Fernando Schwartz (Ginebra, 1937) dice que el motto que le define, ahora que le busca un sentido a lo vivido, “es que siempre me tomé en serio mi trabajo y nunca me tomé en serio a mí mismo”. Acaba de publicar, con la editorial Galobart, Una vida con suerte, unas memorias anárquicas —¡abajo la línea temporal!—, entretenidas y bien escritas, con una prosa fresca, sencilla y efectiva, en las que repasa sus andanzas como, entre otros quehaceres, diplomático, presentador de televisión, escritor, familiar, amante y amigo. Zenda entrevista en la Librería Machado, por Salesas, a este hombre bueno, inteligente, encantador y divertido al que, en cierta ocasión, le dijo Manuel Marín: “¿Sabes una cosa? Te ríes demasiado. Y te acabará pasando factura”. El lector encontrará, en esta conversación, más de una acotación en la que se puede leer “risas”. Por fortuna, claro.
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—Señor Schwartz, ¿qué siente uno al confesar lo vivido?
—En mi caso concreto, una especie de relajación. Es un “buah, me lo he quitado de encima”. Uno tiene ahí un pozo de recuerdos, de conocimientos, de memoria, creí que era preciso dar salida a lo que hay en ese pozo, y un día me dio por ello.
—¿Cuál ha sido la mayor lección que ha aprendido durante todos estos años?
—Una que repito bastante: siempre me he tomado en serio mi trabajo y nunca me he tomado en serio a mí mismo.
—¿Cuál ha sido su mayor alegría?
—¡Por Dios! Aparte de cuando descubrí a mi mujer, claro, creo que mi mayor alegría fue la que sentí ante la capacidad repentina de abandonar un trabajo que yo hacía y saltar al siguiente. No porque cambiaba de trabajo, sino porque, de repente, abría un horizonte que yo quería abrir. Esa era la cuestión, y eso me produjo una gran alegría.
—¿Y su mayor disgusto?
—Uff… Ha habido varios. Alguna traición, pero no hay por qué tenerla en cuenta. El que traiciona es el que va peor. Creo que algunos momentos durante el franquismo. Aquí, al lado, el día del entierro de los cinco laboralistas. Ese fue un momento terrible: vi la cara no ya al franquismo, que yo ya lo conocía, sino a los que quedaban del franquismo. Eso me produjo una angustia terrible. Era decir: “Esto no es mi país, caramba. ¿Cuánto va a durar esto?”.
— Estando en Nueva York, hubo un momento en el que le dio vergüenza ser español.
—Fui con Perico Cortina a ver al ministro de Exteriores danés. El régimen acababa de ejecutar a cinco: tres miembros del FRAP y dos de ETA. Cuando volvíamos de la reunión, después del desaire que nos había hecho el danés, Cortina me miró y me dijo: “Hay veces que la vida, el servicio al Estado”, o lo que sea, “te obliga a hacer estas cosas”. Yo pensé: “¿Y por qué tengo yo que hacer estas cosas?”. Y me dio vergüenza.
—¿Y cuándo, si es que lo ha hecho, se ha sentido orgulloso de ser español?
—Sí: cuando ganamos el campeonato del mundo de Sudáfrica (risas). Soy muy futbolero. Me sentí orgulloso, principalmente, en las elecciones siguientes al golpe de Estado. Cuando vi que salían dos millones de personas a la calle a exigir una democracia, una democracia que no se conocía, fue bellísimo. Esa pasión de la gente me emocionó.
—¿Y cuál ha sido su mayor sorpresa?
—Me obligas a reflexionar. (Piensa) ¡Ayúdame tú!
—La de conducir un taxi por Manhattan sustituyendo a una taxista que ha roto aguas no está mal.
—(Risas) Esa es estupenda. No sabes lo mal que sienta llevar los pantalones del esmoquin mojados de líquido amniótico (risas). ¡No te lo puedes imaginar! Me invitaron a un estreno del American Ballet en el Metropolitan del Lincoln Center. Me metí en un taxi, un Chevrolet amarillo, enorme. La taxista se llamaba Mary Jo Fernández y, en un momento dado, frena ante un semáforo y empieza: “Oh, God! Oh, shit!”. Había roto aguas. La acabé llevando al Bellevue Hospital. Los policías que me llevaron a casa se partían de risa. Aquella noche no fui al ballet, claro.
