La situación de Venezuela en los últimos años es del conocimiento público, especialmente para el público español que se ha familiarizado con el saqueo y destrucción a que fue sometido un país al que se le despojó su futuro. La diáspora venezolana de acuerdo con las estimaciones de los organismos internacionales ha llegado a unos números francamente escalofriantes, y lo peor del caso es que sigue sin detenerse. Buena parte de esos migrantes —quizá definitivos— han encontrado en España el destino de reformulación de sus vidas. Ello ha generado un fenómeno tremendamente interesante como nunca se había producido en la historia de las relaciones entre estos dos países que formaron una unidad hasta la invasión napoleónica a España en 1808. El interés por lo que sucede entre ambos es cada vez más visible desde las dos orillas del Atlántico. El charco se ha estrechado y el eco político ha creado una caja de resonancia permanente. Ello hace que desde Venezuela sigamos la política española y también en España se tengan con preocupación los esquinazos a diario contra la libertad que se cometen en Venezuela. Más allá de esa ventana común por la que nos asomamos que tiene su raíz en el viejo parentesco que ufanamos (no siempre feliz a lo largo de la historia) ha comenzado a gestarse, por lo menos desde la perspectiva de esa migración que ha hecho de España su nuevo domicilio, un proyecto de hermandades compartidas. De paso, ese debería ser el planteamiento de Hispanoamérica en conjunto para sobrevivir a una globalización monocorde que se nos quiere imponer a fuerza de renunciar a nuestra identidad. La tabla de salvación de la hispanidad son los reconocimientos mutuos de un conglomerado cultural que habla y piensa en la misma lengua desde hace más de 500 años y que dentro de su multiplicidad cuenta con una unidad histórica de un pasado compartido y quizás un futuro común.
Muchos migrantes venezolanos se han asentado en España. El universo de maletas es variopinto y va desde la peluquera hasta el empresario. Desde el marchante hasta el cirujano, el obrero al profesor o desde el ingeniero hasta el intelectual. Creadores y pensadores, artistas, músicos y escritores jalonan esa nueva geografía humana en tierra españolas. Una migración nacional contiene de lo pequeño a lo extenso, y de lo mísero a lo exultante. Axel Capriles es uno de esos asentados. Su último libro ha sido publicado en España por Turner Noema, Erotismo, vanidad, codicia y poder. Las pasiones en la vida contemporánea (Madrid, 2021). De igual manera ha sido el responsable de la publicación en ese país de las obras completas del psicoanalista cubano-venezolano Rafael López Pedraza por la editorial Pre-textos. Desde hace algunos años he estado familiarizado con la obra de Capriles. He seguido sus publicaciones con un interés entusiasta y perdiguero. El primero de sus libros sobre el cual escribí fue El complejo del dinero (Ediciones Bxel, Caracas 1996). Luego me tocó en 2008 el honor junto a Rafael López-Pedraza de presentar su libro, La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo (Taurus, 2008) que enlaza nuestra viveza criolla con la condición cultural española como una continuidad antropológica. Tanto el primero referido al dinero como el que lo siguió trazaron una ruta de entendimiento a la explicación de un país que figuró como entre los primeros del mundo en materia de renta per cápita y que se desplomó en medio de su historia impostada de éxito cuando comprobó que no éramos más que unos rentistas emocionados por un historial heredado de la picaresca.
El relato que conforma esta nueva entrega es un estudio sobre las pasiones contemporáneas que se aviene a un entendimiento panóptico del mundo que vivimos en el que destacan las pasiones junto al narcisismo más desatado de todos los tiempos, en el que hacen vida sistemas económicos minados por la codicia y estructuras políticas que vienen resquebrajándose por el populismo (una versión glorificada en el líder del político narciso) y por la lucha por el poder, despojado de las narrativas generales e históricas y sólo alimentadas por el fenómeno de reflejo que ven los tiranos y megalómanos en el espejo de sus pueblos. Divide su mirada entre la propia definición de las pasiones, con un recorrido académico puntilloso y holgado para que nadie se quede sin su acercamiento teórico desde la ruta que inician los griegos hasta los especialistas actuales más socorridos en la materia. Definida la placenta irracional en la que se incuban nuestros actos, el autor se decanta por un acercamiento a eros, una explicación de la sobreestimación que hemos desarrollado por nosotros mismos, la codicia y voracidad por acumular, poseer y preservar dinero y bienes y, por último, concluye con el capítulo oscuro en que el poder se apareja a una inferioridad psicopática.
