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Una mirada que las lea - Miguel Barrero - Zenda
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Una mirada que las lea

Elogio del paseante De monjas y fantasmas Entro en la vieja Fábrica de Tabacos de Gijón, que cerró sus puertas hace ahora veinte años, junto a algunas de las mujeres que trabajaron allí durante la mayor parte de sus vidas y que no habían vuelto a cruzar sus puertas desde entonces. Más de una me...

Elogio del paseante

Es conocido el caso de Robert Walser: murió de un infarto mientras paseaba por un campo nevado el día de Navidad de 1956, como si los astros se hubiesen confabulado para brindarle un final a su medida. Uno de sus textos más célebres y hermosos, El paseo, es un homenaje a la vida y una reivindicación de ese ejercicio de caminar sin rumbo, ensimismados en la contemplación del paisaje o en los pensamientos que asaltan a medida que los pies avanzan sin excesiva determinación. Ha habido grandes aficionados en el campo de las letras. Se pueden citar, a modo de ejemplo, las largas caminatas que Antonio Machado se pegaba junto a la orilla del Duero o por los alrededores de Segovia, las que propiciaban las divagaciones de Thoreau al pie del lago Walden o las que Antonio Muñoz Molina empleó como leit motiv de sus libros El faro del fin del Hudson y Un andar solitario entre la gente. Es una afición a la que uno puede entregarse desde la cotidianidad, pero también como una exploración de lo novedoso. Pocas experiencias me resultan más gratificantes que despertar en una ciudad desconocida y echarme a la calle desprovisto de brújula y de mapa, sin otra guía que mi propia intuición dictando a su antojo si debo internarme por tal o cual calle, si vale la pena atravesar esta o aquella plaza. Del mismo modo, me gusta embarcarme de vez en cuando en recorridos demorados por la ciudad en la que vivo, sin las acometidas de las urgencias ni la obligación de los recados, y atravesar su callejero mientras vierto sobre los paisajes de todos los días una mirada que procure desentenderse de la rutina y escucho los ruidos del día a día como si compusieran una sinfonía inopinada que permanece suspendida en el aire, a la espera de que alguien la dote de un significado. «Todos los pensamientos verdaderamente grandes se conciben mientras caminamos», consignó Nietzsche. De ahí que acaso el mejor ejemplo del paseante, siempre con el permiso del citado Walser, lo constituya Walter Benjamin, que armó en su Libro de los pasajes toda una teoría que partía de sus erráticas andanzas parisinas y culminaba en un portentoso análisis filosófico de la historia. Esa flânerie que él encarnó en un grado excelso, y que tiene connotaciones eminentemente urbanas, ha venido impregnando las lecturas más lúcidas que se han hecho de nuestras sociedades desde los inicios del siglo pasado, fruto de una escritura casi automática que nace de una traducción de la percepción visual en palabras, sin que aquélla tenga que limitarse por fuerza a lo que está ante nuestros ojos. De ese modo lo ve Fiona Songel y de ese modo lo recoge en El arte de leer las calles (Barlin Libros), un pequeño ensayo de edición exquisita en el que la figura tutelar de Benjamin oficia, en realidad, de coartada: sus páginas no se limitan a invitarnos a un recorrido histórico por el noble arte del paseo y a celebrar a algunos de sus representantes más egregios, sino que alerta de la necesidad de mantener viva esa práctica para que no se resienta nuestra capacidad de analizar cuanto nos rodea desde una perspectiva crítica y razonada. «Es cierto que la uniformidad que se ha impuesto en las ciudades en los tiempos actuales debido a la gran cantidad de vehículos, calles abarrotadas, y la existencia de cadenas de negocios, entre otros muchos ejemplos, dificultan la tarea del flâneur en tanto que la hacen mucho menos asombrosa y placentera», reflexiona en el último tramo antes de indicarnos que las calles, pese a todo, continúan aguardando una mirada que las lea.

De monjas y fantasmas

"Entro en la vieja Fábrica de Tabacos de Gijón, que cerró sus puertas hace ahora veinte años, junto a algunas de las mujeres que trabajaron allí durante la mayor parte de sus vidas"

