Jaime Peñafiel (Granada, 1932) utiliza las gafas no para ver, sino para interpelar con menos violencia: “No es lo mismo señalar con un dedo que con esto”. Es cosa que le enseñó su padre, la persona más importante de su vida. Zenda entrevista al veterano periodista en el magnífico salón de su casa, desde el que se avista el Hospital Clínico San Carlos y en el que, entre otros enseres, hay una cabeza ptolemaica, dos caballos de un templo indio, varios arcones antiguos, un salero persa —creo que era persa— y una pila de fotos. En un par de ellas, aparece con Juan Carlos de Borbón vestido de karateca. “Me dijo que no tenía huevos a romper esta baldosa con la mano. En esta foto, aparezco rompiendo la baldosa. Me rompí un dedo”.
Conversamos con Peñafiel con motivo del lanzamiento de su último libro, Alto y claro (Grijalbo, 2022). Dice que vale más por lo que calla que por lo que cuenta. Aquí, desde luego, encontrarán más rock&roll que en un disco de Platero y Tú. Ya verán, ya.
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—Señor Peñafiel, ¿para qué debiera servir un periodista?
—Para ser notario y testigo del tiempo en el que vive, contando la verdad, moleste o no moleste, y siendo leal, no un cortesano.
—Porque un buen periodista no puede ser un buen cortesano, ¿verdad?
—No debe serlo. En España, la prensa es muy cortesana. Estos días, estoy indignado. Se están diciendo cosas sobre Juan Carlos I que no son verdad, como que se fue voluntariamente. No: le echó su hijo. No hace falta que se diga, como hace el Gobierno, que es un ladrón. Se han olvidado de cómo fue la despedida. Felipe, parece mentira, ha sido el único hijo que ha echado a su padre de casa en la monarquía. El 3 de agosto de hace dos años, Felipe le llamó a su despacho, y Jaime Alfonsín, que es el jefe de la Casa y el hombre que más odia a don Juan Carlos, le dijo: “Señor, de parte de la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, tenéis que abandonar esta casa y este país”. Felipe se quedó impasible.
—¿Usted ha contado siempre lo que ha querido?
—No: he contado lo que he debido. Como todos, valgo más por lo que callo que por lo que cuento. Todo el mundo. A mí me han confiado cosas que no puedo contar, y no voy a traicionar nunca a nadie. Llevo 70 años de periodista, sin parar un solo día, y no he traicionado a nadie. He recibido confidencias muy graves y muy importantes. Tengo un archivo terrible de cartas, declaraciones, pero nunca lo voy a utilizar. Le he dicho a mi mujer: “Como me voy a morir pronto, dentro de dos años, entonces, quémalo todo”.
—A lo largo de su vida, ¿ha pagado más por lo que ha contado o por lo que se ha callado?
—He tenido suerte. A lo largo de mi trayectoria, solamente he tenido un par de querellas. Una, injusta a más no poder. Fue por la famosa foto de Franco. El marqués de Villaverde me denunció, me procesaron, llegamos al Tribunal Supremo, pedía cincuenta años de cárcel y cincuenta millones de pesetas, en el año 84, y, mira por dónde, a punto estuvo de que le procesaran por falsa denuncia. Estando en el tribunal, el presidente le dijo: “Señor Martínez Bordiú, ¿qué concepto tiene usted del procesado?”. Respuesta: “Es fantástico, es amigo mío, un caballero, un gran periodista…”. En estas, el presidente le dijo: “Oiga, ¡si usted lo ha denunciado por ladrón!”. “No, no, no es cierto. He querido que confiese quién le ha vendido esas fotografías”. Cogió un cabreo el juez… y le dijo: “Le voy a procesar por esa denuncia”. Yo dije: “Lo vamos a dejar así, me da igual”. En realidad, me las vendió un colaborador de Franco, y no fue él quien las robó: en el laboratorio que hacía copias del material fotográfico de El Pardo, había un tipo muy amigo de este señor, e hizo una colección de fotos. Cuando empecé a dirigir La Revista del Grupo Zeta, empecé a pagar por grandes exclusivas para hacer la competencia a Hola. Entonces, me llama desde Alicante y me dice: “¿Podría venir? Tengo una cosa muy importante para usted”. Estuvimos dos horas manteniendo una conversación tonta. Yo pensaba: “¿Para qué me llama?”. En un momento determinado, el hombre mete una mano en el bolsillo, saca un sobre y ahí estaban las fotos. Me trajeron muchísimos problemas. Antonio Asensio, el presidente de Zeta, me dijo: “Estas fotos te van a traer muchos problemas, ¿eh?”. Ahora, me respetó que las publicara. Y, en efecto, me trajeron muchos problemas: hubo gente que me quiso agredir, alguno se levantó y me llamó “hijo de puta”, y hasta Felipe González, que era amigo mío, me dijo: “¿Tú hubieras publicado la foto de tu padre?”. “Mi padre no era el jefe del Estado”. Volvería a publicarlas.
