Hasta épocas aún recientes, los medios de comunicación no daban cuenta de los suicidas en la idea de que hacerlo podía conllevar sombrías sugerencias a los potenciales asesinos de sí mismos. La intención, indiscutiblemente, era buena. Pero también paradójica, si consideramos que nunca se ha hecho lo mismo con los asesinos del prójimo. Antes al contrario: a poco que una muerte se presuma “por causas violentas” se especula con que, en efecto, lo ha sido. De un tiempo a esta parte, sostienen los expertos que es mejor afirmar con precisión la causa del deceso. Si el finado era un enfermo —también de antiguo se ha venido omitiendo la referencia a ciertos males en las noticias necrológicas—, la nueva norma aconseja afirmar con precisión la dolencia que puso fin a sus días. En el caso de los suicidas —que a la postre también suelen sufrir uno de esos desequilibrios descritos en diversas patologías— lo mismo.
En realidad, no hubo tumba para el hombre que dio vida al Addison DeWitt de Eva al desnudo (Joseph L. Mankiewicz, 1950): sus restos fueron incinerados y no creo que fuese nadie a aventarlos. Me da la sensación de que, cuando este gran intérprete —a fe mía, junto con James Mason, fue uno de los mejores actores británicos que supieron sobresalir en los repartos del Hollywood clásico—, se fue, el mundo sintió cierto alivio al librarse de un personaje incómodo. De ahí que no se ocultase que se había matado. Se decía que amaba a las mujeres por su dinero y las abandonaba cuando la fortuna de la dama dejaba de parecerle bastante. Casado con las dos hermanas Gabor, primero con una y luego con otra, permaneció unido a Zsa Zsa, la mayor, cinco años. A la menor, Magda, apenas unos días de 1970. Eso sí, nunca quiso engañar a nadie. Un sinvergüenza profesional, tituló sus memorias él mismo, llegadas a las librerías en 1960.
Particularmente, George Sanders fue el primer asesino de sí mismo de cuyo fin supe en los medios de comunicación, en las noticias de actualidad de la época. Como meses después sabría de la dieta a la que se vieron abocados los deportistas que sobrevivieron a la tragedia de los Andes. Con anterioridad al de Sanders, mi idea del suicidio no iba mucho más allá del pistoletazo con el que se volaban la sesera los poetas románticos.
La más célebre de las tres notas de despedida que el actor dejó antes de marcharse cuenta, desde entonces, en el florilegio de esta literatura: “Querido mundo, he vivido demasiado tiempo. Prolongarlo sería un aburrimiento. Os dejo con vuestros conflictos, vuestra basura y vuestro estiércol”.
Un año antes de aquel billete postrero, David Niven —el más digno de los galanes ingleses y el más injustamente olvidado tras su muerte—, amigo de Sanders desde que los dos eran jóvenes, había recordado en sus memorias The Moon’s Balloon que, ya en 1937, a los treinta años, Sanders le había anunciado que acabaría quitándose la vida con barbitúricos.
Nacido para ser uno de los grandes snobs, cínicos y vividores de toda la historia del cine, lejos de huir del encasillamiento George Sanders contribuyó a él, acentuándolo con un dandismo típicamente británico. Tanto fue así que, ya en el otoño de su filmografía, comido por las deudas, alienado por la priva y obsesionado por el miedo a la decrepitud —el gran temor de todos los intérpretes—, trabajaba en lo que fuera. La más lograda de todas sus creaciones fue ponerle la voz a Shere Khan. Sí señor, el pérfido tigre de El libro de la selva (Wolfgang Reitherman, 1967), la popular animación de la Disney de las historias recogidas por Rudyard Kipling en El libro de las tierras vírgenes (1894). Como es sabido, Shere Khan, el feroz tigre de Bengala, enemigo declarado de Mowgli, el villano por excelencia de cuantos animales han antropomorfizado el cine y la literatura, es, por ende, el gran enemigo de los hombres. Partiendo de este asunto, no hay que discurrir mucho para concluir que Sanders, que al cabo era todo un misántropo, tuvo que hallar al recrear, mediante la voz, al gran enemigo de los humanos.
De su elevadísima autoestima da cuenta el mismo autor en el fragmento de Un sinvergüenza profesional referido a su nacimiento: “El tres de julio de 1906, en San Petersburgo (Rusia), tenía lugar un hecho de importancia capital: un niño de asombrosa belleza y encanto infinito estaba a punto de nacer”.
