Encuentro un vídeo que alguien grabó en Kiev unas pocas horas antes de que diera comienzo la invasión. Es la noche del miércoles 23 de febrero y en la ciudad las horas parecen transcurrir con la tranquilidad despreocupada con que se despachan los asuntos cotidianos. Hay parejas paseando y grupos de personas que charlan en las aceras de una avenida amplia y hermosa, jalonada de construcciones monumentales, como si la amenaza que se cernía en esos momentos no existiera y lo que iba a ser inminente no admitiese siquiera la posibilidad de conjugarse como hipótesis. No sé si siguen en pie esos edificios, ni qué ha sido de las personas que aparecen en las imágenes, pero las circunstancias no me invitan a ser muy optimista al respecto. Hace tiempo, lo he contado alguna vez, escuché a una anciana relatar el estupor con que vivió, cuando era niña, el inicio de nuestra guerra civil: «Todo ocurrió de un día para otro», repetía como una letanía que verbalizaba el eco que había dejado en su memoria la estupefacción, y la frase resuena en mi memoria en estos días en que camino por las mismas calles por las que paso a diario y no sé si es una inconsciencia voluntaria o un acendrado instinto de supervivencia, ése que hace florecer los chistes en los tanatorios, el que nos empuja a discutir asuntos que tal vez mañana se vean despojados de la menor trascendencia o a bromear con la eventualidad de una catástrofe que hace sólo un par de semanas ni siquiera pasaba por nuestra cabeza. Me contó una vez Antonio Muñoz Molina que, cuando estaba escribiendo La noche de los tiempos, se imaginaba el verano de 1936 como un tiempo lluvioso y frío, cuajado de sombras. Años después, alguien que lo había vivido le confirmó que en aquellos días había brillado en Madrid el sol como si la meteorología se esforzara en desmentir lo que estaba por llegar. Vuelvo a ver el vídeo de esa avenida de Kiev, tan acogedora y tan pacífica, con sus transeúntes enfrascados en ocupaciones banales, esas tareas intrascendentes de las que no conservamos recuerdo y que sin embargo acreditan lo importante que es esforzarse por vivir mientras nos dejen, luchar para que nada quede en el tintero, dar curso a los sueños antes de que acechen las pesadillas, abrir nuestro propio camino antes de que venga la historia a llevarnos por delante.
Lo que pudo ser
El azar ha deparado que abra la nueva novela de Leandro Pérez en medio de unos días inhóspitos, y de ahí que su lectura me brinde sensaciones que viajan desde el desasosiego a la consolación. La última noche de Libertad Guerra se desarrolla en una ucronía: Antonio Tejero ha llevado a buen puerto el golpe del 23-F y España se despeña por una nueva dictadura militar acaudillada por Miláns del Bosch, aquel militar iluminado que en la realidad llegó a sacar los tanques a desfilar por las calles de Valencia y en esta ficción se erige en líder supremo de un país reprimido bajo su bota férrea. Se pueden decir muchas cosas buenas de este libro, pero acaso convenga destacar dos: la verosimilitud con que se recrea una España que nunca existió, pero que se presenta con un realismo tan descarnado como si su autor la hubiese vivido realmente, y el hecho de que la narración rehúya cualquier convención genérica para mutar desde el aparente thriller hasta la saga familiar, del bildungsroman a la novela psicológica, sin extraviar la perspectiva ni defraudar las expectativas del lector, que pasa cada página con la avidez que otorga la curiosidad ante lo que podrá depararle la siguiente. Pero he faltado a la verdad, porque hay un tercer logro en este libro: la voz de esa periodista que, en primera persona, nos va relatando los hechos igual que si sucedieran delante de nuestras narices y nos lleva de la mano por los recovecos de una época terrible que por fortuna no existió para recordarnos que, aun en las horas más oscuras, puede sorprendernos un atisbo de luz allá en el horizonte.
La gran novela española del XIX
Por mucho que se enfaden los galdosianos irredentos cada vez que incurro en tal afirmación, sigo convencido de que La Regenta es la gran novela española del siglo XIX. No pretendo menoscabar con ello el aura de un autor que despachó títulos imprescindibles —Fortunata y Jacinta, Misericordia, Miau, La deseheredada, por citar sólo unos pocos— y adquirió tanto peso que poca discusión puede haber a la hora de señalarlo como el escritor español más destacado de esa centuria. Lo que sostengo es que, libro a libro, ninguno de sus títulos —tan portentosos en muchos casos— alcanza el vuelo al que llega La Regenta condensando los grandes temas y las grandes novedades estilísticas y estructurales —entre ellas, la intercalación de escenas sucedidas en un tiempo anterior al de aquél que se está narrando— que conocieron las letras universales de su época. Es cierto que no gozó de mucha suerte: las críticas entusiastas que conoció tras su publicación fueron pronto sepultadas por otras que eran fruto de viejos resentimientos contra su responsable, y hasta las grandes plumas del momento, el propio Galdós entre ellas, evitaron dedicarle en público los elogios en que se prodigaban en privado. Tampoco ayudó la posteridad, arrumbada como estuvo durante las primeras décadas del franquismo a causa de su retrato de una España sometida a los designios de la Iglesia y los caciques, a que la novela fuera renovando sus lectores. El empeño de la editorial Alianza, que en los sesenta la relanzó en formato de bolsillo para propiciar su resurrección, marcó el inicio de un redescubrimiento que conoce ahora un nuevo hito con la edición que acaba de publicar Alba y actualiza el viejo texto para ponerlo en consonancia con los nuevos usos idiomáticos y eliminar rasgos que en su momento sirvieron para manifestar recursos que eran poco usuales entonces, como el estilo indirecto libre, pero que los lectores de hoy asumen con plena naturalidad. La lucidez de la prosa de Clarín, su talento a la hora de conformar personajes memorables, el humor ácido que destila en su disección de la turbia vida provinciana de esa ciudad ficticia que tiene un referente concreto pero podría ser cualquier otra capital española, continúan maravillando cuando casi ha transcurrido un siglo y medio desde su publicación, y su primera frase sigue siendo una de ésas que envidia cualquier escritor que se precie, o que cuando menos aspire a considerarse como tal.
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