Un día, cuando Adolfo Bioy Casares tenía diez años, un primo lo llevó a la sección vermut de El Porteño. Ahí había un cuerpo de baile que se llamaba Las Treinta Caras Bonitas. Entre ellas, dos hermanas: Elena y Haydee Bozán. El joven Bioy se enamoró de la segunda. Después de juntar coraje, la llamó y le propuso una cita. Tomó prestada la voiturette de su madre y fue a buscarla a la salida del teatro. Con alguna ambigüedad, Bioy cuenta que llevó a la bataclana a la casa de ella “y ahí concluyó esa apoteosis mía”. Pero después ella no quiso verlo más; Bioy entendió que no había esperanza cuando la mujer, oyéndolo tartamudear en el teléfono, le ordenó: “Vocabulice, m’hijito, vocabulice”. Esta, me parece, es una de las dos escenas que contienen la imagen que Bioy ofrece de Buenos Aires.
La ciudad de Buenos Aires, en estas dos escenas, es lo que siempre será en la obra de Bioy: un lugar recordado con nostalgia, pero una nostalgia un poco extraña o malsana, porque el lugar no es muy querible. Es un Buenos Aires feo, un poco sórdido, como de cotillón, y que al final es homicida. Las bataclanas de nombres anticuados (Haydee, Nora, Clara), los teatros de revista, los hoteles o departamentos adonde ir “de trampa”, calles como Florida o Quintana (pero también otras más plebeyas, como Osvaldo Cruz, Fernández de Enciso o la Avenida Juan B. Justo), los parques, en especial los parques un poco cursis, como el Parque Lezama o el Jardín Japonés, los taxistas o las chitrusas que profieren con voz engolada frases del tipo de “Este can es muy amistoso” o “Vocabulice, m’hijito”, los restaurantes o boliches con nombres como Los Mininos, La Pagoda, el Saint James, el Café Platense: ¿qué lector no reconoce en esas estampas el mundo de Bioy? Todos tienen una cosa en común: esa forma particular de fealdad que consiste en remedar a otra cosa. En el bar que remeda a Londres, en el parquecito que remeda a Japón, en el hotel por horas que remeda una cama compartida, con la bataclana que remeda a una mujer ardiente, toman forma los personajes de Bioy, que a su vez parecen ellos mismos remedos o parodias involuntarias.
Poco importa que a veces (en sus diarios y cartas) el Buenos Aires de Bioy sea patricio y que otras veces (en sus cuentos más conocidos y en novelas como El sueño de los héroes o Dormir al sol) sea de clase media: el hecho es que Bioy siempre elige destacar los rasgos crasamente teatrales, la pretensión, lo que patéticamente quisiera ser algo diferente de lo que es. No por nada la escena culminante de El sueño de los héroes tiene lugar durante un corso. Es costumbre decir que los temas de Bioy son la realidad virtual, las dimensiones paralelas, la soledad del individuo. Yo lo diría de otro modo. Creo que el tema secreto y constante de Bioy fue la hipocresía. Y que la realidad virtual, las dimensiones paralelas y la soledad son efectos colaterales de la hipocresía (el hipócrita se siente aislado, vive una vida paralela, sus simulaciones crean una realidad virtual, etcétera).
Hoy sabemos que había un abismo entre los sentimientos personales de Bioy, tal como aparecen en sus diarios, y el rostro que ofrecía a los demás. Vivió una vida dislocada; como todo hipócrita, buscó también indicios de esa dislocación en los otros, ses semblables, ses frères, y cuando los encontró, sintió desprecio por ellos. Ese desprecio se contagia a su visión de la ciudad. Si el Buenos Aires de Borges es laberíntico, si el de Roberto Arlt es alucinado, el de Adolfo Bioy Casares es despectivo.
