Cazadores de icebergs (editorial Salto de página) pone de manifiesto que nuestros actos siempre están conducidos por la fatalidad del ser humano; él es el infinito proyecto de sí mismo, por encima de sí se sobrevuela. La deforestación, la agricultura, la explosión demográfica, la industrialización, la subyugación del universo que el hombre escribió en la Biblia para justificarse, la experimentación con animales que constituye el mayor exterminio de especies y la crueldad llevada a niveles más allá de psicóticos para los que no se encuentran adjetivos: todo esto define nuestro paso por el planeta.
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—Cazadores de icebergs es la tercera de las catástrofes elementales de una serie que iniciaste con Voces en off y La infección de lo humano. ¿Qué visión aporta este nuevo título?
—Los tres son textos muy existencialistas y están profundamente interrelacionados. Cazadores de icebergs comienza donde termina Voces en off y ahonda en La infección de lo humano. Si Voces en off desarrollaba la invención —la creación simbólica, por tanto— del espacio y el tiempo donde se iba a desarrollar la actividad humana, y La infección de lo humano trataba desde lo colectivo las terribles consecuencias de la aparición del hombre sobre la tierra, es decir, el antropoceno, Cazadores de icebergs subraya lo absurdo y lo abominable de las acciones, más desde un plano individual, de esta especie que se cree el centro de todo el universo. Y se lo cree de tal modo que ha inventado un dios que lo mandate: “Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen. / Y los bendijo Dios, y dijo: Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sojuzgadla; ejerced dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”. (Génesis 1: 26-28). Cazadores de icebergs es, de los tres libros, el que más incide en la permanente e imposible búsqueda de equilibrio y estabilidad dentro de un mundo en constante mutación y, sin embargo, nada crea en ese mundo más desequilibrio ni más desasosiego que la propia existencia humana y su temeraria y destructiva actividad.
—El teatro sigue siendo en tu obra un hogar privilegiado para la palabra poética. Cuando piensas el poema, ¿le estás otorgando ya un cuerpo para expresarse en un escenario?
—No, esa es solo una consecuencia. Hay algo grandioso que ocurre en el teatro: toda palabra en él es siempre verdadera y es siempre significante; incluso en el teatro del absurdo, donde el lenguaje puede no parecerlo, adquiere esa cualidad «necesaria», la de aquello que no ha podido decirse de otro modo; de eso me aprovecho. Como decía Badiou, «toda representación es una indagación sobre la verdad», y solo hay una cosa peor que lo verdadero o lo falso: lo insignificante. El teatro, como escenificación, es el espacio simbólico por excelencia y todo lo que ocurre allí es significante. No conozco un instrumento mejor para reflexionar sobre el ser y su lugar en el mundo: todo en él es ficticio, y sin embargo también es tan real… ¿Hay algo más real que la ilusión?
—El episodio de Nietzsche llorando ante el maltrato de un caballo inspiró la magnífica película El caballo de Turín, de Béla Tarr. ¿Es la compasión el leit motiv que todo artista debería reivindicar como posibilidad de redención humana?
—La interpretación de ese episodio que más me interesa es la que hizo Kundera. Dijo que tal vez Nietzsche pidió perdón al caballo en nombre de Descartes. Descartes, en su delirio religioso, asumió la preeminencia que la Biblia concede al ser humano sobre todo el universo. Mientras esto no se revierta y la humanidad no acepte que su papel en esto debiera ser, cuando menos, tan importante como el de una lombriz de tierra, la compasión solo será una forma de limosna. ¿Qué compasión puede haber en el verdugo? No hay compasión sin conciencia y no puede haber conciencia, en su concepto amplio, en esta enloquecida sociedad de consumo. Y ni siquiera la compasión es un acto estrictamente humano, pero el humano la ejerce desde un plano de superioridad: a eso me refiero cuando digo que es una limosna. En cuanto a la redención… no hay ninguna posibilidad mientras el ser humano no abdique de su antropocentrismo, de su falso pedestal de superioridad, mientras no asuma que ha sido la última especie en aparecer en este mundo y entienda que, como especie, debería quedar reducida a un número aceptable y proporcional al resto para conseguir algo de equidad. No puede hablarse de ecologismo mientras no se acepte una drástica reducción de nuestra especie y una descolonización de gran parte de los territorios donde habita.