Para Capriles la pasión está ubicada en la acera de enfrente a la razón, o muchas veces se la ha tomado como enemiga de la razón por no entenderse del todo su racionalidad específica. Las pasiones constituyen un abandono de lo normal, un arranque dionisíaco como necesidad de un relato orgulloso de vida; ha existido una comparación entre estupidez y falta de pasiones , así como el contraste con el pensamiento aristotélico para quien “El hombre pleno no es el apasionado y excéntrico sino el metódico y constante”. Confirmamos la demasía y la profunda inoportunidad cuando nos guían las pasiones en nuestras vidas. Nuestra definición de la pasión de Cristo (¿demasiada e inoportuna?) ha fijado los linderos de la cultura occidental. De modo que las pasiones aparecen como una fuerza imponente, de difícil control y dominio, una posesión enfrentada a la moderación, o emparentada con la locura, como la describe Platón. Siguiendo el periplo conceptual, el autor acumula definiciones en las que las pasiones deben ser diferenciadas de las emociones, como lo hiciera Kant pero malinterpretado por Carl Gustav Jung quien según el texto “sigue sin otorgarle capacidad reflexiva al área afectiva del psiquismo” y que en ese respecto cita al neurólogo Janet que inicia la psicología experimental en Europa y que consideraba que las reacciones afectivas resultaban una disminución del nivel mental. Todas estas afirmaciones en que las pasiones y emociones eclipsan el juicio, desdicen la razón y secuestran el equilibrio, me hicieron recordar mi lectura juvenil de los Estudios sobre el amor de José Ortega y Gasset cuando latigaba que “el enamoramiento era una especie de imbecilidad transitoria” y a mí me molestaba tanto raciocinio, tan ecuación mentalista, para describir uno de los fenómenos más plenamente humanos y que antecede al amor, como sigue luego el propio Ortega con posterioridad sin que nos vayamos a detener en esta definición. En su acopio minucioso Capriles igualmente rescata a los padres de la Iglesia como san Agustín para quien las pasiones estaban dotadas de razón y no eran fenómenos demoníacos e irracionales, en los cuales se separara el alma del cuerpo. Y de allí hasta llegar a filósofos contemporáneos como Robert Solomon y la llamada inteligencia emocional.
Realizadas estas imperiosas distinciones histórico-definitorias que nos permiten acampar con lujo wikipedista en el reconocimiento del arsenal al que nos enfrentamos, y que otorgan al lector un acompañamiento teórico confiable, Capriles emprende su exploración con aquello con que la contemporaneidad en particular se ha apasionado: el erotismo, la codicia y el poder, teniendo como fijación la presencia y no presencia del yo o de la voluntad como articuladores de esas tendencias. Porque nuestro control puede quedar al margen cuando el autor apunta que, en cuanto al erotismo, la más común y a la mano para que sirva de ejemplo, “es una embriaguez, un deslizamiento que lleva a la pérdida de la consciencia y al descubrimiento de otro nivel de entendimiento”. Esta potencia a lo largo de la historia, especialmente desde su concepción litúrgica entre las civilizaciones antiguas, hizo que lo erótico haya sido un correlato de lo trascendente, en sociedades como la india, la griega y las del medio oriente buscando la aspiración de una consciencia a través de ello. Consciencia y potencia que nuestros días de deportivización y politización del sexo han desechado y banalizado. En este sentido, la irrupción de las masas implicó de acuerdo con Capriles una derogación del sentido intimista de la pasión, reduciéndola a un problema de multitud y despojándola de todo sentido ritualista y hasta de creación civilizatoria. En otras palabras, el erotismo se ha esterilizado en su juego de medidas hacia su multiplicación masiva y desacralizada.
