Otro nueve de marzo, el de 1831, hace hoy ciento noventa y un años, ese pacifismo a ultranza, que a menudo no es más que un argumento para ocultar la complicidad con el enemigo, ni se imagina. Quien hable de paz frente a una guerra puede verse acusado de traición a la patria y llevado ante el pelotón de fusilamiento. Es una triste tradición, pero también un hecho incontestable, que todas las generaciones, en su juventud, han de coger, al menos una vez, las armas. Desde que San Juan los describió, en la primera parte del capítulo sexto del libro de las Revelaciones, se sabe que la guerra es uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis. Más concretamente, el del corcel rojo.
Ante este panorama, el de las armas es un oficio de caballeros, y el último rey francés y copríncipe de Andorra, Luis Felipe I, quiere esa misma dignidad para todos los soldados de fortuna, carne de cañón hasta la fecha. Presto a reunir en un solo cuerpo a cuantos foráneos combaten en aquel tiempo bajo la bandera de Francia, y a raíz de la prohibición de reclutar a más después de la Revolución de 1830, un día como hoy crea la Legión Extranjera. Toma el nombre de aquel que designaba a las unidades divisionarias del ejército romano. Pero el romanticismo que rodea a la nueva tropa, desde que se abre su primera caja de reclutamiento, es genuino y sin igual.
Ni Leónidas y sus trescientos espartanos, frente a los doscientos diez mil hombres y setenta y cinco mil animales del ejército persa de Jerjes I, en la batalla de las Termópilas (480 a. e. c.), ni los almogávares de la corona de Aragón, que entre los siglos XIII y XIV, durante la Reconquista, entraban en combate gritando aquel “¡Despierta ferro!”, ni los cosacos de Zaporiyia, tan bravos y levantiscos entre los siglos XVI y XVII que su ardor guerrero aún parece inspirar a los ucranianos en su lucha contra el invasor de su país, ninguna otra hueste habría de pasar a formar parte de la mitología castrense como lo hace la Legión Extranjera. Cuesta creer que aquel monarca, que a buen seguro no buscaba más que una tropa eficaz para aplacar los levantamientos de los nativos en las colonias, especialmente las del norte de África, fuera consciente de que aquella obra suya iba a ser la materia prima de tanta ficción guerrera y tantas aventuras en todos los formatos venideros.
Con los años, la Légion Étrangère inspirará páginas igual de luminosas al inglés Percival Christopher Wren —Beau Geste (1924)— que al alemán Ernst Jünger —Juegos africanos (1936)—. Uno y otro, en su juventud, fueron legionarios, junto a esos mercenarios del mundo entero que dan a la legión su cosmopolitismo. A Jünger incluso fue a buscarle su padre, al saber que se había escapado de su casa y cruzado la frontera francesa para alistarse. El futuro filósofo era poco más que un niño y no tuvo que afrontar esa triste suerte que se reserva en la Legión a los desertores.
La posibilidad de redención que el cuerpo ofrece a los criminales —quienes acuden a las cajas de reclutamiento con falsos nombres, una vez alistados quedan a salvo de la ley— ejerce la misma fascinación entre los jóvenes sedientos de aventuras que entre los amantes de la carnicería. Entre los cuarenta mil legionarios caídos en acto de servicio, desde ese día como hoy en que Luis Felipe I —su primer comandante en jefe— la crea, hasta nuestro siglo XXI, que apenas acaba de batirse contra los yihadistas en el Sahel, no faltarán legionarios que, por grandes que fueran sus crímenes en la vida civil, quedarán redimidos por su arrojo al morir frente al enemigo.
Pero entre los héroes tampoco han faltado nunca jóvenes que, incapaces de ejercer de ciudadanos ejemplares, sin perspectiva alguna de futuro y madera alguna de héroes, también se alistan. De ellos nos habla el escritor suizo Friedrich Glauser, dadaísta frustrado, morfinómano, interno en varios psiquiátricos… Resumiendo, todo un marginado desde las primeras noticias que se tienen de él. Legionario antes de convertirse en uno de los precursores de la novela negra helvética, da cuenta de su paso por esta hueste, aún mercenaria, en Gourrama (1940), novela póstuma cuyo título alude a la localidad marroquí donde estuvo acuartelado mientras sirvió en esas filas.