—¿Y la otra?
—Fue de una forma muy tonta, hace muchos años, con Encarna Sánchez. Era una persona muy complicada y muy dura. Ahí me hice yo un hombre (risas). Ella, cuando se muere, me deja colgado con un tema. Una persona de la SGAE se sintió aludida por unos comentarios de Encarna. Ella se murió, me quedé yo solo en el juicio y lo perdí. Lo que pasa es que la persona que ganó fue muy generosa y me dijo: “Te entiendo. Te has quedado en esto solo”. Y me perdonó. Así que he tenido mucha suerte.
—Dice Miguel Ángel Mellado que usted, con los años, “se ha ido radicalizando”.
—Yo y todos. Como le dijo Clooney a uno que se metió con su mujer, que es abogada, en una rueda de prensa: “Te advierto que soy viejo y rico, y son dos cosas muy peligrosas”. Yo soy viejo y rico no, pero tengo mi vida resuelta. Por tanto, digo lo que creo que debo decir. Llevo muchos años en El Mundo y nunca me han tocado una coma. El día que me toquen una coma, me voy. Entre otras cosas, porque tengo un carácter muy independiente. Estoy muy a gusto conmigo mismo.
—¿Usted es republicano?
—No señor. Yo lo que no soy es monárquico.
—Explíquese.
—Era juancarlista, como muchos españoles. Juan Carlos ya no existe como rey. ¿Republicano? Yo prefiero, sin ser monárquico, una monarquía de Felipe VI, al que no le tengo mucho afecto, que una república presidida por Sánchez. Por supuesto.
—¿Está España preparada para ser una república democrática, liberal y moderna?
—Creo que sí. Hace unos años, un cómico catalán habló de la “puta España”. ¡Tenía razón! A mi gente no la entiendo. Lo que hicieron con el propio Juan Carlos, por ejemplo. La gente odia a las víctimas, y Juan Carlos es una víctima de su hijo y de su situación. Ahora lo ha demostrado. Ojo, y soy, español, andaluz, madrileño de adopción…
—Y granaíno, señor Peñafiel.
—Y granaíno. Otra cosa es que yo, como santa Teresa, me sacudo los zapatos y no vuelvo.
—Vaya por Dios. ¿Qué le ha ocurrido?
—Granada es una ciudad con mucha mala follá. Yo iba a celebrar mi 90º cumpleaños en Granada y no puedo. El Ayuntamiento me lo ha impedido. Iba a celebrarlo en un carmen de Apperley, un pintor inglés amigo mío. El carmen es precioso, está en el Albaicín y lo ha restaurado un arquitecto, también amigo. Más que contra mí, el Ayuntamiento va contra él. Han hablado con el alcalde, me dijeron que no iba a haber problemas, pero, finalmente, los ha habido.
—¿Cree que Leonor llegará a reinar?
