Tenue luz de frontera
El cementerio de Portbou se asoma a la inmensidad hermosa de un Mediterráneo cuyo fulgor estival desmiente los rigores más amargos de su historia. Hannah Arendt lo describió como «uno de los lugares más fantásticos y hermosos que he visto jamás en mi vida». Estuve allí hace unos cuantos veranos buscando lo mismo que había ido a buscar ella cuando, en 1941, intentó localizar entre sus nichos el indicio de una tumba inexistente. Su amigo Walter Benjamin se había suicidado a pocos metros, en una pequeña habitación de hotel Francia, el veintiséis de septiembre del año anterior. Es famoso el texto de la nota que él mismo pergeñó antes de ingerir la dosis de morfina que lo alejaría para siempre de este mundo y que puso en manos de una de las personas que lo acompañó en aquel exilio que iba a ser definitivo: «En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y que le explique la situación a la cual me he visto conducido. No dispongo de tiempo suficiente para escribir todas las cartas que habría deseado escribir.» El destino teje simetrías que unas veces son afortunadas y otras resultan perversas: poco más de un año antes de que Benjamin se suicidara para no verse en manos de los nazis, Antonio Machado exhalaba su último suspiro al otro lado de la misma frontera, en un diminuto pueblo francés donde había recalado en su huida de las tropas franquistas. Portbou, el lugar que acogió los últimos pasos del filósofo alemán sin llegar a saber que se trataba de uno de los pensadores más relevantes del siglo, continúa destilando esa languidez crepuscular que caracteriza a los lugares abocados a ser poco más que una nota al pie de una línea divisoria. La desmesurada estación de trenes, tan grande que uno llega a creer que podría caber dentro de ella el pueblo entero, preside hoy, igual que entonces, los designios de una cotidianidad en la que rara vez acontece algo relevante y, cuando lo hace, todo conspira para que pase inadvertido. El 4 de septiembre de 1990, una joven apareció ahorcada junto a las tapias del mismo cementerio donde en 1940 recibió sepultura Walter Benjamin bajo una identidad falsa. Una vecina encontró su cuerpo pendiendo de un árbol a primera hora de la mañana. No llevaba ninguna clase de identificación. La Guardia Civil y el forense intentaron averiguar su nombre y su procedencia. No obtuvieron ningún éxito y al poco tiempo la historia quedó olvidada. La chica de Portbou, como se la bautizó en los medios y en determinadas instancias policiales, se convirtió en uno de esos recuerdos melancólicos que acechan a veces en los atardeceres otoñales. Tres décadas más tarde se ha descubierto que era italiana, que se llamaba Evi Anna Rauter y que un día antes de su muerte había estado con su hermana en Florencia. ¿Qué ocurrió en las horas que transcurrieron entre ese encuentro y su fatal decisión? ¿Qué motivos la condujeron a desplazarse hacia ese rincón anclado a orillas de las montañas, en el confín de ninguna parte, al pie de los viejos puestos aduaneros que vieron desfilar la pesadumbre de los desterrados republicanos, junto a la posada donde cerró los ojos para no volver a abrirlos aquél que nos enseñó que todo documento de cultura es también un documento de barbarie? Las cenizas de la joven Rauter se esfumaron con tanta celeridad como lo hicieron las de Walter Benjamin, dos desapariciones separadas en el tiempo pero unidas por la trágica determinación que los llevó a dar por concluido su camino, esparcida su memoria por los reflejos de esa tenue luz de frontera que se deja ver sobre el horizonte cuando va llegando a su fin el día y desde las puertas del cementerio de Portbou el mar oscila entre la promesa del pasado y la melancolía del futuro.
Pozo de la Oración
Entre Carreña y Póo de Cabrales se abre, a la derecha de la carretera, una pequeña explanada a la que llaman Pozo de la Oración y que goza de cierto prestigio porque desde ella se obtiene una perspectiva soberbia —la otra está en el pueblo de Camarmeña, al final de un camino de cabras por el que hay que aventurarse a pie y desde el que se vislumbra la encantadora ermita donde una leyenda nunca verificada ubica la sepultura del obispo Don Pelayo— del Urriellu, ese monte al que fuera de Asturias algunos se refieren como Naranjo de Bulnes y que corona con imponencia mayestática el macizo central de los Picos de Europa. Cuentan que Pedro Pidal, que fue marqués de Villaviciosa y también el primer hombre que logró poner el pie en su cumbre, al menos que se sepa, solía acercarse por allí todos los años al comenzar la primavera. Miraba desde la distancia la solemne mole caliza que él mismo había escalado en compañía de un pastor al que apodaban El Cainejo y, con la mirada empañada por la emoción, le preguntaba en un susurro: «¿Cómo has pasado el invierno, viejo amigo?». He pasado algunas veces junto al Pozo de la Oración —sólo una me detuve, las otras me limité a mirar distraídamente por la ventanilla, a ver si divisaba entre las brumas los contornos del gigante— y nunca me había preguntado el porqué de su nombre. Me cuenta el músico Héctor Braga que en aquel lugar hubo en tiempos —el mirador se inauguró en 1933, así que tuvo que ser antes— un pozo, alrededor del cual imagino que acostumbraban a jugar los niños de la zona. Una mañana, acudieron dos de ellos a bañarse y algo les ocurrió que no acertaron a salir del agua. Tal vez estaba más fría de lo que era habitual y se entumecieron sus cuerpos, o quizá pecaron de imprudentes y no se preocuparon de disponer de asideros que los ayudaran en caso de traspié. El caso es que era domingo, los vecinos de los pueblos cercanos estaban en misa y no oyeron sus gritos de auxilio. Nadie acudió a ayudarlos y allí acabaron sus días, e ignoro si el topónimo viene de la oración que rezaban sus paisanos mientras ellos exhalaron sus últimas bocanadas o de la que rezarían cuando, atónitos, salieron de la iglesia y emprendieron la búsqueda de los chiquillos perdidos y terminaron dando con sus cuerpos inertes. Pienso que quizás Pedro Pidal llegó a conocer aquel pozo —escaló el Urriellu en 1904 y comenzaría a rendirle pleitesía no muchas primaveras después— y acaso también el triste suceso que vieron sus aguas, y me gusta pensar que había también en su pregunta retórica una suerte de invocación indirecta a las almas de esos dos niños que fallecieron bajo la mirada adusta e impasible de la gran montaña.
Unas canciones preciosas
Al hilo del eterno debate sobre hasta qué punto cabe separar la conducta personal de un artista de aquello que nos transmiten sus obras, recuerdo la anécdota que una vez me contó un viejo amigo acerca de Serge Gainsbourg y Jane Birkin. El cantante y la actriz estuvieron casados durante una década y mantuvieron a lo largo de todo ese tiempo una relación que se podría calificar de tormentosa, a causa de la indomable actitud de Gainsbourg, proclive a las infidelidades y los desplantes y la exhibición de un malditismo que alimentaría su acendrada reputación de enfant terrible. Cuando él falleció de un ataque al corazón, el dos de marzo de 1991, la prensa salió en busca de Birkin, pensando acaso que la esposa despechada aprovecharía la circunstancia para dar rienda suelta a sus rencores viejos. Pero cuando Birkin escuchó el nombre de su exmarido en boca de los periodistas que le comunicaron su fallecimiento, sólo respondió: «¡Qué demonios! Hacía unas canciones preciosas.»
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