Otro dieciocho de mayo, el de 1960, hace hoy sesenta y dos años, Ernest Hemingway se dispone a ungir con el óleo de su quintaesencia al comandante en jefe de la incipiente revolución cubana. Apenas han pasado diecisiete meses desde que Fidel Castro, el caudillo en cuestión, mandó parar y empezó a poner en marcha el orden nuevo. “Si fuera más joven estaría con ellos en la Sierra Maestra”, decía el escritor, siempre que le preguntaban al respecto, sobre los “barbudos”. Siendo el caso que no tenían tiempo para afeitarse puestos a hacer la revolución, así llamaba la prensa occidental, con innegable desdén, a los guerrilleros castristas. Después, cuando la percepción de su lucha cambie, tanto por ese añadido moral que se atribuye la izquierda como por el momento estelar que la humanidad va a vivir hoy, serán los héroes que se batían contra las fuerzas de Fulgencio Batista, quien quería “hacer de Cuba un garito”.
Con el tiempo, cuando el gran John Dos Passos publique sus Años inolvidables (1966), recordará cierta velada a bordo del Pilar, el primero de los yates de Hemingway con este nombre. A la sazón, habían terminado por llamar a Hem el Maestro, «ya que siempre era él quien dictaba las leyes». Pues bien, en aquella ocasión evocada por Dos Passos, el autor de El viejo y el mar, al igual que su protagonista, vio cómo los tiburones daban cuenta de un fabuloso atún que había mordido su anzuelo. La diferencia entre el autor y Santiago, su personaje, fue que a Hem, desde la cubierta del barco, alguien de la comparsa que siempre llevaba en sus exhibiciones le espantaba a los tiburones, que merodeaban alrededor de aquel atún, soltando ráfagas de un fusil ametrallador sobre el mar; el pobre viejo no tenía a nadie —ni siquiera a Manolín— para salvar del apetito de esos mismos depredadores a su fabuloso pez espada.
“Mi mojito en La Bodeguita del Medio, mi daiquiri en La Floridita”, suele decir Hemingway evocando sus borracheras habaneras. Viene pasando largas temporadas en su finca, La Vigía, desde que la adquirió en 1939. Entonces, debieron de impresionarle las vistas de La Habana que ofrece la propiedad, que se extiende sobre una colina a quince kilómetros del centro de la ciudad, tanto como ahora le impresiona el nuevo orden que está poniendo en marcha la revolución.
En cuanto a la pesca de la aguja, que hoy le lleva a confraternizar con los barbudos mediante el ungimiento de su comandante en jefe, ya hay noticias que nos hablan del Maestro practicándola por el canal del Castillo del Morro de La Habana, a la entrada de la bahía, en busca de la Corriente del Golfo, en 1950. Todo parece indicar que, ya entonces, el capitán del Pilar era su amigo Gregorio Fuentes, un viejo vecino de La Habana que, a decir de algunos expertos, toca muy de cerca al Santiago de El viejo y el mar.
Antes incluso de tener casa en Cuba, desde su primera edición en 1936, el Maestro ha sido uno de los principales promotores del torneo de la pesca de la aguja. De hecho, él era quien aportaba el trofeo. Ha sido tanta su entrega a esta competición que, en 1950, las autoridades del Garito —que llamarán a la Cuba de Batista Carlos Puebla y sus tradicionales en sus canciones— pusieron al encuentro, que se desarrolla a lo largo de tres días, el nombre del estadounidense. Entre 1953 y 1956, Hemingway, además de donar la copa y dar nombre al torneo, lo ganó. El Maestro, amén de cazar y pescar, necesitaba ser en todo el mejor. “Era un héroe en el Olimpo del París literario” recuerda, en otro orden de cosas, John Dos Passos. “Era amigo de [Ezra] Pound. Comía con [James] Joyce. Era el protegido de Gertrude Stein”.
La de la aguja es una pesca que se practica desde la cubierta del barco. Se trata de capturar una especie de pez espada, que en Cuba llaman marlín. “Soy un novato”, confesará el propio Castro, tras alzarse con el trofeo y el tercer puesto, habiendo obtenido cinco piezas. Nunca había practicado este deporte con anterioridad. No es pescador, es un pastor. Lo suyo es el pastoreo de las masas. “Pero eres un novato afortunado”, apostillará el estadounidense en el instante del ungimiento con el óleo de su quintaescencia.
Si puede y debe hablarse de un momento estelar de la humanidad es porque la enhorabuena del escritor a Fidel Castro marca el comienzo de la complicidad que toda la cultura occidental —siempre atenta a los mártires del comunismo, nunca a sus víctimas— va a mantener con el estalinismo cubano y sus santones hasta las postrimerías del amado siglo XX, cuando el comunismo real, en su acto supremo, ponga en marcha su autodestrucción, y el Comandante, en esta ocasión, se niegue a mandar parar.
No sabemos si Fidel, el dieciocho de mayo de 1960, gana el torneo a bordo del Granma, el yate con que él y sus fieles arribaron a la isla para iniciar su lucha. Lo que sí es un hecho comprobado es que Castro, mientras mantuvo su despacho en el Palacio de la Revolución, tenía colgada en un lugar preferente la foto que daba fe de su encuentro con el Maestro. “Al doctor Fidel Castro, que clave uno como este en el pozo de Cojímar. Con la amistad de Ernest Hemingway”, rezaba la dedicatoria.
El novelista abandonó la isla en julio de ese mismo año y nunca más volvió. Doce meses después, el dos de julio del 61, se pegó un tiro en su casa. Para entonces, el gobierno cubano había expropiado la Vigía como tantas otras propiedades. No falta gente que dice que Hemingway la donó. Como tampoco falta gente, nunca ha faltado, que llama “gusanos” a los que huyen de la dictadura cubana. “Gusanos”, como el once de diciembre de 1964, en las Naciones Unidas, llamó el Che Guevara, jactancioso, a los ajusticiados en los fusilamientos de la Revolución.
Poco pudo saber el Maestro del derrotero sangriento que tomó el castrismo luego de que ungiera a su jefe. Aunque tampoco le hubiera dado mucha importancia, habida cuenta de su complicidad con el estalinismo español —títere del soviético enseñoreado de la Segunda República—, cuando le supo responsable del asesinato de José Robles, traductor al español que fuera de Manhattan Transfer (John Dos Passos, 1925). Aquel crimen fue el fin de la amistad entre dos de los escritores más grandes de su generación. La enhorabuena a Fidel Castro, el comienzo de una complicidad. Así se escribe la historia.
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