Entro en la vieja Fábrica de Tabacos de Gijón, que cerró sus puertas hace ahora veinte años, junto a algunas de las mujeres que trabajaron allí durante la mayor parte de sus vidas y que no habían vuelto a cruzar sus puertas desde entonces. Más de una me pregunta si hemos sabido algo de la monja y me explican que por allí circuló siempre una leyenda que hablaba del espectro de una religiosa que pululaba por los pasillos a las horas más insospechadas. Podría parecer una fantasía surrealista, pero tiene razón de ser: el edificio se levantó a mediados del siglo XVII para que se instalara en él la orden de las agustinas recoletas, que permanecieron allí hasta que la desamortización de Mendizábal las desalojó en 1842 para que las dependencias que habían ocupado pasaran a acoger la fabricación de cigarros. Las excavaciones que se llevaron a cabo en su subsuelo a principios de este siglo, cuando el inmueble se convirtió en propiedad municipal, permitieron constatar que bajo la antigua iglesia barroca —que en sus tiempos industriales se empleó como almacén de rama— yacían enterrados unos cuantos cadáveres, lo cual demuestra que no iban desencaminadas las trabajadoras, que se adentraban entre los antiguos muros eclesiales con la cautela de quien no tiene la menor intención de saldar cuentas con las almas de los desaparecidos. Les cuento que una de las agustinas que profesó allí fue Xosefa de Xovellanos, la primera escritora en lengua asturiana de la que tenemos noticia y hermana del ilustrado Gaspar Melchor, y fantaseamos con la posibilidad de que el espectro fuese el suyo; no habría sido raro que le diera por aparecerse de vez en cuando para reclamar el reconocimiento que no siempre se le ha brindado. Pese a todo, a las antiguas cigarreras no les inquieta saber que una buena parte de su jornada laboral transcurría caminando sobre restos humanos. Lo que les sorprende es enterarse de que bajo el suelo del patio central del edificio se escondía, muy cerca de la iglesia, un pozo romano datado en el siglo IV y cuya profundidad alcanza los cinco metros. Ni lo sabían ellas ni lo sabía nadie, porque la estructura se descubrió en el año 2007, al hacer allí las primeras catas para averiguar qué podía haber debajo de aquellos muros imponentes que se habían levantado en el corazón del barrio antiguo de la ciudad. Como es evidente, tampoco pudo tener la menor noticia del asunto el escultor Eduardo Chillida cuando, en 1990, erigió en el Cerro de Santa Catalina, unos metros por encima de la Tabacalera, su escultura Elogio del horizonte, un portento de hormigón que ocupa más o menos el solar donde estuvo una capilla que ya entonces era un recuerdo difuso del que ni siquiera sé si tendría constancia el propio Chillida. Y sin embargo, si trazamos sobre un plano una recta que conecte el Elogio con lo que fue la entrada principal a la ciudad por la antigua muralla romana, comprobaremos estupefactos que la línea resultante atraviesa la Fábrica de Tabacos justo por el punto en el que se encuentra el aljibe. La naturaleza teje leyes que no formula, pero de las que nos hace partícipes inconscientes. Cómo asegurar que esa corriente invisible que fluye bajo el embrión bimilenario de una ciudad en redescubrimiento perpetuo no es la que de algún modo orienta el devenir de quienes la pisamos, la que marca nuestras pautas y rige las conexiones entre el pasado y el futuro. Quién sabe si no anidará en el fondo de ese viejo pozo que ha reaparecido tras permanecer olvidado muchos siglos el ovillo del que se va desenredando el largo hilo que conecta a los vivos con los muertos.

Las calles del pasado

"Observo imágenes que muestran el lugar soliviantado y lleno de escombros, como si acabara de ser escenario de una guerra, y me doy cuenta de que poco tiene ya que ver conmigo"

Escucho que ha habido una explosión en General Pardiñas y rápidamente consulto si el desastre se ha consumado cerca del lugar donde yo viví entre 2002 y 2003. Era una especie de pensión para estudiantes que hacía esquina con Padilla y cuyas habitaciones se iban haciendo más hospitalarias a medida que ascendían los pisos. A mi llegada me instalé en un habitáculo del primero, con suelo de baldosa y vistas a un patio de luces, en el que ya era noche cerrada a las cuatro de la tarde; terminé en la cuarta planta, en una habitación con parqué y un ventanal que se abría a una fachada suntuosa del barrio de Salamanca que me gustaba contemplar al anochecer, cuando sus moradores regresaban al hogar y se encendían las luces y asistía desde mi impunidad anónima, igual que James Stewart en la película de Hitchcock, a las rutinas intrascendentes de esos vecinos lejanos que ni siquiera sospechaban de mi existencia. He vuelto pocas veces por allí, no más de dos o tres, y en cada una de ellas he podido comprobar que apenas queda recuerdo de los lugares que frecuenté. Ni está el kiosco de prensa donde a veces compraba los periódicos —eran los tiempos del Prestige y el «No a la guerra»— ni la cafetería a la que iba a desayunar de vez en cuando y con cuyo camarero llegué a entablar algo parecido a una amistad. Tampoco está ya la Crisol de Juan Bravo donde compré la edición barata de El Quijote en la que me enfrasqué durante semanas y que sigue siendo una de las piezas más queridas de mi biblioteca, e imagino que se habrán muerto tanto la dueña del hospedaje —una mujer que ya era anciana entonces— como un señor de edad más que avanzada con el que coincidía algunas tardes en el ascensor y del que nunca llegué a saber qué pintaba allí. La detonación, que al parecer causó la muerte de dos personas, ha ocurrido unas manzanas más abajo, pero reconozco el enclave porque solía encarar ese tramo de la calle cuando regresaba de mis andanzas por el centro rodeando el parque del Retiro. Observo imágenes que muestran el lugar soliviantado y lleno de escombros, como si acabara de ser escenario de una guerra, y me doy cuenta de que poco tiene ya que ver conmigo, como si a medida que pasa el tiempo las calles del pasado se fueran convirtiendo en un país en el que no nos queda otro remedio que sentirnos extranjeros.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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