Hay formas atenuadas o benignas de ese desprecio en Bioy: digamos, formas que se resuelven en una imagen meramente irreal de la ciudad. En el cuento “La trama celeste” coexisten varios Buenos Aires en dimensiones paralelas. Estas ciudades alternativas tienen pequeñas diferencias entre sí: la avenida Juan B. Justo está siempre, pero a veces existe el pasaje Owen y otras veces no, y a veces la calle Bynnon se llama Márquez, y el Club Atlético Vélez Sársfield no está donde debería estar. Como estas opciones no parecen causarles mayor angustia a los personajes —que no parecen muy apegados al Buenos Aires “original”—, el efecto final es una ciudad afantasmada: innecesaria. Hay un efecto parecido en otro cuento: “Nóumeno”. Ahí, el personaje principal debe llegar desde el Parque Japonés hasta Constitución, en medio de la huelga de la Semana Trágica, que ha vaciado las calles. Camina desde el Bajo y Callao hasta Alsina, donde logra tomar un coche de plaza; en ese coche anda por Lima, en Independencia dobla a la izquierda y en Tacuarí a la derecha. Al llegar a Garay se baja. Así vacía, la ciudad no es ni siquiera un escenario: es algo casi abstracto, una pura distancia entre el personaje y el tren que lo llevará a su estancia en la provincia.
Pero en esa ciudad afantasmada surge, de golpe, algo que la redime: la violencia. El sueño de los héroes, tal vez la mejor novela de Bioy (si pensamos en La invención de Morel como un cuento largo) tiene un argumento mágico: Emilio Gauna pasa tres noches de 1927 de farra con unos amigos. Esas noches, que lo llevan por varios barrios de Buenos Aires, entre ginebras y máscaras de corso, le dejan la sensación indefinida, pero imborrable, de haber vivido algo extraordinario. Tres años después, vuelve a encontrarse con los mismos amigos, en la misma época del año, y se propone repetir tanto como pueda la situación original. No tarda en entender que aquella fue, en realidad, una premonición de esta noche, y que esta noche iba a morir peleando a cuchillo.
Quiero detenerme en el papel que en esta fábula juega la ciudad. En la escena de 1927, los barrios que visitan —Villa Devoto, Villa Luro, Flores, Nueva Pompeya, Congreso, los lagos de Palermo— son lugares casi desprovistos de atributos; los únicos colores los aportan los corsos, las máscaras, las murgas. La segunda vez que Gauna hace el recorrido, en cambio, el carnaval está casi ausente. La cosa importante y terrible que aquel cotillón escondía va a emerger. Los personajes, la primera vez, parecían entrañables; ahora son matonescos o abyectos. También Buenos Aires, esta vez, es una ciudad hostil. El Club Villa Devoto les niega la entrada; los bares están cerrados. El prostíbulo de la calle Médanos ha sido clausurado. Los pomos de carnaval están rellenos con agua de las cunetas. Las imágenes son fúnebres: “A la izquierda, contra un cielo de luna y de nubes, una fábrica se prolongaba en pálidos muros y en altas chimeneas. De pronto, en lugar de muros, Gauna vio barrancas abruptas, con matas de pasto en la cima, con algún pino y con alguna cruz”. Y entonces empieza a entender. “¿Debía llegar hasta la culminación de la aventura, hasta el origen de su oscuro fulgor, para descifrar el misterio, para descubrir su abominable sordidez?”. Gauna entiende que lo van a matar. En otra página piensa: “El tono de Buenos Aires, descreído y vulgar, tal vez nos engañó”. Pero esta vez Gauna no se deja engañar, aunque le cueste la vida, y por eso su historia es una historia feliz.
Esto ocurre en 1930, el año del primer golpe militar en la Argentina; y la idea de una ciudad que justo entonces deja de ser prostibularia y carnavalesca para volverse mortífera parece demasiado elocuente para ser casual. En 1976, ya no en la ficción sino en la realidad, a Bioy le tocó asistir una vez más a esa revelación: la ciudad inconsistente donde surge, de golpe, la violencia. La vulgaridad que se revela como crueldad, la indiferencia que se revela como abyección, y el intento de hacerle frente, y el muerto.
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