—Felipe todavía es joven y puede reinar unos quince años más. Yo no lo voy a ver, por supuesto. Pero, ¿dentro de quince años habrá monarquía en España? España no es monárquica. Aquí, caen las monarquías y no pasa nada. Porque en España nunca pasa nada, afortunadamente. Hablas de Leonor. Me acuerdo de lo que dijo un día Juan Carlos cuando le preguntaron por su nieta: “Es una niña, dejémosla en paz”. Creo que puedo vivir, todavía, dos años. Yo miro, no, yo estudio las esquelas del ABC. Saco la media, y de noventa años no se muere nadie. La década de los ochenta es terrible. Entonces, yo, que estoy en los noventa… Mira, cuando estaba muriéndome del covid, hasta el extremo de que el médico le dijo a mi mujer que me dejara morir en paz, tuve tiempo de hacer balance. La muerte del covid es dulce, no sufres. Entonces, recuerdo que le dije a mi mujer: “Esta casa es exterior, tiene vistas. Deja las ventanas abiertas, que me voy con el día”. Hice balance… y tan tranquilo: he hecho lo que he querido, ya no puedo hacer más. He entrevistado a quien querido, he viajado a donde he querido, he hecho la vuelta al mundo veinte veces, he trabajado en muchas empresas, en Europa Press, en Hola, en El Mundo, en televisión, en la COPE… Ya no quiero trabajar más. Ni debo, porque es inmoral.
—Desarrolle, por favor.
—Es inmoral que una persona de cuarenta años esté en el paro y una de noventa tenga que trabajar diez horas diarias para cumplir con sus compromisos y sus contratos. ¡No! No presumo de trabajar. Ahora me cuesta mucho, y tú lo sabes, no escribir, que es un oficio, sino el folio el blanco. Tengo tres o cuatro colaboraciones a la semana, te obliga a pensar para no coincidir, y eso es demoledor. Por eso, cuando alguien te regala una noticia… (Piensa) Mira, yo no conduzco, soy muy torpe y voy en taxi. Y un día, me monto en un taxi, me mira el taxista por el retrovisor y me reconoce: “¡Anda, Jaime Peñafiel! Le voy a regalar una noticia: está usted montado en el taxi del abuelo de Letizia”. “¡No me joda! Es el mejor regalo que me puede hacer!”. Me contó que le había comprado la licencia, y toda la historia.
—¿Es, como dicen no pocos tertulianos de izquierdas, Juan Carlos I el principal enemigo de la institución monárquica?
—Le han llamado hasta ladrón. He consultado hasta a un abogado, y yo me podría querellar de oficio contra Alberto Garzón, por ejemplo. Hombre, ¡llamarle ladrón! Alguien a mi padre lo llama ladrón y yo, partirle la cara no, porque soy muy pacífico, pero le pondría una querella. Juan Carlos no tiene quien le defienda en la familia. Cuando ha venido, le ha permitido ir a Zarzuela y le ha recibido en el despacho para leerle la cartilla. Es una humillación. Felipe es buena persona, pero se ha comportado como un mal hijo.
—Entonces, ¿Juan Carlos es el principal enemigo de la monarquía?
—¡Nooooo! ¡Ha hecho muchísimo en cuarenta años! Yo le conozco desde que era cadete. He estado en su boda y he tenido muy buena relación con él. Uno de los días más importantes de mi vida, habiendo habido tantos, es el 22 de noviembre del 75, cuando le nombran Rey. Ese día, Juan Carlos lo pasa con el que te está hablando, a solas, durante tres horas, en La Zarzuela. De siete a nueve y media estuvimos solos. Nadie llamó a aquella puerta, nadie llamó por teléfono. Estuvimos él, Sofía y yo. Cuando llegué, me sorprendió que no había vigilancia, ni escolta ni luz. Estaba todo apagado. Llamo a la puerta, me abre el conserje, Francisco, me pasa al despacho y me encuentro a Juan Carlos limpiando una cámara fotográfica y a la reina sentada en una sillita baja llorando. ¡Eran los reyes de España, después de tantísimos años! Yo pensaba: “Joder, ¿qué hago yo aquí?”. Le pregunté a la reina por qué lloraba. Al hacerle la pregunta, rompió a llorar todavía más. Respuesta: “Porque han impedido que mi madre esté en la programación de su hija como reina”. Y estaban solos: la derecha estaba en la cola del Palacio Real, en la capilla ardiente de Franco; la izquierda, celebrando. Nunca he visto mayor soledad en mi vida. Y eran dos personas que acababan de ser proclamadas rey y reina de España.
