El atractivo del arte radica en su secuestro. Seamos espectadores, intérpretes o productores, el arte nos rapta más allá de lo normal, entornando las puertas de la imaginación que solo sabe abrir el antojo del sueño. Freud declaró que el inconsciente había existido siempre, pero él inventó el arte de sistematizarlo; Dalí (firma bajo la que a veces estaba Gala o sus empleados) lo pintó, pero tampoco fue el primero; por ejemplo, El Bosco representó imágenes oníricas o paranormales. El arte imita al sueño y en su simulacro nos reflejamos, sintiéndonos menos huérfanos en los sacrificios del deseo. Si un tercio de nuestra vida la dedicamos a soñar, y otra parte importante a fantasear ¿por qué ignoramos la magia de sus imágenes?
Toda realidad es mágica. De lo contrario, un mundo consagrado, donde obedecemos disciplinariamente las normas que otros construyeron, se convierte en un tedioso vaivén de aspas de molino y predicciones que adormecen nuestro apetito vital. Si no se sueña, entonces los bolsillos se quiebran y sobreviene el trauma o el bloqueo, traducido en desgana. Pero hay una fina línea que dibuja la separación entre el deseo y el delirio. En ningún caso, realidad y sueño deben imponerse como carriles de un único sentido, porque entonces aparece la autoridad de los universos cerrados. Los tiranos borran esa línea, pero el arte hace transitable ambas fronteras. La expresión más justa para el arte quizá sea realismo mágico, la posibilidad siempre abierta de un mundo donde se nos cuele la rabiosa ilusión de vivir más allá de la adoquinada figuración que prescriben los otros.
En un viaje a Colombia descubrí que el llamado realismo mágico es algo más que un mero movimiento artístico. Se trata de un temperamento que hace justicia al carácter onírico de nuestro deseo, una idiosincrasia de las personas que todavía son fieles a la imaginación, pero también un aparente oxímoron y un descarado pleonasmo. En aquel país de frutas, selvas, aves coloridas y música me regalaron el libro Colombia paranormal, de Mario Mendoza. Lo abrí con escepticismo, hasta que poco a poco me fueron conquistando los testimonios de las personas que recolecta el autor. Cada capítulo está protagonizado por alguien que, por cuestiones de supervivencia emocional, tuvo que introducir un componente mágico a ese infierno que prescriben los otros.
Una noche estaba sentado sobre una de las murallas que delimitan la vieja ciudad de Cartagena, y me quedé mirando cómo algunas olas furiosas bañaban la calzada y los carros se sumergían en una ducha espontánea. Un extraño me confundió con alguien y se sentó a mi lado con una botella de aguardiente. Después de adivinar mi procedencia y hablarme de sus ancestros españoles abrió paso a la política. Agotado el tema de la corrupción me preguntó si estaba casado y si había probado la ayahuasca. Ambos temas se entrecruzaron y me enseñó unas fotos de sus hijas y de su mujer a través de su celular. Su mano temblaba y comenzó a emocionarse. Las amaba, pero no se amaba a sí mismo.
Había tenido una vida muy perra, hasta que conoció a su mujer. Ella llegó después de encerrarse en un monasterio en las montañas de Sierra Nevada, donde leía a San Agustín, meditaba y caminaba. Un día subió a un cerro y se le apareció su abuelo fallecido, diciéndole que todo iría bien, que era trabajador y no debía preocuparse. Al salir del retiro casi atropella a la persona que se convertiría en su mujer. Al principio le costó olvidar a su pareja anterior, que le había conducido hasta ese lugar disecado de sueños. Su boda la celebró en el mismo lugar donde se le apareció su abuelo.
Quien no tiene el arte disponible, quien no ha sido conducido por sus misterios, los inventa. Más allá de mi rechazo a lo paranormal, como psicología sin arte, me seduce su acepción relacionada con el poder de conectar con nuestro imaginario, la posibilidad de abrir esos otros mundos sin licencia. A veces hay que marcharse muy lejos para que un extraño nos diga que la realidad está poblada de magia.
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