No es extraño que un centenario tan relevante como el Ulises ponga el foco de atención de las editoriales y de los lectores en el resto de la obra del autor irlandés, sobre todo si se tiene en cuenta su carácter unitario. Estamos en el año del Ulises pero bien podríamos decir que estamos en el año de James Joyce, de todo lo que ha escrito o ha hecho este lúcido e insomne escritor, por lo que no sorprende la cantidad de sugerencias y de métodos propuestos últimamente en los medios de comunicación, por todo tipo de especialistas y de outsiders, para abordar la lectura del Ulises; cuando quizá el mejor método sea leer antes al propio Joyce, por ejemplo Dublineses.
Tal vez por lo anteriormente expuesto, la editorial Reino de Cordelia haya considerado oportuno publicar, con una ayuda del Ministerio de Cultura y Deporte, una primorosa edición de Dublineses con tapa dura y buen papel reciclado, que recuerda a las ediciones de épocas más venturosas para el mundo editorial y puede que para para la literatura. El libro está ilustrado por Javier García Iglesias, que ha sabido captar solventemente, más bien iluminar con la sobria precisión de su trazo, el complejo universo joyceano. Los lectores también se encuentran en esta edición con una nueva traducción de Dublineses, con otro intento por trasladar al ámbito de nuestro idioma el singular dictum léxico y la compleja sintaxis que caracteriza la escritura de James Joyce. De esta difícil tarea —para cumplir con las exigencias y altas expectativas de los joyceanos— se encarga con audaz encomio y acierto Susana Carral, pero demostrando una vez más, si se compara su traducción con las realizadas por Guillermo Cabrera Infante y Eduardo Chamorro, que el traductor es un traditore.
Los cuentos de Dublineses forman un conjunto unitario en el que el todo suma más que las partes, como casi siempre sucede en James Joyce, y en donde sus relatos se van reescribiendo connotativamente o adquiriendo nuevas resonancias y significaciones a través de los otros. Joyce, para hacer el retrato «moral» de la sociedad dublinesa de su tiempo, no utiliza los estratos sociológicos como trama argumental, reflejando sus estamentos sociales como principal desarrollo de sus fabulaciones, sino que emplea, lo que luego desarrollará con maestría en el Ulises, la perspectiva cronológica; es decir, la mirada escrutadora sobre Dublín desde las diferentes edades de la vida, lo que le permite establecer con tenebrosa vitalidad el decadente mosaico humano de su ciudad. Esto hace que los 15 cuentos que componen Dublineses se estructuren, siguiendo a Joyce, con la siguiente escala temático-rítmica 3-4-4-3, en donde los tres primeros se corresponden con la infancia, con la niñez, los cuatro siguientes con la juventud, los otros cuatro con el mundo de los adultos, y los tres restantes con la actividad social. El último relato «Los muertos», considerado por buena parte de la crítica anglosajona como el mejor cuento de la literatura en lengua inglesa, funciona como síntesis y coda final de todos los demás.
Las claves de Dublineses nos las da James Joyce en el inquietante primer cuento que escribió para iniciar este conjunto unitario, «Las hermanas»:
«Todas las noches, al mirar hacia la ventana, me repetía a mí mismo la palabra «parálisis». Siempre me había sonado rara, como la palabra «gnomon» en Euclides y «simonía» en el catecismo».
En este fragmento aparecen tres palabras fundamentales en el ideario del escritor irlandés, una es la «parálisis» como síntoma social de la enfermedad moral que asolaba Dublín. Joyce llega a definir su ciudad como pozo sifilítico, estigma que él también llevará a su exilio y que condicionará para siempre su vida y su escritura; además de transmitirlo fatalmente a Nora Bernacle y a su hija Lucía. El escritor irlandés nos desvela muchas de estas cuestiones a través del padre Flynn, sacerdote que muere aquejado de una parálisis, probablemente, aunque el narrador nunca lo desvela, ocasionada por la sífilis. En este primer relato también puede verse como aplica la técnica del gnomon —y esta es la segunda palabra relevante para abordar Dublineses— en sus diferentes acepciones. Una de ellas, tal vez la más efectiva desde el punto de vista literario, es su utilización textual como trozos de vida —slices of life— que no solo hay que interpretar y reordenar, sino que también sirven para constatar, tanto en sus silencios como en sus aseveraciones, otras realidades. Y por último, dentro de esta significativa triada joyceana, la simonía como transgresión y ruptura con lo sagrado. En «Las hermanas» queda simbolizado perturbadoramente en el cáliz roto por el padre Flynn, pero también en la moneda que brilla en la mano de uno de los golfos del cuento «Los galanes», como símbolo del comercio con el sagrado amor; o en el alcoholizado personaje de «Duplicados», que paga sus frustraciones en la indefensa inocencia de su hijo.
La parálisis recorre buena parte de los cuentos, pero también la simonía. Cuando uno huye del gnomon, en este caso entendido como norma del poder, de sus reglas establecidas y de su corrosiva parálisis, como sucede en «Un encuentro», los dos alumnos prófugos no se encuentran con la ansiada libertad sino con un pederasta en pleno descampado como símbolo simoníaco del influjo de la ciudad, cuya degradación impregna hasta sus últimos reductos. Gnomon que también refleja su corrosivo poder paralizante en la última decisión de Eveline —personaje central del cuento del mismo nombre—, a la que sus vínculos con el pasado le imposibilitan emprender cualquier acción emancipadora, subirse al barco con el hombre que podía liberarla:
«Frank pasó la barrera y la llamó para que fuera tras él. Alguien le gritó a él para que siguiese adelante, pero continuaba llamándola. Ella lo miró, pálida y pasiva, como un animal desamparado. En los ojos de Eveline no había rastro de amor, ni de despedida o reconocimiento».
La misma parálisis que carcome al Pequeño Chandler en «Un leve nubarrón» al percibir envidiosamente cómo desperdiciaba su talento literario en un trabajo rutinario y en una no menos convencional vida familiar, ante el arrollador éxito de su amigo Ignatius Gallaher, convertido en una «brillante figura del mundo periodístico londinense»: «El Pequeño Chandler sintió que la vergüenza enrojecía sus mejillas y se apartó de la luz».
James Joyce todavía sobrecoge a sus lectores en Dublineses por lo que dice sin decirlo, por lo que muestra desde su ocultamiento. Él es el verdadero minotauro del dédalo dublinés de sus páginas. En sus cuentos parece que no pasa nada o que acaece muy poco —«Arcilla», «Un caso penoso», «El día de la hiedra»…»—, y en cambio, en ellos, lo más importante sucede, alcanzándose las últimas sombras. Sus relatos son una epifanía que nos llevan a nuestras más secretas interrogaciones, esas que algunas noches nos quitan el sueño, o ante las inesperadas presencias que a través de los arpegios de una canción vuelven del pasado. Tal vez, como escribió Jorge Luis Borges en «There Are More Things», seguramente acordándose de «Los muertos» de James Joyce, porque «el hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos».
Dublineses es un conjunto de cuentos memorables. Una de esas lecturas necesarias —todavía más que en tiempos de James Joyce— para exorcizar la parálisis personal y social de nuestra simoníaca realidad.
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Autor: James Joyce. Título: Dublineses. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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