—¿El dinero es un dios más fuerte que el amor?
—No. Si no, no habría esas historias de amor con personas angustiadas, al borde de la muerte. No, no: el amor es, absolutamente, inevitable y muchísimo más fuerte que el dinero. Por mucho que te paguen, si estás jodido por un amor, ese dolor no se te pasa con dinero.
—Cuenta que su participación en la política española “fue siempre marginal” por, entre otras cosas, no valorar “la importancia o el peso de mis interlocutores”.
—El que quiera entender, que entienda (risas). No me impresiona el poder. Nunca me ha impresionado. Igual por idiotez mía, porque no me he dado cuenta de qué es el poder y de lo que podían hacer conmigo los, digamos, poderosos. He tratado a reyes, a primeros ministros, a presidentes, y siempre les he tenido poco respeto, en el sentido de temor, porque siempre les veía, por debajo, los mecanismos de la ambición. Menos, tal vez, aunque también, a Felipe González, que siempre me ha parecido un gran hombre de Estado. Sí, se les veía las costuras. O yo, al menos, les veía las costuras. Y eso, a mí me producía cierta hilaridad. El poder no ha conquistado mi respeto. Tal vez sí lo hizo el rey Juan Carlos.
—Que acaba de llegar a Sangenjo (la entrevista se hizo el jueves 19 de mayo).
—Pese a todas sus cosas, le tengo mucho cariño. La gente hace tonterías.
—Sobre todo, si está encoñada.
—¡Uff! Más todavía.
—Ortega decía que el enamoramiento era un estado de “imbecilidad transitoria”.
—(Risas) Pues eso es lo que le pasó. Pero, dicho todo lo cual, no hay que olvidar lo que ha hecho por el país. Que sí, que tiene sus asuntos con la justicia, que se ha encoñao, que ha jodido a la familia, que toda la familia está patas arriba, etcétera. Sin embargo, fue el que puso a España en el mapa. Luego le cogió el testigo Felipe González y lo hizo espléndidamente bien, pero creo que el origen de la maravilla es suyo.
—¿Reírse demasiado acaba pasando factura, como le dijo Manuel Marín?
—Sí, claro. Corres el riesgo de que no te tomen en serio, lo que me puede resultar indiferente, pero es verdad que, a lo mejor, cuando te ríes demasiado, te falta el poso de seriedad que se te presupone a determinadas alturas del poder. El poder, como te he dicho, no me ha interesado nunca.
—La risa es una cosa muy seria.
—Tan seria que tiene que formar tu vida: si no hay un poco de humor… No me gustan los chistes y, sin embargo, me gustan mucho las situaciones equívocas y cómo se resuelven o no. A lo largo de mi vida, siempre me he tomado a coña, y sé que está feo decirlo así, la mayor parte de las cosas que me inspiraban a mi alrededor. Lo cual no quiere decir que no haya hecho un trabajo lo más serio posible.
—¿Cómo se siente uno al enterarse de que unos etarras refugiados en Inglaterra planeaban secuestrarlo?
—A mí me pegó un susto… Creí que iba en serio. Me decía a mí mismo: “Vamos a ver. A un tipo que les puede ayudar, ¿por qué lo van a secuestrar?”. No tenía en cuenta la irracionalidad del que secuestra. Perpetrar un secuestro es absolutamente irracional e idiota. Sabía que era mi sentencia de muerte: el Gobierno no iba a hacer negociación alguna. Sí, me dieron un susto morrocotudo. Vivía, entonces, cerca del Consulado, y reconozco que hubo un par de días en los que dije: “Caminando no voy. Que me lleven”. Claro: sales por la calle, ves a uno raro, y piensas: “¿Será un etarra este tío?”. Luego, lo miras un poco más, y te das cuenta de que lleva bombín y paraguas. He tenido momentos de terror en mi vida. Este es uno. Otro fue en febrero del 56, cuando las protestas universitarias. El miedo es un sentimiento legítimo. No es cobarde.
