Su último verso
Escuchando a Fulgencio Fernández, un vecino del pequeño pueblo leonés de Cármenes que desde hace cuarenta años se obstina en mantener viva la llama de la cultura en su reducto de la montaña, recuerdo que una vez escribí largo y tendido sobre Basilio Fernández, un personaje cuya existencia aparentemente vulgar ocultaba un tesoro que sólo se descubrió cuando él ya no formaba parte de este mundo. De hecho, no es que se pueda contar mucho sobre su vida. Se sabe que nació en Valdervín el 28 de julio de 1909 y que se trasladó, siendo un niño, a Gijón, donde su padre tenía un almacén de vinos y coloniales. Podemos afirmar que estudió en la Escuela de Comercio y que pasó después al Instituto Jovellanos, donde fue alumno de Gerardo Diego y compartió pupitre con Luis Álvarez Piñer. Luego se matriculó en Derecho en la Universidad de Oviedo, en cuyas aulas trabaría relación con Gonzalo Torrente Ballester. Terminó la carrera en Madrid y regresó a Gijón para trabajar en la empresa familiar, aunque la guerra civil no tardaría mucho en interrumpir sus planes. Se alistó en el ejército republicano, pero durante la retirada se pasó al bando opuesto y terminó el conflicto como alférez provisional de las tropas franquistas en Cataluña. A partir de ese momento, alternó estancias en Barcelona —donde desempeñaba una representación comercial— con otras en la ciudad de su infancia, a la que se trasladó de manera definitiva en 1944, tras el fallecimiento de su padre, para compartir con uno de sus hermanos el peso de la gestión del almacén de vinos que aquél había abierto y que se ubicaba en la esquina entre las calles Donato Argüelles y Langreo. Después, todo es silencio. La vida de Basilio Fernández se encaramó a una rutina despojada de aspavientos y su vida social se limitaba a hacer tertulia en el Club de Regatas o en las terrazas de la calle Corrida. Hablaba allí de muchas cosas, pero nunca de literatura. De ahí que tras su muerte, ocurrida en abril de 1987, a su sobrino Emiliano le sorprendiera encontrar entre sus pertenencias unos cuadernos en los que a lo largo de su vida había ido escribiendo hasta ciento cuarenta poemas que, si bien partían de una adhesión más o menos evidente a las tendencias creacionistas, iban evolucionando hasta conformar un lenguaje propio y fascinante que aunaba tradición y vanguardia para arrojar versos que deslumbraron a propios y extraños en cuanto empezaron a correr de mano en mano. Uno de sus primeros lectores fue el editor Álvaro Díaz Huici, que comenzó a preparar una edición que luego traspasaría a su colega Carlos González Espina. Fue éste quien sacó a la luz su poesía completa, en un hallazgo tan feliz que terminó derivando en una consecuencia absolutamente inesperada: al año siguiente, el jurado correspondiente decidió conceder el Premio Nacional de Poesía a aquella obra pergeñada durante décadas, en el silencio de una existencia anodina, por un comercial de vinos que resultó ser un absoluto desconocido incluso para las personas que le tuvieron cerca. El diario El País dio la noticia del fallo con un titular tan certero como estremecedor: «Nace un poeta muerto». Puede que con él escribiera Basilio Fernández, desde el más allá, su último verso.
La «putificación» del mundo
Me descubre Carmen Camacho un sustantivo, putificación —que se deriva a su vez de un verbo, putificar—, que ella emplea para designar el carnaval perpetuo en que el turismo desmesurado ha convertido el centro de Sevilla, pero que yo encuentro extensible a otros muchos ámbitos debido al afán impenitente de una parte no menor de la sociedad por putificar todo aquello que abarcan sus tentáculos. Se putifica la convivencia día a día —lo vemos en los periódicos, en los discursos falaces con que tanto líderes como aspirantes a serlo intentan (y consiguen) engañar a sus audiencias, en las retóricas huecas que se prodigan en abstracciones estériles sin descender nunca a lo concreto para pontificar en el vacío sin embarrarse con los fangos de la realidad— y se putifican cuantas cosas caben en ella sin que a sus putificadores se los reconvenga o vean afeada su conducta —más bien al contrario: se los jalea o adula según el caso, se los percibe como salvación cuando son, en realidad, condena— y al cabo se sienten legitimados y hasta forzados a proseguir con su labor putificadora. Los observa uno desfilar con su pompa y su circunstancia a cuestas y recuerda el cuento de aquel emperador que pretendía lucir ante sus vasallos un supuesto traje cuya visión se vetaba a las personas inteligentes, y asalta entonces una sensación desoladora: la que confiere el saber que, si bien su obligación moral pasa por emular al niño de la fábula y alertar de que el prohombre va desnudo, nos hallamos en un punto en el que pocos querrán ver lo que en verdad hay, por evidente que resulte; mejor fingir que nos tragamos la mentira y disimular, para ver si nos va bien o, cuando menos, se queda la cosa igual que está y no sufrimos mella.
Un pueblo en la orilla
Suelo reparar, en el transcurso de mis idas y venidas a Madrid por carretera, en un pueblo que sobrevive medio exhausto junto a una orilla de la autopista. No es algo premeditado: aunque esté leyendo un libro, o mirando una película, o recibiendo y enviando mensajes en el móvil, o sumido en alguna de las cabezadas breves que me permite de vez en cuando el traqueteo del autobús, un raro azar provoca que me dé por mirar por la ventanilla siempre que él hace acto de presencia. Me llaman la atención su iglesia, de proporciones desmesuradas para el tamaño de la aldea, y un torreón derruido que se yergue, digno, sobre una pequeña loma. Acierto a leer el nombre en el cartel que indica el desvío correspondiente y lo tecleo en el buscador del teléfono. Me entero así de que Mota del Marqués recibe ese nombre del cerro donde se alza el castillo y que su iglesia, originalmente dedicada a Santibáñez, está hoy bajo la advocación de San Martín. El pueblo fue cedido en 1222 a la Encomienda de la Orden de los Caballeros Teutónicos de Prusia, dato que me parece muy exótico, y en 1480 los Reyes Católicos le concedieron un mercado franco que contribuyó a engrandecer sus recaudaciones. De ahí tuvo que venir la prestancia de su templo parroquial, que proyectó Rodrigo Gil de Hontañón junto a un palacio, el de los Ulloa, que perteneció al primer titular del marquesado que Felipe II concedió al pueblo. También descubro que aquí nació el periodista y dramaturgo Pedro Calvo Asensio, que tiene un cameo en Fortunata y Jacinta, y que si el castillo está como está no es porque el tiempo haya hecho de las suyas, sino porque lo echaron abajo los franceses en su incursión napoleónica y desde entonces bastante tiene con resistir como buenamente puede. Me hago el propósito de detenerme aquí algún día y caminar por esas calles que imagino silenciosas y hasta adustas, resignadas a ese ostracismo que emana del olvido, y dejar que mis pasos me lleven hasta la pequeña ermita en ruinas de la que apenas quedan la espadaña y un par de paredes para ascender luego hasta esa torre elevada que observa el trajín de los coches, que van y vienen sin detenerse casi nunca, y dedicarme yo también a observar desde allí el paisaje como si el mundo no tuviera que ver nada conmigo, con la indiferencia y la liviandad con que contempla ella el trajín de unos tiempos que ya no le pertenecen, los mismos que han decidido relegarla y, a la vez, la hacen necesaria.
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