Después de conocer su historia, me resulta difícil poner el acento en otra. Pensar que uno cualquiera de nosotros, nacidos en el lado confortable de la raya del mundo, podríamos ser un ejemplo de algo, por encima de ella. Que cualquiera de nuestras dificultades superadas, cualquiera de nuestros logros alcanzados, cualquiera de nuestros hallazgos o trabajos, aventaja a la atroz aventura que para ella fue la simple supervivencia.
Sé poco de ella, y al decir poco, quiero decir poco cierto. La costumbre de vivir en una época donde cualquiera se lanza a contar (y lo que es peor, a juzgar) a tontas y a locas, teniendo las historias cogidas por los pelos, no me ha llevado a olvidar que cuando uno trata de poner en pie un cuento ha de hacerlo con responsabilidad y conocimiento del percal, y levantando acta de lo que le falta. Poniendo en él todo lo que uno tiene, como ya aconsejaba la sufí Fátima al-Mutana, la sabia nonagenaria a la que tomaban por tonta los ignorantes de la Sevilla del siglo XII, y que supo reconocer en Ibn Arabi a un hombre que se daba por entero a lo que hacía, que es el único modo de hacer algo.
Pongo todo mi ser, pues, al servicio de Edith y su historia, pero me toca reconocer que ni siquiera sé en qué país nació. Ella decía venir desde Sierra Leona, pero bien pudo mentir para tener mayores opciones de que le concedieran asilo en España, porque Sierra Leona era entonces (es ahora, quizá sea siempre) un país en guerra. No es improbable que fuera nigeriana, o de cualquier otro país cercano, y tampoco entra dentro de lo impensable que el apellido que decía ser el suyo, Napoleón, fuera falso y de conveniencia, para apuntalar mejor su posible patraña. Como tantas otras, Edith atravesó el desierto, seguramente a pie durante buena parte del camino, y llegó a las costas del Estrecho.
Se dice pronto, se dice rápido, se dice simple: atravesó el desierto. Pero esas tres palabras no sólo encierran miles de kilómetros, la arena, el calor, el sol abrasador. Encierran los abusos, las extorsiones, en el caso de Edith es más que imaginable que también las violaciones. No una, sino varias. A veces a cambio de transporte, a veces por comida, a veces porque sí. Creo poder asegurar que Edith, en todo caso, sorteó el premio que recibieron muchas de sus compañeras: concebir un hijo de alguno de sus violadores. No consta que lo tuviera, cuando sucedió lo que me permitió conocer de su aventura y su existencia.
Luego se las arregló para cruzar el Estrecho en una patera. Debió de salir al anochecer, hacinada con otras decenas de desdichados. He pasado horas en las aguas del Estrecho por la noche, mirando las dos costas y el agua negra y feroz que le tiende a uno el abrazo. La miré desde una embarcación mejor que la que trajo a Edith. Era una noche de verano, con el mar algo revuelto, pero no con su peor faz. Y aseguro que intimidaba.
En todo caso, Edith logró pasar, y pasó después por todos los trámites de la extranjería en Europa: centro de acogida, de internamiento, y al final a la calle con su papel acreditativo de tener solicitado el asilo, habitante del limbo a la espera de resolución. Con él en la mano se dedicó a lo que tantas de sus compatriotas. Quizá venía ya «traficada», nuevo eufemismo que esconde que era una esclava desde que salió de su pueblo africano, predestinada a buscar y encontrarse con el proxeneta de su misma raza y procedencia que la explotaría en España.
Durante un buen número de meses, Edith se puso cada tarde al costado de un vial del parque del Oeste de Madrid, junto al paseo de Camoens, aquel poeta que nunca imaginó que daría nombre a tal cosa, para prostituirse. Era menuda, de formas redondas, atractivas para los hombres. Muchos pagaron por ella, más de uno repitió. Y Edith siguió yendo allí, cada tarde, a ganarse la vida, a cumplir con los que la esclavizaban para tratar de saldar la deuda que le habían impuesto, a lo que fuera, con una sonrisa prendida en los labios. Sólo conozco una fotografía de ella, en la que se la ve así, risueña, esperanzada pese a haber ido a parar a las manos de la peor gente, pese a no ser más que un trozo de carne oscura para los ciudadanos del país que, lejos de acogerla, tuvo a bien seguir prolongando su vejación.
Habría salido adelante, de algún modo, porque tenía dentro la fuerza para ello. Salió adelante hasta su último día, que vino cuando un joven empresario la recogió, se la llevó a su casa de Boadilla del Monte y sucedió algo que nunca pudo explicar. Que nunca pudo explicar el empresario: el mismo que descuartizó el cadáver de Edith y lo arrojó en bolsas de basura al contenedor situado enfrente de su portal, donde las encontraron y se puso en marcha una investigación que lo enviaría a la cárcel.
Allí sigue, el empresario. En cuanto a Edith, era demasiado grande para quedarse en la basura a donde quisieron arrojarla. Su cuerpo yace por ahí, quién sabe dónde. Su alma, una vez más, porque ésta no es la primera, dicta mis palabras. Para que no se la olvide, para que se sepa que fue, que luchó, que merecía esta vida más de lo que la mereceremos ninguno de nosotros.
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El 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Como actividad paralela al concurso en marcha de #historiasdesuperación, patrocinado por Iberdrola, esta semana cinco escritores, Juan Gómez-Jurado, Lorenzo Silva, Espido Freire, Paloma Sánchez-Garnica y Agustín Fernández Mallo, participan en Zenda escribiendo historias de superación.
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