—El miedo es, en general, racional.
—Claro. Si algo te asusta, dices: “¡Qué miedo me da esto!”. Es un sentimiento válido, igual que el amor, igual que el orgullo.
—Sin Rapatatá y sin Los Piratas de la Malasia de Salgari, ¿hubiera llegado a escribir este libro?
—No. Sin duda. Rapatatá me enseñó, aunque yo no lo entendía, que tenía una imaginación desbordante. Provocada por el miedo que me producía mi hermano: me amenazaba con cascarme si no le contaba nuevas aventuras de Rapatatá. A posteriori, descubrí que tenía imaginación. Después, la imaginación, aplicada a Los Piratas de la Malasia, creció mucho más. La capacidad de fabulación es esencial en un novelista. Creo que, con esas dos cosas, las descubrí. Si no hubiera leído Los Piratas de la Malasia, ni siquiera habiendo leído después a Julio Verne, no me hubiera puesto a escribir ni hubiera llegado a este libro, claro. Tenía una madre que sabía mucho de castellano. Ella fue la que me enseñó a puntuar. Cuando yo tenía once años, me enseñó dónde se ponía coma y dónde se ponía punto y coma. Eso se me quedó grabado y lo he utilizado siempre. El sonido de la frase te da la coma.
—¿Qué le ha pasado, por cierto, con Espasa?
—He escrito varias novelas con Espasa y me llevaba bien con la gente de allí. Creo que Ana Rosa Semprún es de amores… y de desamores. Y creo que hubo un momento en el que, de repente, le dejé de interesar. Me dijo una vez: “Te advierto que muchos autores, muy célebres, a quienes no publicamos los trabajos que nos mandan”. Debí haber comprendido por dónde iban los tiros. “¿De verdad?”, le pregunté. “Sí, claro. Incluso a algún Planeta”. Entonces, me rechazó uno, me sentó fatal…
— El segundo de Meneses.
—¡Y el primero!
—¡Pero si salió en Espasa!
—Te voy a explicar por qué: el director general de publicaciones de Planeta, Carlos Revés, me dijo un día: “Un Premio Planeta nunca deja de publicar en Planeta”. Entonces, fui a él y le dije: “Oye, a mí me han rechazado esto”. “No, no te lo rechazaron”. Y lo acabaron publicando. El segundo Meneses iba a ser otra batalla, pero vino Galobart y me dijo: “Oye, te lo sacamos”. Y tan ricamente. Porque editan muy bien.
—Sin ese paseo automovilístico de Pedro J. Ramírez, Mario Conde y el rey Juan Carlos del que habla en su libro, ¿hubiera sido candidato a la jefatura de la Casa Real?
—No, afortunadamente. Los tiros iban por otro lado. Sabino Fernández Campo, comprendiendo que se le acababa la vida útil en La Zarzuela, se puso a buscar por su cuenta… sin darse cuenta de que tanto el Rey, como Mario Conde como Pedro J. Ramírez buscaban, por otro lado, a algún tipo que fuera más dócil. También te digo que…
—No hubiera sido director de Comunicación de PRISA, ni hubiera presentado Lo+Plus.
—Eso es. Lo+Plus fue un pelotazo. Tampoco hubiera ganado el Planeta, ni hubiera escrito los libros que he escrito. Seguro que no. Te vas a Zarzuela a dirigir el cotarro y se acaba tu vida… hasta que te liberas. Y, cuando te liberas, cualquiera te hace caso.
— Para finalizar, ¿qué planes tiene ahora?
—Mira, tengo 84 tacos y me encuentro bien, salvo las rodillas, que me duelen mucho. Hubo un momento, antes de escribir esto, en el que dije: “No escribo más. Se me ha agotado la sangre de escritor”. Luego, pensé: “Voy a cerrar esta etapa con las memorias”. Pero ahora he terminado esto y me ha vuelto a entrar el gusanillo. Desde hace años, he intentado escribir una especie de Macbeth de los seis o siete criminales nazis que estuvieron encarcelados en Berlín, con las cuatro potencias vigilándolos, y en eso estoy. No la he acabado ni sé cómo va a terminar (risas).
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