—Podría decirse que desde hace años practicas una poesía de base social, de denuncia de muchas conductas humanas y de identificación con un mundo «subyugado», como apuntabas antes. Pero yo creo que lo que conocemos como «poesía social» no se acomoda bien a lo que escribes. ¿Con qué denominación te encuentras más a gusto: «poesía social», «poesía de la conciencia crítica»…?
—Sobre mi libro El aliento del klai escribió Manuel Martínez-Forega que es un modelo de verdadera poesía social que refuta la nomenclatura histórica de esa corriente principalmente circunscrita a la «Generación del 50» y que habría que definir mejor como «poesía ideológica» o «poesía política». Y creo que la distinción es acertada, pero que no se circunscribe en exclusiva a ese libro. En Flores en la cuneta, Las caricias del fuego, La infección de lo humano y, más aún, en Cazadores de icebergs existe una denuncia sobre el modo en que el ser humano se relaciona con el mundo que habita. Respecto a la «poesía de la conciencia crítica», no me puedo encontrar, ni perder, puesto que nadie me ha incluido en ella. Es una nueva denominación bajo la que se han agrupado un pequeño número de poetas, y ya todos sabemos a estas alturas para qué se crean los grupos. Para mí la poesía no es, ni deja de ser, una actitud de reivindicación o de denuncia, sino el modo de expresarse de un ser que ejerce volitivamente su posicionamiento frente al mundo. Si no hay en ese ser conciencia crítica, es decir, un modelo distinto y distante de observar y juzgar la realidad que nos envuelve, lo que construya será necesariamente falso o impostado. No escribo poesía para agradar a nadie, para parecerme a nadie, ni para que me acoja un grupo u otro. Todo eso forma parte de la pasamanería socioliteraria que aborrezco tanto. Ya hay demasiado «tratado de la anécdota» en la poesía española y quienes lo practican lo hacen con auténtico fervor. El poema debe aspirar a un conocimiento profundo y simbólico y, por lo tanto, huir de la mirada complaciente y acomodaticia. Lo ha dicho Celaya mucho mejor que yo: «Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales». Desde niño encuentro más épica en el fracaso que en el éxito. Por eso siempre estoy del lado de los débiles, lo mismo en el deporte que en los mataderos.
—¿Cuando te refieres a la «poesía de la anécdota» debemos entender que piensas en esa escritura de youtubers y en eso que llaman «nueva poesía»?