Uno de los capítulos más apetecibles del libro es el que dedica a la vanidad bajo el rótulo de “Biografía del selfi o por qué nos queremos tanto”. En 1998, dos años antes de que se incorporara la primera cámara a un teléfono móvil y cuatro antes de que apareciera el término “selfie” en inglés, Peter Weir lanzó su película El show de Truman con el polifacético Jim Carrey que interpretaba a un personaje a quien las cámaras le graban su vida y la transmiten por televisión. Esa versión distópica en la que la cotidianeidad de un hombre termina siendo escrutada por la mass media, pasó a convertirse en que cada persona con un teléfono con cámara pueda representarse en un centro de atracción de sí misma, pero más allá del sentido de Protágoras (“el hombre como medida de todas las cosas”), en que se figure el yo como interés de todos los yo. Las redes sociales catapultaron este narcisismo de ocasión para cada instante, como fomento de la nadería individualista con apetito de conexión con el resto de la sociedad. Se plantea una conversión ecuménica para que todos pudiesen tener su propio Truman Show, en la convicción de que cada uno sea de un interés supremo y general. Comerse un chuletón antes de engullirlo (nadie fotografía el último momento del chuletón convertido en desecho), la copa de un cocktail listo para ser bebido, un abrazo íntimo, un viaje o el desayuno son las múltiples caras de esta formalización de la vida en un selfi, el encuentro conmigo mismo y mis orteguianas circunstancias, para publicarlo en las redes, y en la red de la máxima felicidad posible, Instagram, a la que recomiendo que se muden los deprimidos y pobres de espíritu que al cabo de unas horas saldrán desahuciados por el falsario esprit de corps que tiene esta red como señuelo. Otra opción como domicilio alternativo es la televisión oficial de los países autoritarios.
Capriles diferencia el selfi del autorretrato, relacionado secularmente con el arte. El primero es una aspiración universal de proyección de la autofoto de las que hasta 2016 había 282 millones sólo en Instagram, como aclara el texto y que es la expresión más desarrollada de la vanidad contemporánea que aspira a la celebridad para la que no se requiere talento alguno, y que muchas veces hasta está reñida con el hecho mismo del talento, continúa nuestro autor. De modo que la vanidad, convertida en la más democrática de las pasiones contemporáneas en estos tiempos de explosión de las redes sociales, suscribe un pacto personalísimo con el yo para su dialogo exclusivo e irreemplazable. Se trata de la conversación de la persona consigo misma. Al contrario de la sacra conversazione de los cuadros religiosos del medioevo, el dialogo es frívolo y mundano, sin mayor correspondencia que quien se contempla a sí mismo en el origen de su predominio. El reconocimiento es una calle que da la vuelta sobre su recorrido y tiene un sentido personalísimo, desprovisto de cualquier valor adicional como el talento anteriormente mencionado. De nada valen la ética, la propuesta, la competencia (muy mal vista por cierto en el vertedero de la igualdad), la búsqueda de un propósito, sembrar valores, el hacer, o elevarse en los términos de la obra de arte. Todo ello carece de importancia. El homenaje del selfi es instantáneo, relampagueante, y se agota con el centellazo del obturador virtual. Su gratitud es un like, o un rostro que se acumula apasionadamente en los demás que también quieren llegar a la fama. Curiosamente, nuestro tiempo viene patrocinando la corrección política en el lenguaje. Esto, que constituye la gestación de una lengua neutra, uniforme, igualitaria, desesperante, tiende a la uniformidad y que nadie se destaque en la decadencia de todos y para todos. Las redes sociales ambicionan esa igualdad, pero la igualdad de que todos puedan llegar a ser influenciadores dentro de la nada añorada por esas almas solitarias que se integrarán al nirvana del mundo virtual. Equivale a un proyecto colectivo que pertenece a todos y no es de nadie. En el que seamos todos vulgarmente semejantes, conocidos, pero con la pretensión de ser tomados en cuenta. Una de las frases más estúpidas de la humanidad y antecedente de toda esta fiebre vanidosa la dijo Andy Warhol, un artista sobrevalorado y serial que despreciaba la inteligencia: “En el futuro todo el mundo será famoso durante quince minutos. Todo el mundo debería tener derecho a quince minutos de gloria”. Ese derecho parece ser solicitado por todo aquel que abre una cuenta en Instagram o en cualquiera de las redes sociales donde se vaya a ofrecer como prenda de adopción para los demás e inmediatamente comienza a recorrerse con la cámara en su onanismo estéril, interminable y ruidoso.
