El ganador del concurso relatos #VocesdeUcrania, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Limpieza de sangre, de Elena Enciso, premiado con 1.000 euros. Los dos finalistas del certamen, en el que han participado más de 300 concursantes en nuestro foro, son Miradnos, de Susana Rizo, y Su refugio, de Irene Madrigal, que recibirán por su parte 500 euros cada uno. El importe de los premios serán donados a las organizaciones humanitarias que elijan los autores.
El jurado de esta edición ha estado formado por los escritores Margaryta Yakovenko, Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
A continuación reproducimos los tres relatos premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
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GANADOR
Autor: Elena Enciso
Título: Limpieza de sangre
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FINALISTAS
Autor: Susana Rizo
Título: Miradnos
Tras recorrer las escaleras empezamos a perder el rostro donde solo residía lo cotidiano. Ahora, en este nuevo infierno, el registro ha cambiado. Solo lo inmediato importa. Arriba, otros mueren para que ese ayer y este último refugio perduren. Permanecemos muy quietos, en silencio. A través de las paredes se escucha el silbido de la metralla y el rugir de los misiles. Todo tiembla. Muy cerca algún edificio, herido de muerte, se está derrumbando. Tal vez sea el mío. Hace mucho frío y me aferro a la manta, bloqueando, como hacemos todos, el pánico. Solo podemos esperar. Solo queda resistir.
En la estampa ocre que compone nuestro sigilo veo las motas de color de las colchas que día tras día se van degradando, como si se marchitaran al mismo tiempo que se consumen las fuerzas. Conformamos manchas de pintura abstracta en un caótico cuadro. Hemos ido conquistando cada uno de esos diminutos reductos donde esparcimos los enseres de esta irrealidad en la que se ha convertido cada día, y cada noche.
El hogar que pudimos llevar con nosotros está concentrado en un carro de la compra, en una maleta o en un cesto. No hay fotos dentro. No hay recuerdos. Solo ropa de abrigo y medicamentos, que tarde o temprano se agotarán. La comida llega en raciones cuando salimos por turnos al exterior, un mundo extraño, amenazante y gris en el que se ha convertido mi ciudad. Ese breve intercambio de aire, cuando nos reencontramos con los nuestros, es nuestro hálito de esperanza, como lo es la risa espontánea que surge de algún rincón o del cruce de nuestras miradas. La poderosa sustancia de la compasión y el amor que compacta nuestro fracturado mundo es cuanto tenemos.
El objeto más insignificante me devuelve ahora una insólita sensación de amabilidad, como la esterilla a la que nunca hice demasiado caso y me aísla del frío y duro suelo del andén. Ecos de una comodidad remota. La vida transcurre compartiendo el dolor y la incertidumbre con nuestros compañeros de refugio, y buscando la intimidad del silencio imposible.
Ayer nacieron Anna y Svetlana. Apenas lloran. Sus madres las acunan mientras cantan en susurros. Las demás mujeres miran a los hijos para contarles una verdad a medias. La anciana de la mantilla aguanta estoicamente sus achaques y pasa las horas mirando sin inmutarse, resignada. No siente temor. No se hace preguntas, ni se las hace al resto. En algún lugar, alguien está viendo a través de una pantalla los instantes de nuestro horror. Un momento después la imagen cambia, es un árbol que florece en alguna parte, ajeno a todo, imperturbable. Pero nosotros seguimos aquí, mientras afuera el fuego cruzado deja cuerpos retorcidos y maletas que se detienen para siempre. Inertes.
Somos masa y todo se ha vuelto esencial. A veces, una reacción se contagia como antes hiciera el virus mortífero que también nos convirtió en máscaras. Una risa espontánea y extraña, esa especie de calma en la tregua de los estallidos, el llanto. Detrás de todo solo hay cansancio. La lejanía de lo familiar arrebata el rostro, y con él, todos los detalles. Somos uno y millones de historias en cada uno.
Resistimos en la hora oscura, mientras el cielo se tiñe de negro y las calles de rojo. En mitad del inmenso lienzo cada leve movimiento es un grito por la libertad.
Quiero dejar de ser una mancha más en ese cuadro del espanto. Miro directamente a una de las cámaras de un reportero que ha bajado a nuestro sótano. Son apenas unos segundos. Estoy dirigiéndome al mundo entero.
Miradnos.
Devolvednos nuestro rostro.
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Autor: Irene Madrigal González
Título: Su refugio
Oleksandr removía el café lentamente mientras miraba por la ventana de la cocina. Atravesaba el cristal con la mirada sin ver nada, con los ojos llorosos y sumido en un solo pensamiento: «¿qué podía hacer?». Tenía la radio de fondo. Era un viejo aparato a pilas, que daba gracias por haber conservado, puesto que hacía ya dos días que no tenían electricidad en casa. La guerra estaba acabando con todo, desde sus sencillas rutinas de jubilado, a la vida de miles de jóvenes y no tan jóvenes; algunos de ellos soldados por accidente u obligación, que por amor a su patria habían decidido exponer su vida para defender sus hogares. Según decían las noticias, las fuerzas enemigas rusas avanzaban inexorablemente en Kiev y pronto llegarían a su zona. En los últimos días, habían tomado territorio rápidamente y se habían hecho con el control de la planta de energía nuclear que les abastecía de electricidad. Era marzo, pero en Ucrania el invierno seguía castigando, con su frío letal, hasta entrado el mes de abril. Su casa se había convertido en una nevera. A él no le importaba demasiado, pese a que la artrosis le castigaba más las rodillas con el frío; quien le preocupaba era su mujer.
