Este libro reúne los homenajes que Francisco Rico ha dedicado a lo largo de los años a autores, filólogos o afines a la filología hacia quienes profesa, para decirlo en palabras de Gianfranco Contini, una lunga fedeltà. Leer y tratar a figuras de la talla de Ramón Menéndez Pidal, Eduard Valentí, Dámaso Alonso, Martín de Riquer, Mario Vargas Llosa, José Manuel y Alberto Blecua, Roberto Calasso, Fernando Lázaro Carreter, Claudio Guillén, José María Valverde, Yakov Malkiel y María Rosa Lida, entre muchos otros, ha dejado una profunda huella en su trayectoria vital y profesional. Las semblanzas y notas críticas del presente libro, además de ser un notable testimonio de gratitud, ofrecen al lector un valioso panorama de los estudios literarios en las últimas cinco décadas.
Zenda adelanta la introducción del autor a Una larga lealtad, publicado por Acantilado.
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No podría escribir mis memorias, porque sencillamente no las tengo. Las incidencias ordinarias y las rutinas de la vida cotidiana llegan y se me olvidan inmediatamente; y, sobre todo, a la altura de los ochenta años, se me han olvidado. Sólo recuerdo algunos episodios sueltos y las ocasiones más importantes. No puedo no citar a Jorge Luis Borges: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido», pero matizando pocas que tenga presentes y no demasiadas de las muchas.
Con las excepciones de rigor, me ciño a los aspectos profesionales y técnicos de los trabajos abordados, pero al elegirlos he tomado en cuenta y acentuado discretamente el perfil humano de los autores. Ojalá el lector de estas páginas se sienta atraído por esa imagen y añore haberlos conocido y haber trabado con ellos los lazos que yo tuve.
Al gran don Ramón lo conocí en el coloquio barcelonés que se menciona en el artículo que por encargo de Francisco Noy escribí para La Vanguardia de Barcelona. Allí departí brevemente con él sobre una hipótesis mía en torno a la supervivencia del romance de los infantes de Lara. Errada hipótesis, que don Ramón refutó con la señorial elegancia que le era propia.
Don Antonio Rodríguez-Moñino parecía más serio que un palo, pero de hecho tenía un trasfondo jocoso e irónico que sólo mostraba a quienes juzgaba a su altura. Con toda su exhaustividad bibliográfica, a Yakov Malkiel le gustaba más que nada el cotilleo sobre los colegas. Juan Manuel Rozas no salía de la mejor escuela, pero tenía un admirable entusiasmo. Eduard Valentí fue primero el padre de Helena, sentado a la mesa de trabajo, al fondo, y después, en el claustro de la Autónoma, con las gafas subidas a la frente, uno de los mejores conversadores con quienes me he topado.
A Marcel Bataillon y Giuseppe Billanovich sólo cabía tratarlos como los maestros insuperables que eran: uno cada día con intereses más variados, el otro con la cabeza puesta siempre en la tradición textual de Livio. Norton y Díaz-Plaja semejaban las dos caras de una moneda: silencioso, casi mudo F. J., charlatán y risueño don Guilllermo. Dámaso rebosaba simpatía y con una copa, a hurtadillas de Eulalia, se ponía realmente estupendo. En sus últimos años, el habla de Contini era aun más difícil de entender que buena parte de sus hondos estudios, pero siempre admirable.
Peter Dronke me reprochaba que mi lema, inscrito en un azulejo del jardín, fuera No importa: «Sí importa, Paco, sí importa», me decía. Suelo resumir la aversión a la pedantería y la jovialidad de Riquer con una sola estampa. «María Rosa Lida y yo siempre escribimos hendecasílabo con hache», le digo un día; y replica: «Y ¿dónde la ponen?».
Eugenio Asensio, solterón in partibus, amigo rumboso, sabía infinitas cosas que los demás ignorábamos, y a mí me las enseñaba en larguísimas tardes bajo los chopos de casa. Mario Vargas era y es tan buen tipo como novelista. Armando Petrucci vivía desviviéndose por el pánico a la muerte. Pulcro, justo, en todo, Rafael Lapesa me tomaba en serio como si yo fuera una persona mayor (incluso asistió a la presentación en mis oposiciones a cátedra). Riley era parco en palabras, pero su generoso buen criterio me ayudó mucho en la edición del Quijote.