Y volviendo a la aventura clásica, cómo olvidar La Atlántida (1919), la otrora célebre novela de Pierre Benoit. Un destacamento de la Legión, hasta que muere el último de sus hombres en combate con los beduinos, acompaña a los dos cartógrafos que arriban a la ciudad de Hoggar, en el Sahara argelino, y allí saben de los terribles caprichos de la reina Antinea.
Una variación sobre este mismo tema —el del legionario que, tras ver morir al resto de su unidad luchando contra los tuaregs, y vagar perdido entre las tormentas de arena del desierto, se despierta en el reino de una mujer fabulosa— nos es dada por otro suizo, éste afincado en Estados Unidos, Georges Surdez, en The Demon Caravan (1927). Por cierto, este último, fue quien acuñó el término “ruleta rusa” para ese juego en que sus participantes apuestan la vida contra la única bala que aguarda en el tambor de un revólver.
Puede que todas estas delicias de la novela de aventuras sean herederas del ciclo de Ayesha, “la que debe ser obedecida”, que el gran H. Rider Haggard inició en 1887 con la publicación de Ella. Pero lo que está claro es que no hubieran existido si “el rey de los franceses”, título con el que gobernó Luis Felipe I, no hubiera creado otro día como hoy la Legión Extranjera.
Aunque es un cuerpo de infantería, que será decisivo en las guerras coloniales de Francia, los legionarios siempre cabalgan sobre el corcel rojo de la muerte. Antes de darles sepultura desfilan ante sus muertos a modo de último tributo. Su culto a la Camarada Seca será el escándalo de cuantos piensan que para acabar con la guerra y la violencia basta con negarlas con las mismas que denuestan las ficciones de aventuras. Ya desde sus comienzos, la brutalidad de la instrucción de los legionarios será directamente proporcional a la crueldad de la guerra colonial.
Siempre dentro de ese mito castrense que nace con ella, la camaradería reinante entre estos soldados de fortuna, empero sus diferentes procedencias, también será ejemplar. En las riñas de las tabernas se les verá borrachos, rodeados de contrincantes blandiendo sus navajas, gritar que son legionarios, y al punto acudirán sus compañeros de armas a pelearse junto a ellos. Carne de cañón, ciertamente. Ahora bien, con un romanticismo que emociona.
Y aún será más singular otra de sus tradiciones, la de integrar en sus filas incluso a los enemigos de la última contienda. Tendrán su bautismo de fuego a este lado de los Pirineos, en la primera guerra carlista (1833-1840), en la que formarán junto a los isabelinos. Tras la derrota, muchos de los carlistas vencidos se alistarán en la Legión Extranjera y una de las primeras canciones de los franceses se compondrá durante la guerra española.
Otro tanto harían muchos alemanes tras la II Guerra Mundial, como fue el caso, antes de ella, de no pocos judíos huyendo de los nazis. Todos tendrán cabida en la Legión Extranjera. De hecho, volviendo a esa literatura que también pone en marcha un día como hoy Luis Felipe I, cumple hacer mención del entrañable Sven Hassel, que tantos lectores tuvo en aquellas ediciones de la colección Reno de Plaza & Janés, entre los adolescentes españoles de los primeros años 70. Dos de sus compañeros en la 6ª división Panzer, en el batallón 27 disciplinario —su propia legión de los condenados— habían formado antes en la Legión Extranjera. Así, El legionario, como su propio apodo indica, sirvió en la hueste mercenaria antes de entrar en la Wehrmacht. Y volvió a la Légion Étrangère cuando Alemania perdió la guerra. En aquel reenganche le acompañó Tiny, otro de los condenados al batallón 27. El mismo Hassel lo hubiera hecho si no se hubieran empezado a vender sus novelas.
En la del 14, en la Gran Guerra —la de las trincheras y los gases, cuya barbarie fue uno de los mayores argumentos que ha brindado al pacifismo la historia—, la Legión extranjera fue el cuerpo más distinguido del ejército francés.
Y al cabo, esta fuerza de mercenarios extranjeros —los franceses siguen teniendo que decir que son belgas o monegascos para alistarse— ha sobrevivido al descenso de los reclutamientos, al fin de tres repúblicas, a la desaparición de un imperio y a la pérdida de las colonias, especialmente a la de Argelia, donde fue creada. Así se escribe la historia.
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