—La «poesía de la anécdota» ha existido desde siempre, y eso que llaman «nueva poesía» es más viejo que el ruido. En realidad, es la mala poesía de todos los tiempos; en palabras de Martín Rodríguez-Gaona es una «poesía tardoadolescente»; es decir, aquello que cantaba Mari Trini en los años 70: «¿Quién no escribió un poema huyendo de la soledad? ¿Quién a los 15 años no dejó su cuerpo abrazar?». Pero esa «cualidad» no se agota en estos poetas tardoadolescentes, hay unos cuantos poetas muy reconocidos que se afanan en la práctica de esa «poesía de línea clara» que defienden sin pudor algunas de las editoriales más conocidas, y que se podría mejor llamar «poesía de la banalidad». Todo esto ha producido una inversión del canon, llevándolo a un territorio más propio de juglares. Estos juglares componen sus propios textos con la sana intención de ser mayoritarios para ser comprendidos por un estrato social lo más amplio posible. Pero no debe olvidársenos qué es lo que hemos entendido por Poesía en los últimos siglos. Es inconcebible comparar a Dante, Quevedo, Huidobro, Vallejo, Eliot, Pound, Aleixandre, Cernuda, o el último Lorca —y un larguísimo etcétera— con esta poesía de Burger King que parece desconocer que existe un lenguaje más allá de lo burdamente denotativo. Alguien debería decir a estos «poetas» que no se hace poesía solo con pulsar la tecla «Enter». Aristóteles define la metáfora en su Poética como «la transferencia del nombre de una cosa a otra», cuanto más avaros seamos en esa transferencia más indigente será la poesía. Todo poeta debe aspirar a la mayor polisemia que le sea posible sin perder el equilibrio que existe entre esa difícil máxima apertura significativa y la desorientación de la deriva; igual que una cometa, siempre en el clímax de su alejamiento, pero que permanece atada —estirada y tirante— al hilo de la idea. Solo la mala poesía es exhaustiva. «Únicamente el símbolo nos permite acceder a lo infinito», dejó escrito Von Schelling. Las únicas formas de simplicidad que adoro son las producidas por la azarosa desidia de la naturaleza. Casi todas las demás, y especialmente las del ser humano, me son aborrecibles.
—¿Crees entonces en una poesía trascendente, en el poema como revelación?
—No, ¡qué va! Creo en la poesía que abre puertas. El poema es la creación intelectual de un ser que posee lenguaje. Entre la idea y el mundo se encuentra ese constructo lógico mediador entre ambos, ese mismo lenguaje con el que los dioses son creados. Nunca he creído en la pose de «los poetas de la revelación», sino en la honda investigación sobre nuestra propia capacidad cognoscitiva y en la reflexión que se expresa mediante la palabra. Los médiums están bien para la tele, pero si aceptamos su existencia en la creación poética, el poeta no tiene mayor mérito que un simple cable de cobre, es decir, un básico elemento transmisor. Todos estos intentos de trascender lo humano con teorías de lo sobrenatural con el único objetivo de hacer de «los trabajos y los días» algo más elevado me produce mucha risa. No puedo participar en ningún caso de ese concepto de creación poética donde el poeta no es más que un mediador —ese hilo mediador al que Octavio Paz se refirió en El arco y la lira— entre ese impredecible sustrato trascendente (que no es otra cosa que una mente pensante) y el poema. Y es fácil de entender: si creemos en esto tendremos necesariamente que aceptar que el poema está hecho, terminado, y nos es dado; algo así como asumir que existe un almacén inmenso de poemas donde las musas —o ese ser que nos dicta— eligen para nosotros uno según su gusto. ¿Cómo es posible hablar de lo indecible cuando el material con el que trabajamos, exclusivamente, es la palabra? ¿Qué ocurre si la quitamos? La única condición para que algo sea indecible es que nos olvidemos del lenguaje, que el mayor logro de la humanización se pierda para siempre y volvamos al árbol del que nos bajamos.
—Afirmas que hay dos cosas que gobiernan el mundo: la maldad y el absurdo. Y el amor… que forma parte del absurdo. ¿Quizás que el amor forme parte del absurdo sea un motivo que otorgue algo de esperanza a la especie humana?
—No hay nada que pueda —racionalmente— conceder esperanza a nuestra especie. Ni siquiera sus dioses inventados, porque toda esperanza se apoya en una inmensa falacia: la idea de trascender. Y el amor, en su forma más enajenada, es decir, invadida por el ansia y el deseo, es tal vez la forma de esperanza más absurda, pues el amor no es más que una energía que quien ama proyecta sobre lo amado para después, algún día, retirársela. Siempre es la misma energía, prestada a cuerpos distintos. Pero qué duda cabe que, mientras brilla y nos ciega ese reflejo que implantamos en el otro, hace que la vida parezca menos humana.
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Autor: Alejandro Céspedes. Título: Cazadores de icebergs. Editorial: Salto de Página. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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