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La cena - Eduardo Martínez Rico - Zenda
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La cena

Christian y Roberto, mis hermanos mayores, hacía años que conocían lo que venía a continuación. Mi hermana pequeña, Marta, ya había sido conducida a la cama por la niñera. Estábamos los “mayores” de la familia más próxima de mi padre: sus padres, su mujer, su único hermano, sus hijos. Y una mesa grande y rectangular...

Mi tío se levantaba siempre después de los postres y ofrecía un brindis. Una mano sujetaba el cigarro y la otra la copa de coñac. Empezaba su relato a la misma hora todos los años, como el que sigue un ritual. Me acuerdo de que a mí me mandaban a la cama justo al llegar este momento, pero acababa de cumplir nueve años, y ésa era la edad fijada por mi familia para que los pequeños se unieran al fin de fiesta con el que culminaba el aniversario de la muerte de mi padre.

Christian y Roberto, mis hermanos mayores, hacía años que conocían lo que venía a continuación. Mi hermana pequeña, Marta, ya había sido conducida a la cama por la niñera. Estábamos los “mayores” de la familia más próxima de mi padre: sus padres, su mujer, su único hermano, sus hijos. Y una mesa grande y rectangular que nos unía a todos alrededor suyo. Una lámpara repleta de velas que sólo se encendían en estas ocasiones iluminaba el cuerpo grande de mi tío, puesto en pie, solemne.

Recuerdo los rostros serios de los abuelos, los ojos llorosos de mi madre, la cabeza altiva de mi tío Miguel. Y las palabras serenas que inundaban el salón, tan parecidas todos los años, iguales y distintas cada aniversario. Su historia, la que contaba todas las noches que el calendario marcaba 18 de marzo, era una historia de héroes, de sangre, guerra y patria, de lucha feroz por unos principios, unos ideales, decía, hoy casi muertos. Así comenzaba a hablar el tío:

—Ya sabéis cuánto le costó llegar a capitán. En una guerra sin batallas no había muchas posibilidades de lucimiento. En cualquier otra guerra él habría llegado a general sin apenas cumplir los cuarenta años. Pero él tuvo que esperar a esa edad para que le nombraran capitán. Lo era desde hacía muy pocos días. Yo iba siempre a su lado, orgulloso de él, y el único temor que sentíamos era el que nos provocaba nuestra excesiva seguridad.

No eran conscientes de que siempre eran las mismas palabras, como yo tampoco lo sería los años sucesivos. Se trataban de unos instantes mágicos que nos hacían cómplices a todos, los únicos que podíamos comprenderlos y valorarlos. Porque a ellos les parecía nuevo el relato de mi tío, su palabra sosegada, los suaves tragos al coñac con que interrumpía la historia, y las lentas chupadas al cigarro con las que trataba de apaciguar los escalofríos.

—Era una guerra sin batallas, pero a nosotros nos tocó actuar en la única de ellas. Nos trasladábamos a la ciudad, el grueso del ejército estaba fatigado, ya que no de pelear, sí de andar, pasar hambre y sed, después de meses sin probar una taza de café y con el poco tabaco que quedaba circulando en las timbas como si fuera oro puro. No parecía presentar riesgo el pueblo, deshabitado, descalabrado, como si hasta los perros y los gatos hubieran elegido el camino de la fuga. El pueblo rodeaba una colina, y decidimos que ése sería el mejor lugar para pasar la noche. El coronel había ordenado que no nos estableciéramos en ninguna de las casas. No explicó por qué. Luego le dijo a alguien que había tenido un mal presentimiento, pero que ignoraba de qué le podía avisar. Él cabalgaba siempre muy cerca de la bandera, y yo cabalgaba siempre muy cerca de él. El soldado que la llevaba se había acostumbrado desde el principio de la guerra a tenerlo al lado, en cada travesía. Incluso acampábamos junto a los colores. Él los miraba antes de apagar el fuego de su linterna, como el último trabajo del día, y a la madrugada eran esos colores lo primero que encontraban sus ojos. Yo sé lo que veía en ellos. Era esta casa, erais vosotros, eran las calles de esa ciudad que se encuentra a unos pocos kilómetros, y las montañas de su adolescencia, y las costas de todo nuestro litoral, era esta lengua que hablamos, todo lo que él nunca quiso deshonrar.

Mi tío tenía la garganta seca. El coñac tampoco era suficiente para humedecer los labios y la lengua de un hombre que acababa de combatir. Porque sentíamos que el tío, en aquellos momentos, regresaba de una dura batalla, y se volvería a ir con el próximo trago de alcohol, soltando leves bocanadas de humo, y dejando los ojos volar por el techo y las paredes. Estaba hablando de la bandera, de unos colores, de nosotros y de nuestro país. Cuando me miró a mí un frío pavoroso penetró en todo mi cuerpo. Me sudaba la frente y me temblaban las manos, pero él no parecía darse cuenta de los efectos que su relato estaba teniendo en mí.

—Hoy es obvio, pero entonces no lo esperábamos. Habíamos montado el campamento en lo alto de la colina. Un ambiente de relajación se respiraba entre los caballos y los hombres, los fuegos que empezaban a arder y las cacerolas que hervirían en breve. A él le quedaba un solo cigarro, el último de aquella caja que tú, Mariana, le regalaste. “Nos lo fumaremos a medias, con un recuerdo para ella”. Y nos tumbamos a fumar. Pero no llevábamos ni medio cigarro cuando notamos cómo se agitaba todo a nuestro alrededor. Algunos caballos relinchaban, las botas de nuestros soldados se ponían en movimiento, el coronel daba gritos desde su tienda, y no hizo falta mucho tiempo para comprender que nos estaban atacando, que ellos estaban escondidos en las casas del pueblo y que no nos habían atacado antes porque esperaban sorprendernos cuando entrásemos nosotros en busca de refugio para pasar la noche. El coronel había retrasado la batalla en unas horas, y todavía no sabíamos si había sido para bien o para mal.

Ruidos de sables, alaridos, caballos en huida, tierra revuelta, fuegos desechos por las pisadas de hombres luchando, confusión de uniformes, cuellos a medio cortar, pechos atravesados, balas perdidas que se estrellaban por todas partes. Eran muchos, muchos más que nuestros soldados, y estaban más descansados, mejor armados. Lo tenían todo para vencer aquella noche en la que iluminaban más los disparos que las fogatas. La luna, que no llegaba a ser llena, se complacía en hacer juegos caprichosos con los colores de los uniformes, y la bandera, clavada en el suelo, a pocos pasos de donde luchaban mi padre y mi tío, lucía brillos insospechados, claroscuros, logrando infinitas tonalidades de sus colores.

—Los dos disparábamos, pero no en actitud de ataque, lo cual era imposible tal y como se estaba desarrollando la batalla, sino en una feroz defensa que, sin embargo, iba diezmando sus filas. Nos quitamos las guerreras para hacer más difícil nuestra identificación por parte del enemigo. Muchos compañeros nuestros nos imitaron. Ahora fuimos nosotros, un grupo de unas decenas de soldados, los que jugamos al escondite con ellos. Nos ocultamos en las tiendas y aguardamos a que ellos se confiaran para volver al ataque. Todo estaba muy oscuro. A la distancia que me separa del abuelo, aquella noche y en aquel lugar, con los fuegos diseminados, yo no podría decir si llevaba barba o no. Pero nosotros no temíamos a la oscuridad. Además, sus uniformes destacaban lo suficiente a la luz de la luna, con sus dorados, rojo y verde brillantes, como para que pudiéramos acertar con nuestros disparos. Pronto empezamos a disparar, y con notable éxito. Iban cayendo muchos de ellos, y aunque no veían la procedencia de las balas, en seguida se dieron cuenta del truco, de la burla que les devolvíamos nosotros ahora. Nuestro coronel daba órdenes con una voz de otro mundo, gritando como no ha debido de gritar un ser humano desde la creación del mundo. Ordenaba el ataque. Habíamos conseguido equilibrar un tanto nuestras fuerzas con las de ellos; incluso les llevábamos alguna ventaja. La situación, afortunadamente, cambió para nuestro ejército a partir de aquellos gritos del coronel, pero en cambio ya sabéis lo que le pasó a mi hermano y capitán, vuestro hijo, vuestro marido, vuestro padre.

No es una historia que se deba contar a un niño de nueve años, en noches de lluvia —siempre llovía—, justo antes de meterlo en la cama. Imaginaos los sueños que me acompañaban aquellas noches, viendo a mi padre, con los ojos cerrados, correr con una bandera en la mano, caer muerto aferrado a ella, y no soltarla mientras le llevaban entre varios, llorando, al pie de la colina que se juró a sí mismo defender. A espada, cuchillo y fusil.

—Le llovían las balas y no soltaba la bandera, aunque no ignoraba que hacía de él un blanco más fácil y más codicioso. Pero esquivaba el fuego enemigo y respondía a él con su pistola. Yo estaba lejos cuando sentí decaer el ritmo de los disparos. Parecía que la victoria había sido nuestra, y yo estaba eufórico porque veía la bandera ondear, enhiesta, sobre todos los enemigos. Eso significaba que habíamos vencido y que él estaba vivo, porque nunca soltaría la bandera si no es perdiendo la vida. Pero me equivoqué. Todos conocéis el fin de esta historia. Cómo clavó el palo en la tierra y defendió el trozo de tela que en lo alto ondeaba. Cómo con una mano la sostenía y con la otra manejaba su pistola. He imaginado muchas veces el instante en que le acertaron, tres tiros en el pecho, y cómo fue capaz de abrazar el palo y encontrar equilibrio para que ni él ni ella se desplomaran. El resto lo conocéis casi tan bien como yo. Esa bandera que veis en la pared la trajo a esta casa el mismo coronel, y fue el tributo que nuestro ejército, finalizada la guerra, rindió a la familia de su más apreciado héroe. Ya sabéis cuánto le costó llegar a capitán. En una guerra sin batallas no había muchas posibilidades de lucimiento. En otra guerra él hubiera alcanzado el grado de general, a los cuarenta años, pero en ésta tuvo que morir a esa misma edad, en la única batalla digna de ese nombre que se libró, para convertirse en un héroe.

No, no es una historia que se deba contar a un niño de nueve años, en noches de lluvia —porque siempre llovía—, justo antes de meterlo en la cama. Ese niño jamás podría olvidar la bandera del salón, ni el misterioso soldado que, entre fuegos, se mantenía erguido a su lado, impidiendo que se desplomara. Un hombre que estaba muerto cuando sus compañeros se acercaron a él, acabada la lucha, y que por nada del mundo soltaba el palo de la bandera. Un hombre que ya entonces me era extrañamente familiar.

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Eduardo Martínez Rico

Nació en Madrid en 1976. Se licenció en Filología Hispánica en 1999 por la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en Filología, por la misma Universidad, en 2002. Es autor de 17 libros publicados, de novela, biografía y ensayo. Entre sus obras se pueden citar las novelas históricas Cid Campeador y Fernando el Católico. El destino del rey, su ensayo La guerra de las galaxias. El mito renovado y su biografía Pedro J. Tinta en las venas. Ha sido profesor del Instituto de Empresa y de la Universidad de Mayores del Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de Madrid (Literatura Española).

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