Una prostituta golpea de manera salvaje con su bolso a un hombre borracho, que apenas puede balbucear su nombre, Kelly. La cámara, como si fuera parte de ella, se acerca al rostro del hombre y lo golpea, nos golpea; la prostituta, en sujetador negro y falda de tubo, se arranca la peluca y con ella sigue golpeando al hombre mientras nos deja ver la calvicie de su cráneo. El hombre cae al suelo, ya desmayado por el impacto de los golpes. La mujer le registra la cartera, cuenta hasta ochocientos dólares y luego retira, comenta, «lo que me debes», setenta y cinco dólares. Hemos oído durante esa secuencia una música de jazz, ahora entran los títulos de crédito de la película; ahora la música es evocadoramente sentimental. La mujer se retoca el rostro, se maquilla, se coloca la peluca, que le queda algo torcida. Retira de la pared de la oficina, llena de fotos de mujeres, la suya y la hace pedazos, arrojándoselos al hombre que yace en el suelo.
Según la leyenda, leyenda reflejada en fotografías, Sam Fuller, el director de Una luz en el hampa, en vez de gritar ¡Acción! para comenzar el rodaje de una secuencia, disparaba un revólver. Por eso y su franqueza sin tapujos al comentar sus películas o la vida, sus personajes duros, sin pelos en la lengua, siempre más allá de la frontera de la corrección social y política, su forma descarnada de contar la vida —nunca olvidó su forja de periodista de calle y sucesos en Nueva York o la de soldado en la Big Red One, la Primera División de Infantería norteamericana con la que combatió en la Segunda Guerra Mundial, y a la que dedicó una novela y una película—, le impidieron encajar en un Hollywood en el que comenzó primero como guionista y luego como autor de éxito de una novela, The Dark Page, un noir muy duro sobre corrupción personal y social que escribió mientras combatía en Europa, para casi de inmediato comenzar una carrera como cineasta. Sus películas, por lo general bélicas, westerns o noirs, desbordan siempre la imaginería del género, como una leve mirada a Casco de acero, La casa de bambú, Manos sucias, Yo maté a Jesse James o Yuma así lo certifica. Los críticos de Cahiers du Cinéma, especialmente Godard, pese al sambenito de reaccionario y fascista que le persiguió injustamente siempre, lo adoraban, como luego ocurriría con Wim Wenders, Spielberg, Scorsese o Tarantino. Corredor sin retorno, un thriller espeluznante sobre la investigación de un periodista en el interior de un psiquiátrico, y Una luz en el hampa pusieron fin inesperadamente a una carrera que luego funcionó a salto de mata en Méjico y en Europa, con algún interludio —Perro Blanco— siempre conflictivo en Estados Unidos.
Una luz en el hampa mezcla al estilo Fuller, en un cóctel explosivo, un melodrama de redención social y un thriller lleno de recovecos de sexualidad, venalidad e hipocresía personal y social junto con corrupción policial, pederastia y riqueza, prostitución, crimen y una historia de amor rota en mil pedazos. Un misil de largo alcance para el convencional cine americano de la época, construido alrededor de Kelly, maravillosamente actuada por una Constance Towers llena de femineidad, sexualidad, fragilidad y ternura; una prostituta de lujo que al comienzo de la película se mira al espejo y descubre no ya que no es la más guapa del mundo, sino las irremediables heridas recibidas tras una vida y un cuerpo destrozado por los hombres, el alcohol, el sexo y la vida. Kelly es de esos personajes fullerianos que nunca pedirá perdón, que mira a los ojos sin falso pudor y sin vergüenza de cuanto ha sido y cuanto desearía ser. Una mezcla inequívocamente fulleriana de ternura, ingenuidad, sueños rotos y rehechos, sufrimientos, una maternidad frustrada. Una dura fulana que cita a Byron y Goethe y que se emociona con la Sonata Claro de luna de Beethoven. Que cuida como enfermera a niños inválidos denunciados, le hace tragar dinero a una poderosa madame que intenta contratar a una desvalida chica y paga dinero a otra para que no aborte. Que se enamora perdidamente de Grant (Michael Dante), el rico patricio de Grantville que lleva su nombre y con el que sueña casarse y viajar a Venecia. Kelly, huyendo de su pasado pero no de su profesión, nada más llegar a Grantville seduce a Griff (Anthony Eisley), el jefe de policía, íntimo amigo de Grant que le salvó la vida en Corea y que, tras acostarse con ella y pagarle diez dólares, la expulsa de la ciudad a la vez que le aconseja que se emplee en el burdel al otro lado del río, fuera de su jurisdicción y que frecuenta. Es en el espejo de la casa de Griff en el que Kelly ve su vida reflejada en el cristal, las huellas de un tiempo inmisericorde y decide cambiar de vida. ¿Inútilmente? Porque, sin destripar la película, digamos que su boda con Grant se quiebra de manera trágica y todos quieren que Kelly pague el peaje de su pasado negándole el presente. En una secuencia fordiana, Kelly atraviesa una multitud que antes la odiaba y ahora en silencio le testimonia su reconocimiento y se marcha de nuevo camino de un autobús, cargada con su maleta, a solas con su vida.
Duramente romántica, cruel en las radiografías de las líneas torcidas de la vida, con la violencia moral y física como las huellas de Caín y los fariseos impresas en el ADN de todos nosotros, Una luz en el hampa da nombre y vida a la prostituta del Evangelio y la envía de misión a Grantville simplemente para que se reproduzca su historia ya sin el Hombre de Nazareth escribiendo misteriosamente en la arena, mientras la multitud la acusa antes de lapidarla. Sam Fuller cuenta su historia, sin tapujos ni moralinas, advirtiendo de los naked kisses, esos besos desnudos de Judas que una experimentada prostituta conoce demasiado bien como para olvidarlos nunca.
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The Naked Kiss (Una luz en el hampa, 1964). Producida, escrita y dirigida por Sam Fuller. Fotografía de Stanley Cortez, en blanco y negro. Montaje, Jerome Thoms. Música de Paul Dunlap. Interpretada por Constance Towers, Michael Dante, Anthony Eisley, Virginia Grey, Patsy Kelly, Marie Devereux, Karen Conrad, Betty Bronson. Duración: 90 minutos.
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