André Bazin escribió que el western era el equivalente de los cantares de gesta europeos, consecuencia de una Edad Media que los Estados Unidos no habían conocido. Muy pronto, las leyendas —esas que en el Oeste, según le contó el editor del Shinbone Star al Senador Ransom Stoddard, él mismo una leyenda vida como el hombre que mató a Liberty Valance, cuando se transforman en hechos se imprimen antes que la verdad— se convirtieron en literatura popular, las dime novels que precedieron a las publicaciones slick y pulp. Incluso esas leyendas vivas se convirtieron en personajes de circo, como bien intuyó el mítico Buffalo Bill, que llevaba en su espectáculo al no menos mítico Sitting Bull. Historia, realidad, leyendas de frontera, mentiras, mistificación, ficción; todo un territorio construido con todos esos materiales, de la materia de la que están hechos los sueños, nuestros sueños.
En los 40 y los 50 el western, digamos que desde La diligencia (Ford), Pursued (Walsh), Incidente en Ox-Bow (Wellman), Río Rojo (Hawks) y El pistolero (King), convirtió todo ese inmenso territorio de sentimientos, emociones e imaginería en algo más complejo, con tesis, psicología y política, pero en sus mejores entregas el género siempre amanecía en las mismas fuentes del Pecos.
Hay muchas películas legendarias en el western, de esas que se recuerdan siempre por sus imágenes, personajes o diálogos, pero junto a esos monumentos coexisten pequeñas joyas escondidas que atesoran el secreto del género, pureza narrativa, cierta ingenuidad en la trama y los personajes, el valor del paisaje, la tersura del estilo, la naturalidad de la actuación de los actores. Por eso y en honor de ese western esencial, inmortal, el que, al menos a algunos, nos hace latir el corazón y aviva los recuerdos de tardes de juegos de indios y vaqueros, de programas dobles de pipas en cines con suelo de madera que retumbaba cuando la grey azuzaba una buena cabalgada de los buenos o la caballería llamada por el clarín, extraigo del Cofre del Pirata Cuatro caras del Oeste (Four Faces West, 1948).
Cuenta una hermosa historia de frontera. Una historia de redención. Un joven atraca un banco mientras la ciudad homenajea a su nuevo sheriff, el legendario Pat Garrett. La persecución nos lega, en una maravillosa fotografía en blanco y negro obra de Russell Harlan, los parajes desolados y épicos de Nuevo Méjico. La acción nos lleva a trenes, estaciones, carromatos, casas de postas, montañas, ríos, caballos, polvo, sudor, a días y a noches. Y al Morro, un pináculo de roca que se yergue como un silencioso y grave vigilante en medio del Camino Real, un hito al que los gringos llaman Inscription Rock. Los primeros viajeros españoles dejaban allí su firma, antes de enfrentarse con el ignoto desierto. Pasó por aquí, escribían, y ponían su nombre y fecha. La Historia en las historias. La frontera y sus recuerdos hechos de esqueletos, inscripciones de roca, leyendas. Se lo cuenta, al pie de la roca, un hispano, Monte Márquez, un jugador profesional sentencioso y cabal, a un joven, Ross McEwen, que se parece al que atracó el banco, y que le entrega un dinero para su padre apurado en su rancho, y a una joven enfermera, Fay Hollister, entre abrumada por el Oeste y fascinada por sus secretos, y que algo siente por el joven jinete. Pat Garrett, el hombre que mató a Billy el Niño, su otrora amigo, el otro lado de la oscura leyenda de Liberty Valance, una suerte de Tom Doniphon, escueto, inteligente y humano, que persigue el elusivo, su huida es un compendio de arrojo, ingenio y humor, rastro del joven atracador, lidiando con los avariciosos cazarrecompensas a los que el indignado banquero lanza al ruedo con la promesa de muchos dólares valor oro. El Destino, o la Providencia, que esos parajes de Nuevo Méjico se persignan en cristiano, lleva al joven atracador a un aislado rancho, de pobre gente hispana, a los que el garrotillo, la difteria, les tiene al borde de la muerte. Si toma un caballo de refresco en ese rancho, al otro lado de las arenosas lomas, a Ross McEwen le aguarda la seguridad de Méjico, si se queda para ayudar a esa gente, antes que después llegarán Pat Garrett y su posse. El western siempre nos habla de viajes, de narraciones escuchadas junto a un fuego de campamento con una taza de latón con café entre las manos, de dilemas morales aceptados como lo que son, un modo de vivir y contarlo.
Cuatro caras del Oeste emociona por su pureza, su simplicidad, su naturalidad, su estilo puro Azorín con la rebeldía barojiana de negarse a rendirse ante nada ni nadie. Es un cuento, nada de leyendas, sino de testimonios grabados en roca de gente que pasó por aquí. De gente bien, de moral, aunque no distingan bien ciertos conceptos bienqueridos por la gente de orden estricto, sobre todo si hay dinero por medio, pero al fin y al cabo estamos en frontera, en un país que se hace a golpes de violencia, leyes difusas y pérdidas irremediables.
Alfred E. Green no es un nombre que resuene ni en el cine en general ni en el western en particular, pero conduce Cuatro caras del Oeste con la clara sencillez del mejor Ford, con el vigor desafiante del mejor Raoul Walsh, con la humanidad del mejor Wellman o Tony Mann. Como uno de los grandes, como uno de los nuestros. Claro que contaba con un estupendo guion, que se tomaba muchas libertades con la novela corta Pasó por aquí, una joya de buena literatura, llena de humor un poco Mark Twain o de O. Henry, poesía desesperada tipo Bret Harte o vigor romántico tipo Ernest Haycox. Su autor, Eugene Manlove Rhodes, pasó por aquí, creció, muy turbulentamente, en esos atribulados tiempos y parajes de Nuevo Méjico. Y escribe como los ángeles. El camarada Green contó además con la baza imprescindible de Joel McCrea como el joven atracador cuya mirada limpia y honrada, su escueta manera de decir las cosas, recuerda la estirpe de los Harry Carey, William S. Hart, Gary Cooper, Randolph Scott o John Wayne, modelados sobre la imagen de El Virginiano, la novela y personaje creados por Owen Wister, el tipo que abrió las puertas de lo novelesco al western. Y con Frances Dee, esposa de McCrea en la vida real, la enfermera recién llegada del Este que se ve envuelta imprevistamente en la fuga y persecución de un joven silencioso que le gusta en cuanto lo ve, por no hablarles de dos veteranos actores de carácter como Charles Bickford como Pat Garrett, tan duro como humano, y Joseph Calleia, que compone un genial Monte Márquez, testigo orgulloso del pasado hispano de su gente y país.
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Four Faces West (Cuatro caras del Oeste, 1948). Producida por Harry Sherman. Dirigida por Alfred E. Green. Guion de C. Graham Baker, Teddi Sherman, y William y Millarde Brent, adaptando la novela Pasó por aquí, de Eugene Manlove Rhodes. Fotografía de Russell Harlan, en blanco y negro. Montaje, Edward Mann. Vestuario, Alfred Berke. Interpretada por Joel McCrea, Frances Dee, Charles Bickford, Joseph Calleia, William Conrad, Martin Garralaga, Raymond Largay, John Parrish, Dan White, Davison Clark, Houseley Stevenson, George McDonald, Eva Nowak. Duración: 90 minutos.
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