—¿Diría que el rey emérito ha sido/es su amigo?
—El rey no debe tener amigos. No le hace ningún favor. A mí me ha demostrado mucho afecto. Se portó muy bien cuando murió mi hija. Muy bien, muy bien. Entonces, yo le tengo ese afecto. Me ha hecho confidencias muy importantes que nunca voy a revelar. Algunas son muy duras, muy duras. ¿Qué quieres que te diga?
—En el libro cuenta que “quien le solucionó el problema de los dineros suizos no fue otro que Felipe González”. También escribe: “Si yo hablara de la actitud del inolvidable general Sabino en el tema de los dineros de don Juan Carlos en Suiza, os ibais a enterar”.
—Sabino Fernández Campo es el jefe de la Casa del Rey más leal que ha tenido Juan Carlos. Fue muy amigo mío. Hasta el extremo de que, fíjate, el día que muere mi hija Isabel… Sabino había tenido diez hijos y se le murieron seis. Ya es una escabechina. Tres meses antes de morir Isabel, a Sabino se le había muerto un hijo. Entonces, vino a darme el pésame y le dije: “Sabino, si tú has perdido a seis hijos, ¿qué te puedo yo decir?”. “No, es peor lo tuyo: yo he perdido a seis de diez; tú, uno de uno. Los has perdido todos”. Fue muy generoso. Y un hombre muy leal con Juan Carlos. Le decía las verdades del barquero. Y lo del dinero… Le dijo un día Juan Carlos: “Sabino, arréglame lo del dinero de Suiza”. “¡Eso ni lo toques, ni lo toques!”. Pasaron unos días, no se volvió a hablar del tema, y un día le dijo el Rey: “Sabino, ya me lo han solucionado”. “¿El qué, señor?”. “Lo de los dineros”. “Ah, ¿sí? ¿Y quién?”. “Felipe González”.
—Ha mencionado la muerte de su hija Isabel. Por cómo se portó en su momento, cuenta que doña Sofía “será siempre reina de todos los españoles, pero ya no será jamás mi reina”.
—Mira, la muerte de una hija no se supera nunca. Sobre todo, si es hija única. Es terrible, terrible. Además, era una chica estupenda, políglota, que estudió en Inglaterra, y acabó compartiendo aguja con los marginados y muriendo de sida. Es terrible. (Piensa) Cuando murió Isabel, quise hacer un recorrido por el viacrucis que ella había vivido con lo de la droga. Y estando yo en La Celsa, me encuentro a una persona que me sorprendió, y yo a ella. “¿Pero tú qué haces aquí?”. “¿Y tú?”. “Ha muerto mi hija”. “¿Y tú también estás enganchado?”. “Eh, eh, un momento. ¿Y tú?”. “Ayudando a estos niños, que sus padres están en la cárcel”. Era Fátima de la Cierva, la hija del marqués de Griñón. Y estaba ahí, se dedicaba a ayudar a los hijos de los drogadictos que estaban en la cárcel. En fin, viví un calvario terrible. Yo no quería nada de doña Sofía más allá de que ella presidía una fundación contra la droga y quería intercambiar impresiones. Nada más. Quería desahogarme. Y me humilló con una carta. Esa carta llegó a don Juan Carlos, y el rey me llamó: “Oye, me acabo de enterar, qué cosa más terrible, ¿qué puedo hacer?”. Me mandó a Fernando Almansa, que era jefe de la Casa, paisano mío, y me dijo que le gustaría ir y darme un abrazo. Y no puedo decir que éramos amigos, pero son cosas que no se olvidan.
