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Bota blanca de tacón de aguja, un cuento de Mercedes de Pablos - Zenda
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Bota blanca de tacón de aguja, un cuento de Mercedes de Pablos

La violencia, las relaciones afectivas de cualquier naturaleza y sobre todo la búsqueda de la coherencia son los ejes que vertebran estos relatos de Mercedes de Pablos. Zenda reproduce a continuación «Bota blanca de tacón de aguja», un cuento incluido en el libro El Ángel de la paz.  Mi realidad era mi madre muerta, vacío...

La violencia, las relaciones afectivas de cualquier naturaleza y sobre todo la búsqueda de la coherencia son los ejes que vertebran estos relatos de Mercedes de Pablos. Zenda reproduce a continuación «Bota blanca de tacón de aguja», un cuento incluido en el libro El Ángel de la paz

Al dar la vuelta se me paralizó el corazón. Lo que veía era el esqueleto de un brazo al que parecía coronar un garfio siniestro y estilizado como el dibujo de un cuento de piratas de Hugo Pratt. Tuve que fijar la vista, esforzarme y a punto estuve de buscar las gafas en la mochila, para comprobar que no, que no me había equivocado, que la realidad no encerraba muertos ni tesoros ni aventuras en el Cabo de Hornos y victoriosos pendientes de oro en las orejas, mi realidad eran diecisiete bolsas de basura, tamaño jardín, y un solo contenedor de ropa usada en cincuenta kilómetros a la redonda.

Mi realidad era mi madre muerta, vacío en el corazón y kilos de objetos en los armarios, cajones y hasta pasillos de la casa que un día fue nuestra. La razón derrotada, el corazón hecho trizas porque aunque la lógica me eximiera de culpa, he sido una buena hija, me repetía como un mantra, esos objetos regalados, abandonados, desterrados me hacían sentir que dejaba a mi madre sola, tan sola como su ataúd en el cementerio, tan sola como los muertos de Bécquer, como todos los muertos.

La mujer de Lot fue vencida por la curiosidad, bendita ella, más liviana que la culpa que a mí no me ha convertido en sal sino en cemento, todo parálisis, incapaz de salir de ese bucle de angustia.

La bota blanca sobresaliendo de la boca del contenedor de ropa, una bota blanca de los años sesenta, seguramente de Latouche, una de sus marcas favoritas, cuidada e hidratada como la piel de un bebé, amorosamente guardada en ese caos de Diógenes pijo que eran sus armarios, sus casas, sus cosas.

Es la bota y ese tacón tan fiero, ese garfio hundido en mi pena, la imagen que veo desde aquella noche y a todas horas. Mi huida, porque era una huida, del Punto Limpio y mi esperanza de olvidar esa imagen, la ropa de mi madre engullida por un artefacto, casi una criatura, verde y panzuda y una idea absurda instalada en la cabeza como cuando se te pega una canción horrible y eres incapaz de desprenderte y cuando crees haberla olvidado vuelve el estribillo, voraz como una termita, persistente también como la piedra en la que me he convertido toda yo. Pensé, es una bota de Latouche, como tantos otros de sus zapatos y algún bolso, seguramente ansiados en una Charity cualquiera pero no vivo en el Reino Unido ni puedo esperar a que un alma caprichosa en Wallapop se las quiera llevar, dije Latouche e inmediatamente me vino a la cabeza el rostro de Latouche, no el diseñador o el zapatero sino el economista, ese aguafiestas francés que anda empeñado en que decrezcamos todos para salvar al mundo. Tiene narices que, avergonzada por la deslealtad a las cosas de mi madre, a sus recuerdos vivos, a sus tesoros, no se me quite de la cabeza este agitador que nos recuerda que hemos roto el mundo a fuer de tanto usarlo, unos más que otros desde luego.

En otro momento tal vez me hubiera servido la asociación de ideas para repasar una vez más, e incluso contarlo en las clases, la contradicción de vivir demandando unos derechos que se alimentan de la falta de derechos de otros, la amenaza apocalíptica y nada improbable de Latouche asegurando que no hemos matado a la gallina de los huevos de oro sino a todas las gallinas y gallos posibles, que nuestra manera de vivir es tan frágil como lo fue la de los dinosaurios y que torres más altas han caído.

Torres altas, botas altas. Curiosamente sobrevives a destrozos vitales, sobrevivimos a guerras reales y emocionales, somos capaces de tragar dolores, amarguras, hambres, tragedias, pero un día una imagen, un gesto, te ataca por la nuca y ya eres alguien vencido, ya has perdido, ya la bota blanca de tacón de aguja te ha derrotado para siempre.

Quién se acuerda hoy de Carlomagno, una de las frases favoritas de uno de mis mejores compañeros, profesor como yo pero con toneladas de descreimiento más que yo y tantas otras de una sabiduría entre Séneca y un personaje de taberna. Cuando veía que me enzarzaba en alguna disputa académica o simplemente personal, si es que he sabido distinguirlas, cuando me veía sufrir e indignarme, perder el sueño, agriárseme el carácter, me invitaba a un café y me insistía: Quién se acuerda hoy de Carlomagno, hasta los más grandes caen en el olvido, no pierdas la paz por algo que habrá de convertirse en olvido. El resto es silencio, recuerda a Hamlet, remataba.

Pero cómo hablar del silencio de mi madre que, tan prudente en vida, no deja de gritarme desde que vacié su casa y abandoné esa bota, como una bandera coronando la cima de una derrota. La imagen muda de la bota blanca es, para mi desgracia, la imposibilidad de enmendar un pecado, mi pecado, creer que la memoria mantiene vivos a quienes ya no están y caer en el supremacismo humano sobre los objetos. Nada más falso.

Sobrevive el banco del parque aquel donde te besaron la primera vez y, torpemente, quisieron emular a un fotograma de Love Story, metiéndote la lengua hasta la campanilla y haciéndote dudar de tu afición por un amor que no fuera platónico. Nada queda de aquel por el que, cuando dejó de llamarte, creíste ser capaz de morir de tristeza pero el banco ahí está, ni vándalos ni planes generales urbanísticos han podido con él, cincuenta años después lo ves cuando paseas por ese parque y el beso aquel primero sigue vivo en el banco, ni el que besó ni la que fuiste al ser besada, es ese armazón de hierro, ya muy repintado y envejecido el que sigue ahí, viejo, solo y solemne como si fuera un árbol.

Sobrevive el primer diario que escribiste, cursi y retorcido, con una letra que no entiendes y de lo que te alegras infinito porque la parte inteligible te provoca un rubor que ni las Brontë en una sala X, sobre todo los poemas, esas rimas pomposas que no rompes ni tiras a la basura por cierta aprensión, más que lealtad a tu pasado, a ti en el pasado, por algo parecido a la superstición de creer que si la rompes se operará un autobudú maléfico, con las hojas rotas o manchadas de grasa y de fruta, perderás una pierna, una mano, incluso un poco de tu capacidad de pensar y de amar.

Sobrevive la silla que te regalaron cuando empezaste la carrera y tu padre decidió que ninguna otra de la casa reunía cualidades para acompañar tu esfuerzo y no convertirse en un suplicio. Desde tu habitación de niña y luego de estudiante la silla ha viajado por todos tus domicilios, tan fuerte y tan robusta que nunca has querido sustituirla aunque ahora parezca un vejestorio ante las que diseña la industria, tan bellas y tan ergonómicas, aunque esa silla de tela azul eléctrico desentone rabiosamente con todo tu mobiliario y aunque, sobre todo, ahora no la uses jamás porque escribes o lees o trabajas con el ordenador en las rodillas en el sofá del salón.

Sobrevive la carpeta que compraste para guardar los papeles de la separación, la sentencia del divorcio, el pago a la procuradora, todo muy ordenado en sus hojas de fuelle cerradas con un lazo de color rosa, quisiste darle un envoltorio bonito a toda esa letra pequeña y fea y antipática y testigo de tanto fracaso, no la de un amor que se rompe sino la de una relación que se convierte en guerra.

Sobreviven la vajilla, las cacerolas, los cubiertos que te regalaron cuando decidiste vivir sola, cuando inauguraste sin saberlo la etapa más larga de tu vida, la vida en soledad, el espacio cerrado de una privacidad de tanto tiempo que ya no recuerdas siquiera cómo debe ser compartir una toalla de lavabo, dejar que sea otra mano la que haga la cama, recoja los trastos de la cena, decida qué canal ver en la televisión.

Sobrevive, y ahí ya empezaste a emular a tu madre, la cinta negra con letras doradas que le arrancaste a la corona mortuoria de tu padre un instante antes de que la metieran en el nicho con el féretro, qué desgarro de flores empujadas, deshojándose para acompañar al cuerpo yacente, ese cuerpo que ni las ve ni las huele pero al que ellas acompañan como las esposas hindúes debían seguir al marido muerto. Por un impulso y aunque se trataba de un convencional «tu esposa y tus hijos no te olvidan», cogiste la cinta y la guardaste, la has seguido guardando en todos esos cajones privados que te han acompañado en tus casas y en tu vida. Sobrevive ese lazo sinestro precisamente compartiendo espacio con la borla de un gorro de esquiar que se le cayó al último hombre al que amaste, lo recogiste y prometiste coserlo alguna vez pero no era el gorro lo que estaba irremisiblemente roto en aquel hombre. Se fracturó él, una depresión severísima dijeron los médicos, y te fracturó a ti sin posibilidad de costura ni remiendo.

Sobreviven los objetos como la bota blanca ha sobrevivido, caníbal de todas las emociones que has sentido al quedarte definitivamente huérfana. Altiva y caprichosa, la imagen de la bota, absurda y casi una humorada, impidiendo la tragedia, el melodrama, el sollozo.

Porque es la culpa, invasora e invasiva, casi tangible, tocable, física. La culpa como un tatuaje, una huella, una marca, la culpa fría de saber que aún quedan muchos días laborables y hasta de fiesta y risa.

Sobrevive la traición de dejar que la vida continúe, la traición de haber sobrevivido.

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Mercedes de Pablos. Periodista y escritora. Vive en Sevilla desde 1978 y ha dedicado su vida al periodismo y, los últimos años, a la gestión cultural y la investigación social. Es autora de varios libros de no ficción, la novela Jonás, mapa para el buen traidor (2020) y los relatos Ajuste de cuentos (Renacimiento, 2011), que contaban con personajes reales, desde Juan Echanove, Van Morrison y Juan Diego a José Luis Sampedro. En este caso y partiendo de una narración más larga que da nombre al libro (El Ángel de la Paz), aunque no se trata exactamente de auto ficción, sí se abordan situaciones y tramas que forman parte de la vida y las obsesiones de su autora. Mercedes de Pablos comenzó en la SER, ha dirigido programas en RNE, RCE y Canal Sur Televisión. Fue directora de Canal Sur Radio y Andalucía Abierta Radio. Fue miembro del Consejo audiovisual de Andalucía. Colabora con varios medios de comunicación. Tal vez, a su juicio, la de lectora sea su auténtica vocación y su imposible profesión.

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Autor: Mercedes de Pablos. Título: El Ángel de la paz y otros relatos. Editorial: Espuela de plata. Venta: Todostuslibros

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Laura di Verso

Leo poesía, con o sin rima. Y me gusta que me cuenten cuentos. Frecuento las redes, poco, desde marzo de 2020, como @lauradiverso.

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