“Sonaba el teléfono y he oído el timbre”. Así comienza, con esas mismas palabras, una de las aventuras literarias más prodigiosas e increíbles del siglo XX español: la novela Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, aparecida dos años antes de que, en un trágico accidente, se estrellara con su coche en 1964.
Se cumplen, justo durante estos días, sesenta años de la publicación de Tiempo de silencio, una novela escrita por un médico, por un formidable teórico de la psiquiatría interesado por los secretos de la epilepsia, que rompió con todos los esquemas de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, anclada en el realismo. Una obra de un autor que, como asegura su mejor y más completo biógrafo, José Lázaro, fue, durante muchos años, enmascarado por el éxito que obtuvo su publicación, hasta el punto de llegarse a pensar que careció de vida.
Y, sin embargo, en sus menos de cuarenta años de existencia, Martín-Santos fue un tipo que dejó huella entre sus amigos y contemporáneos por su humor ácido, por su inteligencia —similar a la de Jaime Gil de Biedma—, por ese deseo de querer beberse la vida de un solo trago, de rebelarse contra el poder establecido al convertirse en un hombre de izquierdas en la clandestinidad, retando así las ideas y el pensamiento de su propio padre, que era general del ejército franquista. Despreciaba la incompetencia y las conversaciones superficiales, e imagino que se llevaba muy mal con los tontos. Y aportó a la literatura una insólita bocanada de aire fresco, una modernidad desconocida hasta entonces, un lenguaje que algunos se precipitaron al calificarlo de espeso y opaco, y que, sin embargo, vino a ser como una mañana transparente y repleta de luz para quienes supieron leer entre líneas.
A Francisco Umbral, siempre tan exigente y caprichoso, no le hizo ninguna gracia el éxito de Tiempo de silencio, y trató, por todos los medios, de poner palos en las ruedas de una carreta que había emprendido el camino de la gloria. Se quedó bien a gusto al decir que se trataba de una parodia provinciana del Ulises de Joyce, y concluía su razonamiento aduciendo que “para plagiar hay que ser asesino, y Martín-Santos sólo era médico”. Juan Benet, contemporáneo y —se supone— amigo íntimo de Martín-Santos, compañero de farra en Madrid y socio asiduo en los prostíbulos, también sacó a relucir su pizca de envidia, dando a entender que Tiempo de silencio nunca le gustó nada, y que no era otra cosa que una simple estampa del Madrid de posguerra. Y otro conocido periodista de la época, Martín Prieto, al que tampoco terminaba de convencerle el libro, enfangó aún más la imagen de su autor, asegurando en un artículo que Martín-Santos se suicidó con su automóvil, afligido por la muerte de su esposa.
Así que tuvo suerte de que la obra, que había sido presentada a un premio, el Pío Baroja, y apartada del mismo por pertenecer a un escritor con fama de rojo, cayera en manos del bendito Carlos Barral, el mejor editor que ha existido en este país, máximo responsable, jugándose su prestigio y los cuartos, de que salieran a la luz, ese mismo año, en 1962, La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, y Tiempo de silencio.
Cuenta el propio Martín-Santos que, cuando hizo la primera comunión, al recibir la hostia de manos del cura y no sentir absolutamente nada, dejó, así, tan de golpe, de creer en Dios. Y, acaso, también en los hombres.
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