La codicia y el poder son los otros pecados capitales patrocinados por las pasiones contemporáneas a los que se devociona Axel en su retrato de la sociedad desdibujada de nuestros días. Desdibujada porque imperan el antivalor de la igualdad como cosificación, como la humanidad rebajada a un escrutinio idéntico. Naturalmente, se trata de una descomunal farsa epistemológica, una engañifa del mainstream porque en el fondo los influencers, los vanidosos, los codiciosos y especialmente los poderosos no quieren parecerse sino a ellos, pero se conducen entre la hipocresía de los iguales para ser más iguales que sus iguales como en la satírica frase de Rebelión en la granja de George Orwell. Para quienes creemos en la economía de mercado y vemos la prosperidad como el estadio necesario para la promoción de la obra de arte como un lujo civilizatorio, nos gusta traer a cuento que los milagros culturales de ciertas épocas históricas fueron el producto del excedente del comercio y la producción. Así por ejemplo lo señala el pensador y premio Nobel de Economía Friedrich von Hayek cuando afirma que el Renacimiento no fue otra cosa que la consecuencia del éxito comercial de las repúblicas italianas del Quattrocento y del Cinquecento. En el caso venezolano, la construcción, por ejemplo, de la Ciudad Universitaria de Caracas, uno de los lujos arquitectónicos de la modernidad del siglo XX, fue obtenido gracias a los pródigos beneficios de la exportación petrolera. Ver que ese excedente se convierte en cultura es satisfactorio, que se transfigure en salas de museos u orquestas sinfónicas, como el hecho de que los grandes billonarios han donado el grueso de sus fortunas para causas humanitarias. Esa es la misma tendencia de nuestro autor cuando señala que “El bienestar material y el confort alcanzado por la civilización eran resultado del comercio y de las múltiples posibilidades abiertas por el crecimiento económico. De todo ello, el lujo era su máxima manifestación. Lujo y progreso estaban atados”. Pero nuestras pasiones, en el ánimo que maneja Capriles y con el cual coincidimos, han hecho que lo “necesario se ha vuelto superfluo”. Que la insaciabilidad viene convirtiéndose en una aspiración. Sin calificar esto ni endosarle la categoría moral del mojigato o del sorprendido, el lujo ha perdido esa condición de provecho cultural, de representación de la belleza, o aspiración de las posibilidades estéticas para mutar hacia un valor de cambio como la expresión de un consumo indetenible y suicida. Y todo dentro de la órbita de un mundo material en el que se ha invisibilizado toda pretensión de elevación espiritual y donde reina con holgura la codicia en el planeta de la impostura.
Por último, en el inventario de las pasiones que trata este muy recomendable ensayo, está el tema del poder donde nos acompaña muy de cerca la irracionalidad. Los pueblos tienen los gobernantes que se merecen, debería ser sustituido por los pueblos se merecen los gobernantes que eligen, porque en la mayoría de los casos —al menos desde la perspectiva de las democracias occidentales—la elección es una condición que siempre está presente . La pregunta que se hace el autor es por qué solemos escoger a los menos adecuados y por qué son llamados a gobernar, por qué se impone la irracionalidad en el carisma. Según Capriles, la política podría representar lo más alejado de valores como el amor y se erige como la sombra, junguianamente hablando, además de proyectarse hacia la nombrada inferioridad psicopática. El político y el de nuestros tiempos, aunque probablemente sea el de todos los tiempos, asume el delirio y exacerbación del yo, pero lo más paradójico es la conexión psíquica que existe entre los electores y el elegido. Vale decir, el elegido representa un estado de conciencia de los electores, existe una inevitable sincronía que hace valedero aquello del merecimiento antes señalado y lo más terrible sería la sujeción o dominación que impone el elegido sobre sus ciudadanos. En este desenfreno incontenido que son las pasiones se corta la comunicación con la racionalidad, se detiene de alguna forma el proceso cognitivo, se le da rienda suelta a la exaltación y al ímpetu del fanático, al fervor y al arrebato. Dionisio vence inequívocamente sobre Apolo hasta que el comedido y equilibrado dios regresa para poner orden. En cuanto a la dominación y la responsabilidad colectiva , el autor concluye sobre la necesidad de fomentar la educación para enfrentar, como su mentor Carl Gustav Jung, la infección psicopática en la mente y el ánimo de tantos. La educación, a pesar de que la invocación de su necesidad parezca un lugar común, nunca lo es. Le pasa como a la libertad que hay que defenderla a diario. A la educación hay que procurarla también todos los días porque el día en que se descuida triunfan los ignorantes. Y, por último, como cierre de este magnífico texto sugiere que la psicología “salga del consultorio a la calle.” No cabe duda: para el fomento de una sana individualidad, del orden liberal confiable que asegure la libertad y la democracia, debemos abandonar la cultura del narcisismo, la codicia y repensar nuestra relación con el poder, aprender a liberarnos de su dominación. Saber advertir cuando nos acecha nuestra propia sombra.
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