apelativos que me han acompañado durante siglos, tantos y en tantas lenguas. No sabéis lo dañina que es la inmortalidad, sobre todo cuando tu recuerdo se limita únicamente a un fragmento de tu vida inmortal. Tampoco sois conscientes de lo injustos que son el juicio y la memoria de hombres.
Esta es mi historia. No lo que se cuenta de mí, sino lo que yo viví.
Nací —como bien es sabido— de un huevo, soy hija de Leda y Zeus, y por derecho divina e inmortal. Desde que mis manitas de recién nacida resquebrajaron aquel huevo de oro fui adorada como un ser extraordinario, cuya belleza sobresalía por encima de la de las demás criaturas. Lo comprendí siendo bien niña: aquella cualidad que nacía de mi interior era capaz de hipnotizar a quien se encontraba ante mi presencia. Podía conseguir lo que me propusiera solo con mostrar una sonrisa, hacer un ademán con las manos, un movimiento de hombros o una caída de ojos. Y sí, ante un espejo de plata pulida, regalo de Tindáreo, el padre que me crio, ensayé aquellas posturas tan seductoras. En mi fuero interno sabía que poseía un gran poder, pero desconocía sus consecuencias, hasta que cumplí doce años…
Doce años, la edad en la que las mujeres consagramos a las diosas vírgenes los juguetes infantiles y nuestros padres emprenden la búsqueda de dignos esposos para sus hijas. Fue en Laconia. Me encontraba realizando los sacrificios debidos a la diosa Artemisa. Al salir del templo noté cómo entre las sombras un hombre me observaba. No me alteré: aunque había salido sola de casa, estaba acostumbrada a esas miradas furtivas. Pero esa vez fue diferente. Al pasar junto a las columnas que le daban cobijo, su mano callosa y áspera tomó mi brazo desnudo y del color de la leche. Tiró de él, me tapó la boca y, ayudado por otro hombre, me lanzó a un carromato desvencijado, tirado por una mula vieja.
Del viaje mi recuerdo más vívido sigue siendo el traqueteo y los rebuznos de la mula. Duró días, por las noches acampábamos a cielo abierto. En aquellas acampadas me enteré de quiénes eran aquellos hombres: Teseo, que pretendía ser mi marido con o sin consentimiento, y su amigo Pirítoo, que había pactado a cambio de mi rapto que su amigo le ayudaría a secuestrar a la mujer con la que él se casaría: Perséfone.
Me llevaron a Atenas, pero de allí nos despacharon con cajas destempladas, no sin razón, pues temían que mis familiares me estuvieran buscando y la emprendieran con la ciudad que había dado cobijo al secuestrador. Así que continuamos viaje hasta Afidna, donde Teseo me dejó junto a su madre, Etra, para ayudar a su amigo en su empresa. He de decir que sí, que me violó, que no respetó mi condición de doncella, que no se apiadó de mi inocencia, que se convirtió en un animal salvaje, ávido de devorar a su vulnerable presa, ante la contemplación misma de mi belleza. Era una niña y por primera vez me di cuenta de que aquella virtud que me acompañaba era un arma de doble filo. Por fortuna, pasados unos días, estando Teseo ausente, mis hermanos lograron rescatarme y devolverme sana, pero con algo roto dentro de mí, a la casa paterna.
Mi padre, después de lo ocurrido, temía mi belleza, temía que otro hombre pudiera raptarme, que ninguno quisiera casarse conmigo y que no pariera hijos legítimos, lo que le correspondía a una mujer de mi alcurnia. Así que resolvió encontrarme marido enseguida. En contra de lo que presuponía, pues la noticia de mi rapto había sobrevolado los campos y llegado a todas las ciudades conocidas, a las puertas de mi casa se dieron cita más de cien hombres que pretendían mi mano y con ella el trono de Esparta. Y se me permitió elegir.
Pero, ¿cómo elegir cuando eres apenas una niña y sobre ti pende tu futuro y el de tu casa? Estaba indecisa: ante mí se presentaban decenas de hombres en veladas infinitas, yo ponía empeño, pero no sabía en qué debía basar mi elección. Mi padre también estaba temeroso, temía que, al elegir a un único hombre, el resto se viera rechazado y provocaran una guerra.
Ulises, un nombre que jamás olvidaré, ayudó a mi padre. Sus estratagemas siempre han servido bien a los griegos, y en aquella ocasión no fue menor la ayuda. Le sugirió a mi padre que firmara una alianza entre aquellos hombres y, a través de un orkós, un juramento sagrado, se comprometieron a respetar y defender mi decisión hasta sus últimas consecuencias, sin saber que años más tarde tendrían que acudir ante la llamada de aquel juramento.
