Se respiraba el bochorno canicular en la Francia renacentista de principios de siglo XX. Y digo renacentista porque lo que por allí pasó es una suerte de pléyade encargada de hacer renacer el corazón artístico de Europa: Claude Debussy, Antonio Gaudí, Gertrude Stein, Marcel Proust, Ezra Pound, Henry Matisse o, por supuesto, nuestro protagonista, Pablo Ruiz Picasso, por citar algunos. Y digo «bochorno canicular» porque aquella mañana de agosto en París los guardias del Louvre se habían despojado de las chaquetas para llevar a cabo la primera revisión de la mañana. Ese día tendría que haberse zanjado con el rutinario paseo por aquellos interminables pasillos con la camisa remangada, sin más, cuando uno de los guardias alzó la voz: ¡Han robado la Gioconda de Leonardo! Pronto fueron detenidos dos jóvenes artistas rebeldes: un tal Apollinaire y un tal Picasso, que resultaron inocentes. El retrato cobró fama mundial, cientos de anónimos dieron pistas falsas, miles de personas se movilizaron. El arte hacía temblar los cimientos de la seguridad europea. Finalmente acabaron encontrando la pintura en manos de Vincenzo Peruggia, un italiano que afirmó que «este arte es italiano, y en Italia debe lucir».
El arte mueve resortes del alma humana que ninguna otra disciplina es capaz de mover. No en vano se producen ataques de todo tipo a las obras, motivados por idealismos cercenados, aviesa concienciación, politiqueo romántico, utopías mal gestionadas. El último de estos ataques se produjo esta misma semana, precisamente, contra la misma Mona Lisa que se hubo de poner de moda tras aquel agosto misterioso de 1910. Esta vez ha sido un tartazo en plena cara, atentando contra esa sonrisa eterna que Da Vinci supo revestir de un misterio legendario. Vaya usted, querido lector, a entender cuál de los resortes sugeridos tocó esta vez ese milagro de la expresión cultural: el tipo iba disfrazado de anciana, como Quevedo en Venecia, con peluca y carmín labial. ¡Piensen en la Tierra!, dicen que exclamaba.
No quiero parecer frívolo cuando digo que me alegro de que se haya producido el tartazo. Empezaré a preocuparme el día que el arte deje de despertar en el mundo estas pulsiones quijotescas, que levantan al ser humano de la cama como nunca conseguirán hacerlo Twitches, YouTubes ni PlayStations. Lo han sufrido La Piedad de Miguel Ángel, en nombre de la eternidad de Dios; La ronda de noche de Rembrandt, por mandato divino; La libertad de Delacroix, por una reivindicación sobre el 11-S, o la Venus de Velázquez, por el sufragio femenino. El arte como canalizador de los estímulos más oscuros, más recónditos, más íntimos de la conciencia individual. Sólo estos genios de la percepción humana, desde Miguel Ángel hasta Picasso, desde Da Vinci hasta Van Gogh, pueden pulsar estas teclas. Decía Bourgeois que el arte es una garantía de cordura, pero lo cierto es que lo que aviva en el individuo es exactamente lo contrario: expone la locura de lo imaginado, de lo imposible. Consuela al perturbado y perturba al cómodo, que dijo aquél. Viva el tartazo a la Mona Lisa.
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