Todos las noches, en El Espino, cuando se han ido los visitantes y se cierra la puerta, dos fantasmas echan la parrafada. Son dos mujeres que no coincidieron en vida ni tienen mucho que ver tampoco entre ellas, salvo que compartieron la misma ciudad. Porque a lo largo de cien años, El Santana, El Castillo, El Mirón, San Polo, San Saturio y el mismo Espino han permanecido inalterables. “Todo pasa y todo queda”.
En su monumental biografía de Antonio Machado, Ian Gibson asegura que los sorianos poseen claves para leer a Machado que están vedadas al resto de los mortales. “Contigo en Valonsadero, fiesta de San Juan…”. ¿Quién, sino un soriano, puede comprender la literalidad de tantos versos como éste? Ellos no creen disfrutar de ningún don. Ni siquiera creen que aquel profesor de francés fuera tan genial como dicen. Para ellos es normal soñar durante el invierno con el pasto cubierto de flores, con los toros de Cañada Honda y con echar un baile en la pradera al acercarse el 23 de junio. “Primavera soriana, primavera humilde…”.
Cuando escribió su libro, Gibson necesitaba comprender las numerosas referencias al día a día del “alto llano numantino” esparcidas por la obra del poeta sevillano y que, sorprendentemente, siguen vigentes. “Mole del Santana, ancha y maciza”. O “placeta del Mirón, desierta plaza”. O el “alto Espino” que da título a este texto y que tampoco necesita explicación, al menos para ningún soriano. Gibson no oculta que los envidia por eso. En Soria, hasta los niños de teta saben que “no todas vais al mar, aguas del Duero”.
Y también que la Soria en la que “parece que las rocas sueñan”, que tantos lectores han buscado “mirando la tarde roja entre Moncayo y Urbión”, sólo es una quimera, como Neverland, la Tierra Media o la Región benetina. Una quimera que no se ubica en la geografía, sino en un corazón roto por el dolor que, al cabo de cien años, los sorianos han hecho finalmente suyo. “Mi corazón está donde ha nacido, no a la vida, al amor, cerca del Duero…” Como los suyos, por otra parte. Exactamente igual que los suyos.
Hay que ser especial para encontrarle el punto a la Soria del “campo empedernido” y un genio para convertir en literatura esa “hermosa tierra de España” maltratada por el clima. Un “trozo de planeta” en el que menudean nombres como Renieblas, páramos de Barahona, Yelo o sierra de Pela. Y donde el año se divide en “diez meses de invierno y dos de infierno”. El “trozo de planeta” que sirvió a David Lean para recrear la estepa rusa. El mismo que compartieron Leonor y su amiga, pese a no haber coincidido nunca sobre él.
Cuando subas al Espino, salúdalas. La amiga vive a sólo unos metros, ante la pared oriental; por las tardes le da un sol que en invierno no calienta, pero que ilumina. Su sepultura es la número diez y si hasta hace poco la presidía un enebro, aún queda el tocón. No tiene pérdida. Entre otros nombres, pone “Robín”.
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra…
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