Foto de portada: Marta Calvo
Hace ahora quince años, durante un viaje en avión no recuerda en este momento a dónde, Martín Caparrós descubrió el método que habría de cambiar su forma de trabajar. Estaba leyendo el Financial Times cuando tropezó con un reportaje sobre Leonard Woolf, escritor, editor y politólogo famoso no sólo por ser el marido de Virginia Woolf, sino también por su capacidad para asumir cargas de trabajo extraordinarias. De hecho, el texto hacía referencia a su enorme productividad y recordaba que el británico había explicado en alguna entrevista que, en realidad, no dedicaba demasiadas horas a los asuntos laborales, a lo sumo dos o tres al día, pero que lo hacía, eso sí, en un estado de concentración absoluta.
Caparrós ha aprendido a reducir el tiempo ante el ordenador, pero eso no implica que se pase el resto de la jornada retocando su bigote. Y es que este hombre se hace trampas a sí mismo. Dice que sólo escribe tres horas al día, pero, como todos los adictos al trabajo, no desaprovecha ni un segundo de su vida. Por ejemplo, cuando viaja por el mundo a la caza de material para sus crónicas, no toma notas ni apunta datos al tuntún, sino que, a medida que encuentra la información, la va convirtiendo en los párrafos que luego aparecerán íntegramente en su no ficción. Es más, desde que descubrió que su teléfono móvil tiene la capacidad de transcribir textos al dictado, casi no usa lápiz ni papel, prefiriendo abrir la aplicación, soltar la parrafada y salir a la caza de una nueva observación. Por eso no es extraño encontrárselo en una esquina de Quito, México D. F. o Nueva York hablando a su celular. Puede parecer un loco, pero es un autor escribiendo de viva voz.
Caparrós ha comprendido que los avances del siglo XXI también facilitan la vida al escritor, y aprovecha al máximo sus beneficios. Recita los párrafos que afloran en su mente a lo largo de la investigación y, cuando meses después regresa a casa, se sienta ante el ventanal bajo el que instaló su escritorio, observa la sierra madrileña que se abre en la distancia y, tras alimentar a los pájaros que dan saltitos en el alféizar, entra en la nube, descarga los textos dictados a lo largo de los últimos meses y los ordena en un documento de Word. Más eficaz, imposible.
Ahora bien, no debemos caer en el error de pensar que el argentino del bigote puntiagudo lo hace todo de un modo tecnológico. Porque después de ensamblar todo ese desparrame de textos, ha de convertirlos en literatura. Y también tiene trucos para eso, el más curioso de los cuales guarda relación con lo que podríamos llamar la métrica narrativa. Caparrós nunca ha publicado poesía, pero es perfectamente consciente de que algunas unidades sintácticas funcionan mejor que otras. Tiene comprobado que, cuando una frase no fluye de un modo armónico, sólo hay que convertirla en un endecasílabo, en un alejandrino o incluso en un octosílabo para que, de pronto, adquiera una vibración. Repetimos: cuando una oración chirría, debemos contar el número de sílabas que la componen y, si el resultado es doce, basta con reducirlas a once, y chimpón. Caparrós cree en la palabra exacta, pero no sólo en lo tocante a su significado, sino también a su geolocalización. Y es de este modo como, emulando a los maestros de la poesía, consigue que sus textos tengan la musicalidad o el ritmo que requieren. No me digan que no es un truco fantástico. Aunque, pensándolo bien, «no me digan que no es un truco fantástico» tiene, sinalefa mediante, trece sílabas, motivo por el cual probaremos con una de once: «Reconozcan que es un truco estupendo». ¿Les suena mejor? Pues eso.
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El último libro de Martín Caparrós es Ñamérica (Literatura Random House, 2021).
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