—Dice de la reina Sofía que “hoy es tan solo una pobre mujer ofendida y abandonada”.
—Sí, sí. Como la conozco, pienso mucho: “¿Por qué no se ha divorciado?”. Ha tenido motivos. El divorcio está al alcance de los españoles. Una hija suya está divorciada; la otra, se va a divorciar. Su nuera está divorciada. Entonces, ¿por qué sigue en esa actitud?
—Además, usted dice que Juan Carlos y Sofía se odian.
—Y tienen motivos. En el complot de la abdicación, participan doña Sofía por motivos lógicos, como venganza, estaba harta de tanta humillación; Letizia, porque ya se ve reina y por venganza también: el Rey no la quería, se opuso a la boda, decía “esa chica tan lista”, etcétera, y Felipe. Felipe tenía motivos para no querer a su padre. En la familia, las dos chicas se fueron y se queda él solo con un matrimonio que se odia. Estaban todo el día discutiendo y peleando. Entonces, Felipe, que llegó a pararle los pies a su padre en ese aspecto, según me contaba Sabino, tenía un gran resentimiento contra su padre. Yo le tenía afecto a doña Sofía, me ha hecho muchas confidencias, y me pregunto: ¿qué hace? ¡Un mínimo de dignidad! Salvo que sea una de esas mujeres que están enganchadas al hombre que las maltrata, que las hay. A algunas amigas mías les digo: “¿Pero cómo puedes estar con ese cabrón?”. Es una cosa ya de psiquiatra.
—Vamos acabando, señor Peñafiel: ¿qué noticia, qué reportaje o qué entrevista tiene pendiente de escribir?
—Ahora, me gustaría entrevistar a Juan Carlos. Preguntarle por sus sentimientos. Por su hijo. Su hijo le ha puesto desnudo ante la opinión pública sin tener en cuenta la presunción de inocencia. La gente le ha atacado porque su hijo lo ha desnudado. Su hijo es un ignorante. Ha ignorado el Artículo 19 de la Constitución, que prohíbe echar a un ciudadano del país. Y ha ignorado un artículo del Código Civil donde se dice que renunciar a la herencia no se puede hacer mientras viva la persona. ¿Qué asesores tiene este chico? Que yo creo que es buena persona sin esfuerzo, pero está mal asesorado.
—¿Cuál es la lección más importante que ha aprendido en la vida?
—La de mi padre. Mi padre. Mira, yo fui minero. Minero profesional. Estuve en León. Fue una locura. En la biblioteca de mi abuelo, en Granada, había un libro que se llamaba El filo de la navaja, de Somerset Maugham. El protagonista es un escritor que, de pronto, decide ser minero. Por eso, me fui a las minas de León y fui ayudante de picador. Mi padre me dio unos consejos fantásticos. Estando allí, hubo una explosión de grisú y murieron catorce mineros. Mi padre vino para sacarme… Era un santo, un bendito. Era ingeniero. Fue padre de cinco hijos y tío de quince sobrinos, todos viviendo en la misma casa, en un campo que teníamos en Granada, trabajando las 24 horas. Mi madre era muy inteligente, pero era muy complicada. Y mi padre nunca le alzó la voz. Sólo una vez. Estábamos comiendo. Mi madre estaba erre que erre con un asunto, y yo, que estaba al lado de mi padre, veía cómo iba doblando el mantel. De pronto, tiró, me acuerdo de que yo levanté mi plato, se cayó todo lo que había en la mesa, y mi padre se metió en su despacho. Era de una paciencia… Mi padre ha sido el mayor ejemplo de mi vida.
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