Si alguien está en una cárcel puede hacer dos cosas. Mejor: tres. Una es resignarse, adaptarse a la rutina y a los códigos carcelarios, y mientras sobrevive pasar las hojas del calendario. Eso lo contaba muy bien, en clave casi de tratado Montaigne en clave penitenciaria, John Frankenheimer en El hombre de Alcatraz, una película que me gusta mucho. Hay otro héroe de esa primera posibilidad, que es Darrell Standing, el protagonista de El peregrino de las estrellas, maravillosa novela de Jack London a la que el maestro Fernando Savater dedicó un espléndido capítulo en esa biblia para caminantes literarios sedientos de ayudas que es La infancia recuperada. Nuestro personaje es torturado sin piedad por un alcaide de la prisión —San Quintín— en la que ha sido internado, que sin embargo nunca logra quebrar la dignidad rebelde y orgullosa de su preso. Standing toma oxígeno moral pensando y soñando cada noche, atrapado en la terrible jacket, una suerte de camisa de fuerza, cada rato entre torturas, en aventuras libres y arrogantes, y así se transforma en mosquetero de Dumas y en mil personajes literarios memorables. Segunda posibilidad: volverse loco y acabar en un régimen de castigos permanentes en un celda infecta o disponer de la propia vida, que ya no tiene sentido alguno. Y tres: evadirse, planear una y otra vez cómo largarse de allí, pura y simplemente porque la libertad, como recordaba Cervantes – Don Quijote, es el bien más preciado del hombre, y eso lo saben bien los dictadores que asolan esa condición humana innegociable. Cadena perpetua (Frank Darabont) y La gran evasión (John Sturges) son mis películas de cabecera, entre otras, de las que diseccionan que la idea de un preso es largarse de la cárcel, inocente o no, porque ansía la libertad perdida. Posiblemente los partidarios de la pena como retribución del delito rechacen, y tienen sus razones, esa idea, pero la idea es consustancial a ciertos temperamentos poco gregarios. La imagen final de Steve McQueen al final de la película de John Sturges, lanzando la bola de béisbol una y otra vez contra la pared de su celda de castigo, es una imagen inolvidable a la hora de proclamar que, aun presos, los hombres son libres si piensan, desean y luchan por la libertad.
Le trou (La evasión, 1960) nunca aparece en listas de películas favoritas, aunque cuando hablas de ella los cinéfilos la reconocen como una película extraordinaria, cosa que ciertamente es. Su director, Jacques Becker (1906-1960) —no dejen de ver al menos París, bajos fondos, No toquéis la pasta y Calle de la Estrapada— y no Jean, que es su hijo, también cineasta, no suena tampoco mucho, pero alguien cuya familia trataba a Paul Cézanne, conoció y fue ayudante de dirección de Jean Renoir y era admirado sin reservas por la banda de los Cahiers du Cinéma, con Truffaut a la cabeza es, sin duda, uno de los nuestros, un grande del Cine. Becker, además, se dejó literalmente la vida rodando La evasión, ya que hubo de finalizarla su hijo Jean, tras fallarle el corazón a su padre en las postrimerías del rodaje.
132 minutos apasionantes durante los que Becker, dotando a su película de una minuciosidad extraordinaria, dominando el ritmo con una planificación tan implacable como impecable, filmando en un blanco y negro esencial la vida en prisión —mejor, la vida en una celda—, nos adentra en el grupúsculo de presos al que acaba de llegar un joven condenado por un delito pasional —un punto de contacto con Cadena perpetua—, que en la cárcel parisina de La Santé planean y ejecutan una fuga que parece imposible [1].
No hay tensión suspensiva a lo Hitchcock, tampoco hay notas de film noir, sino una mirada sobre un grupo humano en el que la lealtad, la amistad, rigen sobre la traición o el miedo. Es un desafío al sistema, un trabajo de equipo, un grupo de ultraprofesionales, lo que convierte a La evasión en una película imprevistamente hawksiana de los pies a la cabeza. Su realismo en pura ficción la emparenta además con el cine en estado puro de Roberto Rossellini, y confirma cómo en 1960, justo cuando Truffaut ha presentado Los 400 golpes y Jean-Luc Godard À bout de souffle, Jacques Becker ya era el admirado hermano mayor de toda la banda de la nouvelle vague.
El talento moral y emocional de Jacques Becker se deja ver en dos secuencias memorables. Acabado el túnel, uno de los presos es comisionado para testar que termina en el mundo libre. El preso alza sobre su cabeza la tapa de una alcantarilla y ve un París brumoso, al amanecer. Su rostro lo dice todo mientras respira el aire de la libertad. Luego, con cuidado, vuelve a colocar la tapa de la alcantarilla, y lealmente regresa con sus compañeros a darles la buena nueva del trabajo bien hecho y concluido. No puedo decirles mucho más de la otra memorable, una más de las muchas que pueblan, la película, otra nueva toma moral, porque los grandes narradores, los grandes artistas, los grandes cineastas como Jacques Becker, siempre adoptan morales narrativas, y en este caso, el mero uso, puro cine mudo, de un espejito situado a la puerta de la celda por el ventanuco que da al pasillo de la galería, le permite a Becker firmar su película de un modo tan genial como moral.
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Le trou (La evasión, 1960). Producida por Georges Charlot, Jean Mottet y Serge Silberman. Dirigida por Jacques Becker. Guion de Jean Aurel, Jacques Becker y José Giovanni. Fotografía de Ghislain Cloquet, en blanco y negro. Música de Philipe Arthuys. Montaje, Marguerite Renoir y Genevieve Vaury. Escenografía, Rino Mondellini, Paul Moreau, Jean Taillandier. Interpretada por Michel Constantin, Jean Keraudy, Philippe Leroy. Duración: 132 minutos.
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[1] El guion de La evasión se basa en un hecho real, y en su escritura participó José Giovanni, que estaba entre los presos que diseñaron la fuga, luego autor de referencia del roman noir francés. Un experto en carne propia de la vida del milieu de los bajos fondos, de su lenguaje, de sus personajes y tramas y con el que, entre otros, colaboró Jean-Pierre Melville.
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