Desde el biberón, José Carlos llevaba en la cabeza toda la literatura contemporánea (y más). Chomin Ynduráin (con Mariola) era como un hermano mío y yo no podía sino asentir divertido a sus caprichos. Martín Abad actuó como cancerbero magnífico en la Biblioteca Nacional. J. M. Blecua sobrellevaba la sordera, que él describía como un ruido atronador, con un repertorio de frases prefabricadas para dar pie a una conversación unilateral.
El criterio editorial de Calasso consiste en imponer imperiosamente sus propios gustos. Nunca podré decir cuánto significó para mí Fernando Lázaro, como modelo y aun más como amigo, a trancas y barrancas. Con Alberto anduvimos juntos todos los caminos. Contribuir a devolver España a Claudio y a Carlos Blanco, y viceversa, ha sido uno de mis mejores logros. Maxime Chevalier comentaba: «“Caballero máximo”. Un poco exagerado, ¿no?».
Si acaso, el saber de Juan Gil peca por carta de más antes que por carta de menos. José María Valverde me salió al paso como vecino cuando me doblaba exactamente los años (a sus treinta y tres) y multitud de veces viajamos juntos en el metro hacia la facultad de Letras.
Sir Steven Runciman está aquí sólo porque La caída de Constantinopla era una de lecturas preferidas de don Juan Benet, quien en un tomito auspiciado por mí confesaba que era «el libro que le habría gustado escribir». Javier Marías heredó la querencia y lo reimprimió en su «Reino de Redonda»; conque no me tocó más remedio que prologarlo. La muerte temprana de Anthony Close nos dejó sin uno de los más exigentes estudiosos del Quijote.
María Rosa Lida, a partir de un paréntesis en una clase de J. M. Blecua, fue una de las mayores admiraciones de mi vida. La he leído de cabo a cabo, desde sus balbuceos y el diario autógrafo de sus sueños hasta sus investigaciones inéditas sobre la fortuna de Josefo, que conciliaban su condición de judía y su vocación clásica. Desde sus mocedades, estaba enamorada platónicamente de Amado Alonso, quizá sin percatarse de ello. He publicado su correspondencia con el que fue su marido, quien además me ha dado no pocas noticias sobre ella.
Inés Fernández-Ordoñez comparte conmigo el magisterio de don Ramón, pero su método es más bien el de Diego Catalán. Aurelio Roncaglia era más feo que Picio y enormemente simpático. Él popularizó en Italia el paródico La rebelión de las mesas para designar las comidas de los congresos.
Roger Chartier apreció mucho unos trabajos míos sobre el Lazarillo, como yo estimaba los suyos, porque ambos sentimos igual el interés por la materialidad de los libros, y enseguida nos hicimos buenos amigos.
José M. Blecua arregló con Enrique Canito que Ínsula me vendiera en un par de plazos la Nueva Revista de Filología Hispánica y casi toda la RFH y me las tragué prácticamente de punta a cabo. Mi deuda con Peter Dronke sería ya grande sólo por haberme presentado al festivo polígrafo (en el sentido castellano) Piero Boitani.
La más auténtica vocación de Carlos Blanco probablemente era la de ser chicano en California. Aparte su revolución de la filología italiana, Cesare Segre (me reveló Marisa) tenía el envidiable don de dormir con los ojos abiertos en las ponencias.
Alberto Vàrvaro había estudiado en Barcelona, con Riquer, y la hispánica fue siempre para él una filología familiar. Uno de mis orgullos es maliciarme que Darío Villanueva es un poco discípulo mío. Y del buenazo de Marco Santagata me consta con qué atención y provecho profundizó en mi Lectura del «Secretum».
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Autor: Francisco Rico. Título: Una larga lealtad. Filólogos y afines. Editorial: Acantilado. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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