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Extraviar el rumbo - Zenda
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Extraviar el rumbo

La gran novela del futuro Historia de una guitarra Como tantos otros rockeros, Eddie Cochran —que fue uno de los pioneros del género— murió demasiado joven. Tenía veintiún años cuando el taxi en el que viajaba acompañado por su novia, la compositora Sharon Seeley, y su colega Gene Vincent se estrelló contra una farola. También...

La gran novela del futuro

Encuentro en el kiosco del barrio unas novelitas de Marcial Lafuente Estefanía y me sorprende que, a estas alturas, aún encuentren lectores esas obras que se pergeñaron muchas décadas atrás sin más intención que la de ofrecer a quienes tuviesen a bien hojearlas una distracción barata y sencilla, en unos tiempos en los que las pantallas aún no habían ocupado cada esquina y las entradas para el cine costaban un precio que no todas las familias podían permitirse con la regularidad que habrían deseado. En las últimas semanas he hablado bastante del asunto con ciertas personas que, como yo, defienden que al ignorar esos textos al amparo de sus precariedades literarias —evidentes y creo que indiscutibles, a poco que se juzguen desde una óptica imparcial y desapasionada— estamos desdeñando su decisivo valor cultural, si tomamos este adjetivo en su acepción más amplia. No es una cuestión inocua: a menudo, o casi siempre, se emplea el término cultural como sinónimo de artístico; y, aunque la equiparación no sea errónea, la generalización orilla un aspecto esencial que define el trasfondo de la cultura misma. Acudo con frecuencia al ejemplo de Corín Tellado, autora de unos cinco mil títulos —se dice pronto—, a la que se considera la escritora española más leída después de Cervantes, y eso suponiendo —y es mucho suponer— que a Cervantes se lo haya leído en verdad tanto como se dice. Sus textos no aportan nada trascendente al acervo literario universal, pero inculcaron el hábito de la lectura a varios cientos de miles de personas —en su mayoría mujeres— que en muchos casos continuarían cultivándolo a través de obras de mayor envergadura y que a buen seguro transmitirían la afición a su progenie y a ciertas personas que anduvieran por sus alrededores. Así, la impronta cultural de esas novelas escritas en serie —su autora reconoció que era capaz de facturar dos o tres a la semana, y presumía de no haber incumplido nunca un plazo— se revela excepcional, por mucho que no hayan dejado huella en el plano literario, y el ejemplo puede ampliarse a casi todas esas manifestaciones que, de manera injustamente despectiva, se denominan populares —una manera eufemística de señalar su vulgaridad— en contraposición a las que gozan del beneplácito de las élites. El que éstas deban su existencia a aquéllas no sólo no se tiene en cuenta, sino que muchas veces se rechaza para evitarnos el enojo de reconocer el lugar del que venimos. Sin las viejas canciones que surgieron de manera anónima y compartida —dos o tres acordes básicos, una melodía elemental— no habría existido Bach; de las jarchas mozárabes emergieron las estrofas del Arcipreste de Hita; la imagen de unos obreros saliendo de una fábrica propició el alumbramiento de Ciudadano Kane. En este preciso instante, en algún lugar del mundo, quizá alguien esté leyendo una historia banal y carente de cualquier virtud estilística, pero no podemos descartar que su tosquedad narrativa esté amasando los cimientos de la gran novela del futuro.

Historia de una guitarra

"Hace años que descubrí a Diego Prado y consigné la capacidad de su prosa para transportar al lector a unos mundos que él crea sin aparente esfuerzo"

Como tantos otros rockeros, Eddie Cochran —que fue uno de los pioneros del género— murió demasiado joven. Tenía veintiún años cuando el taxi en el que viajaba acompañado por su novia, la compositora Sharon Seeley, y su colega Gene Vincent se estrelló contra una farola. También iba en el maletero del vehículo su guitarra, que quedó bajo la custodia de un policía que se llamaba David Harman y cuya edad aún no había traspasado las fronteras de la adolescencia. Ese episodio absolutamente real marca el arranque de Summertime Blues (Algaida), la última novela de Diego Prado, que llegó a las librerías hace unos meses y que me alivia ahora a mí las horas muertas en medio de trajines varios. Hace años que descubrí a Prado y consigné la capacidad de su prosa para transportar al lector a unos mundos que él crea sin aparente esfuerzo. Vuelve a conseguirlo ahora, de la mano de unos personajes poderosos y un argumento que se expande y se contrae en función de los espacios y el tiempo y encuentra en la originalidad su mejor acicate para el avance por unas páginas que anudan realidad y ficción en un relato hipnótico en el que he querido ver la compensación de una antigua deuda sentimental, pero también la firmeza en la reivindicación de unos valores que se revelan tan decisivos como irrenunciables a la hora de afrontar esta incertidumbre que es vivir.

Nombrar las cosas

"Hay quienes evitan nombrar ciertas cosas para creer que no existen, cuando no buscan expresiones retorcidas o importadas de otros idiomas"

Hay quienes evitan nombrar ciertas cosas para creer que no existen, cuando no buscan expresiones retorcidas o importadas de otros idiomas para suavizar así el peso de un significado que queda oculto bajo una hojarasca verbal que impide a muchos localizar el verdadero meollo de la cuestión. Ocurre con frecuencia en los últimos tiempos y da vértigo reparar en la facilidad con que les compramos sus inventos defectuosos sin oponer reparo alguno, y aun sumándonos nosotros mismos a esa impostación que termina por deformar nuestro propio imaginario. Nos hemos acostumbrado a decir «posverdad» cuando deberíamos decir «invención», a hablar de «fake news» y no de «bulos», a referirnos a batallas culturales como si lo que se estuviera dirimiendo no fuesen en realidad cuestiones ideológicas. Permitimos que nos digan que un asunto está «ideologizado» o «politizado» sin oponer que, en todo caso, lo que critican es que se haga de él un uso partidista, devaluando así el significado verdadero de la ideología y la política y su condición de elementos presentes en cualquier avatar de la vida, desde la cesta de la compra hasta la vocación asociativa. He visto cómo un dirigente autonómico se ponía en ridículo al hablar de una «inmigración ordenada» que no deja de ser el enésimo disfraz del racismo, y a un partido político pontificar hasta el aburrimiento en contra de lo que ellos llaman «adoctrinamiento ideológico» y que no es más que la transmisión de unos principios que hasta ahora eran universalmente admitidos. Se dice «cancelación» por no decir «censura», y a la vez se convierte la «censura» en un gran paraguas bajo el que caben la réplica, la crítica o el simple ostracismo, del mismo modo que la palabra «patriotismo» sirve de coartada con la que justificar cualquier barbaridad. Se habla de «operaciones militares especiales» para no hablar de invasiones y se usa la «geopolítica» como sustituta de la guerra. Como si bastase arrebatar el nombre a las cosas para hacerlas desaparecer. Como si al caer en esa trampa no estuviéramos extraviando en realidad nuestro propio rumbo.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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