Escoceses afincados en Rusia —donde el padre se había destacado como el mejor tañedor de la balalaica en la ciudad de las noches blancas—, fue el mayor de los hermanos Sanders, el también actor Tom Conway, la única debilidad que se le recuerda a George. Ni que decir tiene que cuando estalló la revolución soviética la familia abandonó el país pitando. Puestos a matar gente, los comunistas no dejaron con vida ni a uno solo de los Sanders que pillaron. Tampoco hace falta discurrir mucho para concluir el origen del primor con el que el actor incorporó a toda una galería de rusos blancos, pérfidos nazis y demás enemigos del pueblo. Entre aquéllos, se impone recordar al Fedor Mikhailovich Petroff de Extraña confesión (Douglas Sirk, 1944); entre éstos, al Franz Schlager de Confesiones de un espía nazi (Anatole Litvak, 1939).
Unos años antes, al acabar los estudios, el joven Sanders intentó establecerse como hombre de negocios con el tabaco en Argentina. Tanto entonces como al final de su carrera, cuando volvió a probar suerte en estos menesteres, la experiencia fue lamentable. Sostiene Kenneth Anger, en el segundo volumen de su Hollywood Babilonia, que de aquellos días sólo le restó el buen recuerdo que dejó en todos los burdeles de Buenos Aires. Ya empleado en una firma comercial inglesa, coincidió en sus oficinas con una joven Greer Garson, y la futura protagonista de La señora Miniver (William Wyler, 1942) fue quien instó a Sanders a que se hiciera actor de cine. No hay duda de que aquel fue el gran consejo de su vida.
El abanico de personajes recreados por el suicida es tan amplio como excelsa la nómina de realizadores con los que colaboró, amén de los ya citados. Para Hitchcock fue el Jack Favell de Rebeca y el Scott de Enviado especial (ambas de 1940); para Fritz Lang el mayor Quive-Smith de El hombre atrapado (1941) y el Lord Ashwood de Los contrabandistas de Moonfleet (1955); para el Jean Renoir del exilio estadounidense el George Lambert de Esta tierra es mía (1943).
Bien es cierto que el Oscar al Mejor Intérprete de Reparto le fue concedido por su papel en Eva al desnudo, pero en su haber destacan otras interpretaciones para Mankiewicz. Particularmente, me quedo con el Miles Farley de El fantasma y la señora Muir (Mankiewicz, 1947). Ahora bien, sus grandes cínicos, tan flemáticos como manda el ideal británico, le fueron dados en las adaptaciones de Oscar Wilde. Así, fue el mejor Lord Henry Wotton de la mejor adaptación de El retrato de Dorian Gray, la estrenada por Albert Lewin en 1945. Para Lewin, también recrearía con sobresaliente acierto al Georges Duroy de La vida privada de Bel ami (1943), sobre la más célebre de las novelas de otro suicida, el gran Guy de Maupassant. Ya en el 49, fue el mejor Lord Robert Darlington de El abanico de Lady Windermere, la igualmente admirable versión de la pieza teatral de Wilde estrenada aquel año por Otto Preminger.
En una filmografía tan dilatada como la de Sanders, no faltan brillantes recreaciones de personajes tan singulares como Eugène-François Vidocq, el antiguo delincuente que acabó siendo el primer director de la Sûreté Nationale francesa. El futuro suicida lo incorporó en Escándalo en París (Douglas Sirk, 1946). También se impone citar sus trabajos para John Brahm en Jack el destripador (1943) y Concierto macabro (1945). Y, por supuesto, su mejor trabajo del declive de su filmografía, el Alex Joyce de Te querré siempre (Roberto Rossellini, 1954).
Lo peor empezó cuando su hermano Tom, notable intérprete de cintas de serie B, murió alcoholizado en una escapada del hospital donde estaba ingresado. George, que había renunciado a algún personaje para que lo interpretase Tom, en aras de lanzar algo su filmografía, acusó aquel óbito como si no fuera el cínico que aparentaba ser. Ese mismo año, 1967, murió su tercera esposa —sin duda la que más quiso— la también actriz Benita Hume.
Después de las tragedias personales llegaron las deudas, la ruina, la bancarrota. Total, que empezó a darle fuerte a la botella. Una noche, en vez de acabar la velada tocando el piano, como hubieran hecho sus más pérfidos personajes, la emprendió a hachazos con el instrumento. La demencia había empezado a enajenarle. Tuvo más psiquiatras que esposas, siete frente a cuatro. Pero ninguno de ellos supo diagnosticarle la tremenda depresión que padecía. Y al cabo, en abril del 72, decidió poner punto final en Castelldefels al camino iniciado en San Petersburgo sesenta y cinco años antes.
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