¿Por qué elegí a Menelao? —os preguntaréis—. Ahora creo que fue porque entonces lo consideré un mal menor. ¿En qué me basé? En su juventud —frisaba los treinta años— y en su atractivo físico. ¿Me equivoqué? No, pero la vida te pone a prueba y el amor es caprichoso.
Junto a él conocí la maternidad y puedo decir que disfruté de un matrimonio agradable y feliz, hasta que ocurrió… Me enamoré.
Fue otro hombre el objeto de aquella corriente que nacía de lo más profundo de mi ser y me arrastraba a cometer las más impías faltas. No sé cómo ocurrió ni por qué, solo sé que no podía quitarme de la cabeza su imagen, su porte y sobre todo su trato amable y cariñoso, y entonces tomé la decisión que cambiaría mi vida y la de los que me rodeaban. No, no es como cuentan los que me disculpan, ni los que me atacan, no. Simplemente quise permitirme ser feliz, escapar a través del ponto teñido de amor hasta llegar a las costas de la rica Ilión.
Allí, en Troya, sus padres, Hécuba y Príamo, conmovidos por mi belleza y por un amor extraordinario, se apiadaron de nosotros y me acogieron como una hija, aunque la reacción de su pueblo fue totalmente contraria, pues recelaban de que mi marido provocase una guerra para rescatarme. Las embajadas enviadas para tal fin volvieron a casa con la negativa cargada en sus naves, lo que provocó la ira de Menelao y que todos los que una vez me pretendieran tuvieran que acudir en su auxilio movidos por un juramento antiguo.
Así comenzó una guerra en la que me vi entre la espada y la pared. Por un lado, amaba a Paris y sentía un profundo aprecio por la familia que me había dado cobijo. Por otro añoraba a mi marido y a mi hija, y soy griega y eran los griegos los que estaban en el bando contrario. Así, con mi corazón dividido, soportando los odios del pueblo troyano y de los míos, pasaron los años. Maduré, pero no perdí mi belleza. Fui feliz aquellos nueve años en los que la victoria no se decantaba por ningún bando, pero llegó el día en que la rueda de la fortuna giró.
Se sucedieron los combates, las afrentas, las batallas y las muertes. El luto extendió su negro velo sobre Palacio, cuando Héctor sucumbió bajo la pica de Aquiles y fue mancillado su cuerpo. Los dioses dejaron de sernos propicios, Paris tuvo que acudir a primera línea de batalla y con ello el sufrimiento se apoderó de mi alma.
Un día la noticia temida llegó a mis aposentos e hizo añicos mi futuro y mi felicidad. Paris agonizaba malherido. Pedí ayuda a su antigua amante, Enoe, pero no quiso socorrerlo, ya que él me eligió a mí, y murió. Su muerte devastó mi corazón desgastado ya por tantos años de contienda.
Volví a verme obligada a tomar una decisión en contra de mi voluntad, cuando aún la pira en la que se consumía Paris ardía. Debía elegir un nuevo marido entre uno de los hermanos de mi amado. Yo era una mujer, indefensa según sus cortas miras, y debía tomar marido. Yo no decidí aquel matrimonio, lo decidieron por mí aquellos que se vanagloriaban de protegerme. Deífobo fue mi elección, lo que provocó un enfrentamiento fraterno con su hermano Heleno, que también pretendía mi mano. Yo simplemente fui una ficha inocente en aquel juego de poder. Y así me sentí. No tenía capacidad de decisión, volvía a estar prisionera y esta vez de un pueblo extranjero.
Los traicioné, sí. No era mi intención hacerles sufrir, pero veía clara la derrota y próxima mi muerte. Al fin y al cabo yo era griega, y tras diez años de contienda y ausencia de mi patria echaba de menos a mi hija Hermíone, fruto de mi matrimonio con Menelao, a la que había dejado en Esparta, y mis costumbres. Así que ayudé a los míos, y aunque temía las represalias de Menelao sabía que mi belleza me salvaría. Y así fue: cuando Menelao entró en Palacio levantando su espada para matarme, solo tuve que usar las artes tantas veces ensayadas.
Volví al hogar, aquel que abandoné casi veinte años atrás. Intenté borrar las huellas de mi pasado, intenté encarnar todas las virtudes de una buena esposa, madre y reina para mi pueblo y lo logré. Me llamaron virtuosa, fiel, prudente, modelo de honestidad, ejemplo para el resto de las mujeres y, lo más importante, justa soberana.
Sin embargo, los hombres me convirtieron en un simple arquetipo, en ejemplo a seguir o a vilipendiar. Pero no, no fui ni soy ni puta ni santa, quise ser yo, quise vivir mi propia vida bajo mis reglas, quise ser simplemente Helena, un mujer libre, y no, con todo el dolor de mi corazón, he de decir que no lo logré. La belleza me lo impidió.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: