Hace unas semanas, una tarde lluviosa y fría de esas que Burgos acostumbra a regalarnos, mientras navegaba entre los centenares —o miles— de películas ofrecidas por tal o cual plataforma de streaming, una en particular llamó poderosamente mi atención. Su título, a priori, no me decía nada en particular: El oficial y el espía. Sin embargo, el cartel anunciador del film, que mostraba a dos oficiales, posteriormente supe que franceses, bigotes en ristre y frente a frente, era otra cosa. Hice click y la información detallada de la cinta ocupó la pantalla del televisor.
El caso, que conmocionó y dividió a la sociedad francesa de la época durante más de una década, estalló en 1894 cuando se acusó al militar Alfred Dreyfus de haber entregado a los alemanes documentos secretos, convirtiéndole así en un espía, con lo que eso implicaba en la Francia de la III República, incapaz de digerir la derrota en la guerra Franco-Prusiana de 1870 y el final de su imperio.
Nadie mejor, por lo tanto, que un oficial judío-alsaciano para pagar el pato y canalizar el nacionalismo y antisemitismo exacerbado que caminaba por sus anchas y, ya de paso, saciar las iras y frustraciones de una nación en decadencia. Así, sin pruebas, Alfred Dreyfus fue condenado a cadena perpetua y enviado a la isla del Diablo, en la Guayana francesa. La película, por cierto, comienza con una escena magnífica en la que el hasta entonces capitán soporta con una dignidad encomiable su degradación y escarnio ante sus antiguos compañeros de armas.
Convencida de la arbitrariedad de la sentencia, su familia no dejó de luchar por él, emprendiendo una campaña pública de apoyo y profundizando en la investigación del caso, hasta que en 1896 el mismísimo jefe del contraespionaje francés, el coronel Georges Picquart, descubrió que el verdadero traidor —y es que sí que había un espía de verdad, no todo había sido inventado— era el mayor de origen húngaro Ferdinand Walsin Esterhazy.
Pero claro, eso no podía ser, ¿desde cuándo la razón y las pruebas irrefutables encontradas pueden imponerse al sentimiento mayoritario, al mainstream, a lo políticamente correcto? Por supuesto que no, ¿cómo no va a ser ese otro presuntuoso oficial? ¿No es acaso judío y, para más inri, alsaciano? Así, el Estado Mayor no solamente se negó a reconsiderar su decisión, sino que además se libró de Picquart destinándole al norte de África.
El punto de inflexión del caso llegó en 1898 con la publicación de la carta dirigida al presidente de la República en la portada del influyente diario La Aurora (L’Aurore) en la cual se hacía un alegato en defensa de Dreyfus. El título de la carta, Yo acuso (J’accuse), era lo suficientemente explícito y además lo firmaba nada más y nada menos que Émile Zola, el autor francés de mayor prestigio de la época, el padre del naturalismo. Eso sí, al escritor la broma no le salió gratis, dado que, aparte de verse forzado a autoexiliarse a Inglaterra, se cree que su muerte por asfixia fue propiciada por un fanático que tapó la chimenea de su casa en 1902.
Finalmente Alfred Dreyfus fue rehabilitado, lo cual no impidió que sufriera un atentado en 1908 en el que, por fortuna, solamente sufrió heridas leves en un brazo. Murió en 1935 tras ser ascendido a coronel. Nunca reclamó ni exigió indemnización alguna al estado, únicamente quiso —por lo visto lo más difícil— que se reconociese su inocencia.
La realidad es que si, en cualquier momento de la historia, incluyendo nuestro presente, cuestionar lo políticamente correcto, el consenso, es complicado y altamente arriesgado para cualquiera que se atreva, ser víctimas de ello siempre es un auténtico drama, a menudo con consecuencias fatales. Nada como recordar a Galileo y su Eppur si muove para librarse de la hoguera. Y es que, en ciencia, las cosas se demuestran, por ejemplo, por reducción al absurdo o por inducción completa, y no por consenso. De no ser así, la Tierra, quién sabe, puede que aún siguiese siendo plana.
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