Otro veintisiete de abril, el de 1998, hace hoy veintidós años, Carlos Castaneda se despide de todos sus lectores sin haber llegado a despejar las dudas que, desde sus primeras ediciones, tres décadas atrás, en la edad de oro de los alucinógenos, vienen gravitando sobre su vida y su obra. Tan poco aficionado a comunicarse cara a cara con sus lectores como J. D. Salinger, el difunto ha sido un misterio para casi todo el mundo.
Si no fuera porque para algunos, de los muchos comentaristas que ha generado su literatura, este singular antropólogo peruano que ha vendido más de once millones de libros en el planeta entero, renunció a su idioma cuando renunció a la tilde de la “ñ” de su apellido —Castañeda en origen—, podría decirse que con don Carlos se va uno de los primeros —si no el único— que ha disertado en español sobre las supuestas maravillas que aguardan al otro lado de las puertas de la percepción a quienes se decidan a traspasarlas. Pero lo cierto es que Las enseñanzas de don Juan (1969), su primer trabajo, ya está escrito originalmente en inglés, como Las puertas de la percepción (Aldous Huxley, 1954), Las cartas del Yage (Allen Ginsberg y William Burroughs, 1963) o La experiencia psicodélica: Un manual basado en el libro tibetano de los muertos (Timothy Leary, 1964), los primeros clásicos de la literatura alucinada.
El mundo académico, que en el mejor de los casos deja a un lado el fenómeno sociológico y pararreligioso que ha provocado la obra de Castaneda y considera mera ficción sus experiencias con el nahualismo, asiste indiferente a la muerte de quien considera un falso profeta. Pero hay algunos, de los muchos que le leían en la España de finales de los años 70 en aquellas ediciones mejicanas del Fondo de Cultura Económica que, tras la noticia de su muerte, siguen creyendo que Castaneda, con su “linaje de nahuales” ha pasado, en efecto, a mejor vida.
Para ellos seguirá habiendo maestros, como su don Juan, mientras siga habiendo alumnos que hagan preguntas. Tienen el convencimiento de que la avidez de un significado y un propósito más recónditos que los ofrecidos por la vida cotidiana es universal, atemporal y forma el núcleo del «deseo» en el nivel más profundo del corazón humano. Pero ignoran que otro día como hoy, otro veintisiete de abril, el de 1667, hace de éste trescientos cincuenta y cinco años, en la Inglaterra de Carlos II, John Milton, ciego y arruinado, vende por diez libras los derechos de El paraíso perdido, uno de los grandes clásicos de la literatura inglesa. El destino puede llegar a ser irónico hasta cuando la vida se acaba.
Qué lejanos han quedado los días de los alucinados en masa cuando algunos de quienes lo fueron comienzan a admitir que no hay más explicación a las palabras de Carlos Castaneda que la sintonía que cada uno pueda encontrar en ellas. Al antropólogo la revelación le fue dada mediado el siglo XX. Aplicado entonces en un trabajo de campo sobre el papel como seudopsicólogos de los chamanes en las comunidades indígenas, conoció casualmente a un anciano amerindio en una estación de autobuses próxima al desierto mejicano de Sonora. Era Juan Matus, el don Juan de las enseñanzas, un nahual que reconoció en Castaneda un discípulo al que habría de abrir la via yaqui del conocimiento. Ya en ella, supo que, además de la realidad que nos es dada a todos, hay estados en los que se perciben otras realidades. Y en estas realidades alternativas se descubren otros mundos a los que permanece ajeno quien no ha sido iniciado debidamente.
Veinte años después de esas lecturas, ya metidos los antiguos alucinados en los rigores de la vida sobria y la realidad tangible y compartida con el resto de los mortales, sin paraísos artificiales ni visiones de chamanes que valgan, al saber del tránsito de Carlos Castaneda, hay algunos de sus antiguos lectores que aún se acuerdan de aquellas chicas alucinadas. Y ahora son ellos los que alucinan al creer volver a verlas en el 78, cuando ellas les hablaban de una forma de vida antiquísima y olvidada, de cómo los nahuales podían transformarse en seres fabulosos.
Sé de uno, que nunca creyó en nada, que atravesaba entonces un momento tan triste como debió de serlo para John Milton la venta de los derechos de El paraíso perdido. Pero aquel al que me refiero acusó el óbito de Castaneda sólo por el encanto con que le hablaba de sus diferentes realidades una de aquellas alucinadas. Nunca más se supo de ella. Como nunca más se supo de Florinda Donner, la esposa de Castaneda, gurú además de antropóloga. Dos días después de óbito de don Carlos, el 29 de marzo del 98, desapareció en el Valle de la Muerte, el desierto californiano y, desde entonces, no ha vuelto a dar señales de vida. Así se escribe la historia.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: