Nunca antes habían trabajado juntos. Kate Hepburn y Laurence Olivier, Larry para los amigos. Y era raro. Dos de la aristocracia del cine y jamás habían coincidido en un reparto. Raro. Cuando se lo preguntaban a la actriz, sonreía y comentaba que ya habría tiempo para hacerlo. Lo encontraron, fuera del cine de Hollywood, cuando éste ya padecía de la enfermedad de la desaparición de los grandes estudios, la irrupción de mercachifles financieros que solo miraban la cuenta de resultados y la taquilla del primer fin de semana y posiblemente no tenían ni idea de quién demonios eran Kate y Larry. La oportunidad de trabajar juntos la consiguieron merced a una cadena de televisión que, al revés de Hollywood, husmeaba la crisis de la antigua Meca, y que de sus despojos y manera de hacer las cosas podía abrir un camino fructuoso.
Extraordinaria porque parte de un guion espléndido de James Costigan; Mankiewicz, Garci, Wilder, Lean y tantos otros cineastas insisten una y otra vez en la importancia del guion, y tienen toda la razón del mundo. Costigan elabora su guion sobre algunas premisas básicas. Una, es una comedia con toques de melodrama melancólico con horizonte empedernidamente romántico. Dos, es una película de personajes en la que la trama, el macguffin hitchcockiano, una demanda judicial que denuncia el incumplimiento de una promesa matrimonial, cede ante el combate de palabras, maniobras, secretos y olvidos del pasado de dos personas; dos personajes muy fuertes aunque una domine arrolladoramente la escena y el otro, aparentemente más pasivo, domine los engranajes de la relación, porque posee el tesoro de un secreto sentimental que ha labrado toda una vida. En este apartado de la construcción de su guion sobre personajes y secretos, de narración indirecta, ha aprendido mucho de Henry James y de su discípula y amiga Edith Wharton. Tres, Costigan es consciente de que todo el guion en esa perspectiva depende de Hepburn y Olivier, y su guion se pliega a la maravillosa personalidad de uno y otro.
Pero si el guion es pieza esencial de una película, no lo es menos para llegar a la excelencia y no quedar en el escalón —apreciable, pero no inolvidable— de un buen trabajo artesanal, la puesta en escena, esto es, la capacidad del director para interpretar el guion, para visualizarlo, para comprender cómo dosificar su gramática, el tamaño y la duración de los planos, el emplazamiento de la cámara y, last but not least, la dirección de actores. Amor entre ruinas cuenta con George Cukor. Un maestro del clasicismo más depurado, un tipo culto, elegante y sofisticado, dominador absoluto de la dirección de actrices y actores, un pintor de los sentimientos, pasiones y emociones humanas. Uno de esos cineastas capaces de comprender el sentido de un decorado o un vestuario, no por su sentido ornamental sino como un elemento más de su puesta en escena, de su visualización del guion. Cukor, el hombre de Broadway que se adaptó con brillantez al mundo del cine sonoro. El hombre de La dama de las camelias, Vivir para gozar, La costilla de Adán, Nacida ayer, Encrucijada de pasiones, El millonario, El pistolero de Cheyenne, My Fair Lady, Viajes con mi tía y Ricas y famosas. El que susurraba cómo vivir un personaje a Garbo, Crawford, Grant, Hepburn, Tracy, Gardner, Audrey, Harrison y tantos otros. En el caso de Amor entre ruinas, se convierte en el prodigioso demiurgo del combate de reproches, maniobras, recuerdos y olvidos, palabras, silencios, miradas que componen la relación entre un ilustre abogado, Sir Arthur Granville-Jones (Laurence Olivier) y su cliente, Jessica Mendlicot (Katharine Hepburn), una actriz en declive que ha faltado a su promesa matrimonial con un joven atractivo y aprovechado —Costigan bailó la veracidad legal que en principio solo propiciaba, en esos casos, la demanda de la dama agraviada y no del varón—.
Amor entre ruinas toma el título de un hermoso poema de Robert Browning, el maduro poeta que sedujo, conquistó y matrimonió con la atractiva Elizabeth Barrett, cuyo poemario, Sonetos del portugués, incendia las palabras. Ambos, ante la desaprobación general, huyeron juntos para casarse en secreto. Browning, se cita en la película, comentó convencido que en la vida “lo bueno está por venir”, y al parecer Elizabeth estuvo de acuerdo. El verso final de Love Among the Ruins reza así: Love is best. Amén.
Y de eso trata Amor entre ruinas, que cuenta en su tercio final con un juicio que es una verdadera representación —todas las vistas orales forenses lo son, o deberían serlo— teatral, porque Jessie actúa como la actriz que es y que se niega a dejar de ser, y Sir Arthur la trata, con desesperado amor, como a una clienta a la que debe salvar de ella misma, diseñando una compleja estrategia de demolición que es una estrategia de clandestina reconstrucción, aunque ello comprometa su relación, una relación anclada en un secreto que el abogado atesora en tanto que Miss Mendlicott parece haber olvidado.
Si deciden ver Amor entre ruinas, James Costigan, George Cukor y, sobre todo Kate y Larry les llevarán mágicamente a Londres, 1910, y aún más allá al País de Nunca Jamás, al Bulevar de los Recuerdos jamás olvidados, a esa misteriosa fibra latiente que llamamos corazón, o lo que haya al otro lado de fibras, sangre, neuronas, lo que nos define como seres humanos que vivimos con o sin amor. Love is best.
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Love Among the Ruins (Amor entre ruinas, 1975). Producida por Allan Davis para ABC TV. Dirigida por George Cukor. Guion de James Costigan. Fotografía de Douglas Slocombe, en color. Música de John Barry. Montaje, John F. Burnett. Dirección de arte, Carmen Dillon. Vestuario, Margaret Furse. Interpretada por Katharine Hepburn, Laurence Olivier, Colin Blakely, Richard Pearson, Joan Sims, Leigh Lawson, Gwen Nelson, Robert Harris. Duración: 100 minutos.
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