Natalka vivía ajena a la guerra. El alzheimer servía de filtro para emborronar tan cruda situación. Era la primera vez, desde que le diagnosticaron la enfermedad hacía ya seis años, que Olek le veía algo positivo a ese ladrón invisible que tan cruelmente le robaba los recuerdos a su amada esposa. Su deterioro era ya evidente, no sólo en su mente, sino en su estado físico. Cada día le costaba más levantarse de la cama, y más aun desde que empezó la guerra y habían dejado de salir a la calle a pasear. Él salía sólo para lo imprescindible: comprar comida y medicinas. Cada día era más difícil conseguir cosas básicas. Le daba pavor que algo ocurriera mientras ella estaba sola en casa, así que espaciaba sus salidas tanto como le era posible.
No tenían hijos. La vida les negó ese regalo, pese a que se lo pidieron con toda la fuerza del gran amor que se tenían. Durante un tiempo, eso entristeció mucho a Natalka, pero se querían tanto que tenerse el uno al otro bastaba para llenar sus vidas y sus corazones. Ya habían cumplido cincuenta y dos años de casados, y Olek no cambiaría ni un solo minuto de ellos por nada del mundo. Habían vivido en esa casa desde que se casaron. Allí tenían todos sus recuerdos. Era el escenario que había albergado tantos momentos compartidos; de los más felices a los más tristes: cada despertar junto a su amada, el canturreo animado de Natalka mientras cocinaba, el resonar de su risa cuando él le gastaba alguna de sus bromas, sus primeros olvidos, tontos despistes que después no lo fueron tanto, y las lágrimas compartidas cuando esos episodios tuvieron nombre: alzheimer. Pero eran sus recuerdos, era su vida, y a su manera, con estar juntos eran felices. Por eso no iban a dejar su casa. Pasara lo que pasara, había decidido que iban a quedarse allí. No podía llevarse a su mujer él solo, y tampoco tenían dónde ir. Si la vida, una vez más, había decido por ellos, si su final estaba próximo, lo afrontarían con valentía, pero juntos. Lo harían unidos como siempre lo habían estado. En su hogar. En su refugio.
Y en ese pensamiento estaba Oleksandr cuando escuchó acercarse los lentos pasos de Natalka, arrastrando suavemente las zapatillas por el pasillo. Apagó la radio rápidamente para que ella no pudiera escuchar la realidad de la que él intentaba protegerla.
—¡Qué frío hace hoy! —dijo ella—. ¿Por qué no has encendido la calefacción?
—¡Qué cosas tienes! Eres una friolera. Espera, te traeré un chal para que te cubras los hombros, ya sabes que siempre se te quedan fríos, incluso en días tan cálidos como este. Siéntate y tómate esta taza de café mientras. Ya verás cómo se te arregla el cuerpo.
—¡Qué haría yo sin ti! —exclamó ella.
«No. ¡Qué haría yo sin ti!», pensó él.
Ella sujetó la taza entre las manos, sintiendo que el calor que desprendía le calmaba el dolor de los dedos rígidos y entumecidos por el frío, y por los años. La fina piel marchita se le coloreó por un momento, ruborizada por el agradable calor de la taza. Reconfortada dio un sorbo y sonrió, mientras él le echaba el chal cariñosamente sobre los hombros.
—Olek, ¿qué cuece en ese puchero? —quiso saber ella—. ¿Y por qué has sacado ese hornillo de gas? ¡Tiene más años que tú y yo juntos!
No podía decirle la verdad, así que contestaba a sus preguntas con la primera excusa que se le ocurría.
—Estoy haciendo sopa de patata, y ya sabes que no sabe igual si no se prepara al fuego. Las cocinas modernas sólo sirven para salir del paso, pero la comida no sabe a nada con esas vitrocerámicas.
—¿Sopa de patata otra vez? —preguntó ella.
—¡Pero si hace un siglo que no la preparo! Y hoy me he levantado con antojo.
La verdad es que no les quedaban mucho más que patatas y algunas cebollas en la despensa, y llevaban una semana comiendo sopa. Al menos calentaba el cuerpo.
De repente un gran estruendo sonó a lo lejos. Un rugido de odio que anunciaba muerte y vacío. Una explosión de egoísmo e injusticia que sobrecogió el corazón de Olek, confirmando el peor de sus temores: las bombas se acercaban.
Natalka se sobresaltó, y asustada miró a su marido con miedo en sus ojos grises, ahumados por la huella del tiempo.
Él le cogió la mano con cariño, intentando disimular el temblor del pánico en su voz.
—No tengas miedo, mi amor. Es sólo que se aproxima una gran tormenta. Habrá rayos y fuertes truenos, según han dicho en las noticias. No temas, como siempre, yo estaré contigo.
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