Imagina que hay otra España desde el golpe del 23F. Y que vivimos en una dictadura militar.
Dicen que hay tres Españas. Pero hay otra más. La cuarta España es la España de la imaginación. La España de Libertad Guerra muestra, como cantó Joaquín Sabina, lo que pudo pasar y no pasó.
Zenda adelanta las primeras páginas de la última novela de Leandro Pérez, La última noche de Libertad Guerra (Planeta).
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«Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte».
Miguel Hernández
IMAGINA
UN DÍA DE MARZO DE 1981
Imagina que España no es un infierno. Es difícil, pero yo al menos lo intento. Salgo de la cama desnuda, todavía más colocada que resacosa, y cubro con la sábana a Imanol. Bueno, creo que se llamaba Imanol, pero no pondría la mano en el fuego. Vaya culo tiene, y vaya moratón le cruza la espalda, el tío recibió los porrazos por mí. Mientras me ducho, imagino que Antonio Tejero, el 23 de febrero teniente coronel y hoy director general de la Guardia Civil, sólo disparó al aire al irrumpir con doscientos picoletos en el Congreso de los Diputados, y que no mató con su pistola al presidente Adolfo Suárez, al general Gutiérrez Mellado y al dirigente comunista Santiago Carrillo. Imagino que los tres continúan vivos porque se tiraron al suelo como los demás diputados, y que tampoco han ajusticiado a Juan Carlos I el Breve y que la reina Sofía y sus hijos no se han exiliado en Nueva York. «Ajusticiado», así titularon la noticia, no casualmente, todos los periódicos madrileños, entre otros el mío, Pueblo. Ninguno dijo que el rey murió asesinado, como tampoco usan ahora la palabra ensura, más les vale. Imagina que no llevamos un mes en estado de excepción y que en las cárceles no se hacinan miles y miles de españoles.
Imagina que el Golpe de Estado fue una chapuza abortada en menos de un día y que la dictadura militar impuesta por el caudillo Jaime Milans del Bosch sólo es una pesadilla. Imagina que hoy, en España, no hay nada por que matar o morir.
Imagino que ya no me llamo Libertad ni me apellido Guerra. Así no puedo ir por la vida, pienso este día de marzo de 1981 mientras me enjabono el pelo.
Evaristo Ledesma, el director adjunto que desde hace días pisotea la redacción como si ya luciera galones de director, me soltó ayer, poco antes del cierre, una indirecta muy directa: tú verás, pero ahora tu firma parece un pseudónimo, con tu firma y encima con tus textos, todo el puto día pendiente de músicos maricas y artistas pervertidos, los censores se piensan que nos estamos quedando con ellos. Y eso sí que no, dice Evaristo, a tus colegas del rollo les parecerá total que te llames Libertad Guerra y que seas anti española, antigolpista y antitodo, pero ahora mandan los que mandan, y han venido —le falta decir «hemos venido»— para quedarse.
Es la gota que colma el vaso. Sole, la colega del periódico con la que anoche salí de marcha, me contó algo que ya sabía por otros compañeros del periódico: Evaristo va diciendo que con veintiún años sólo escribo en Pueblo por mi padre, que soy una enchufada, como si Gabriel Guerra, mi padre, pintara algo ya. Pero tres años lleva ya sepultado en Lerma. Ahora, un poeta como él no pinta nada, sólo es un rojo que regresó a España durante el franquismo, nada más. Evaristo Ledesma no tardará en pegarme la patada.
Mi padre decía a menudo que vivió dos exilios, el mexicano y el interior, y que fue más amargo el segundo, marginado y pasado de moda. Cuando Franco murió en la cama, tampoco pudo celebrar nada: ya estaba muy enfermo y, como diría otro amigo suyo poeta, Luis Cernuda, cansado de estar vivo.
La caldera da para poco. Cuando el agua sale fría, cierro la ducha, me seco con un albornoz, enrollo la melena en una toalla, rescato la cafetera del fregadero y preparo el primer chute de cafeína. Con la radio de fondo, desayuno una manzana y un cortado mientras hojeo los diarios de ayer. Recorro titulares y contemplo fotos con la mirada medio perdida, putos periódicos de mierda, sin noticias, sin verdades, nos han jodido bien, damos propaganda y fútbol, pintamos un mundo feliz sin represión, como si no pasara nada, y sólo me detengo para leer el artículo de Paco Umbral. Cuando el columnista confiesa que es «un pornógrafo resentido, un rencoroso lúbrico y un blasfemo irreverente», recuerdo con media sonrisa la primera vez que intentó ligotear conmigo: en Lhardy, a los postres, después de devorar un cocido madrileño y de presentar un libro. ¿Cómo llamó a mis pechos delante de la tribu de escritores y plumillas? Tardo en recordarlo. Hasta que no prendo el primer pitillo del día no caigo. Sí, tetamen. Antes de que estallaran las carcajadas, soltó que arrojaría su nuevo libro a la piscina de la dacha si cataba mi tetamen. Luego, en un cóctel, lo volvió a intentar con otra voz, me nos atronadora y más tórrida y peligrosa, y sin buscar las risas de sus compinches; sin verlos, ya te digo que tienes los mejores pechos de Madrid, y si los viera, si me permites verte desnuda, me dejarán mudo, algo así dijo. Pego una calada y sigo leyendo. No soy la maja desnuda, ni la vestida, no me despeloto para nadie, cuando un tío me pone —y Umbral no me pone, que conste—, quiero arrancarle la ropa y que me la arranque, y que no se quede atontado mirándome las tetas. El resto de la columna no me dice nada, leo como quien oye llover que «los patrulleros universales y galácticos de la democracia guardan silencio y sombra la noche del 23F, esperando que gane el mejor, como los obispos. Finalmente se pronuncian por el que ha ganado». La política me la bufa. O eso digo. La política no es lo mío. Ya no es ni lo mío ni lo de nadie, ahora toca sobrevivir o verlas venir. Esperar a que escampe y a que dejen de llover hostias y porrazos.
Dejo la taza en el fregadero, tiro las mondas de la manzana en el casi desbordado cubo de la basura, y de paso, también vacío allí un cenicero y empotro el casco de una litrona. Luego me seco el pelo, me lo cardo, me perfilo los ojos y me pinto los labios. Vuelvo al dormitorio. Imanol sigue frito. ¿O se llamaba Iñaki? No, Imanol, y es medio vasco. Cuando salió con la tontería del salto del tigre dijo que también era leonés, aunque luego fue tierno. Antes de que los maderos desalojaran a toda la basca jodimos como fieras en los baños del Rock-Ola, pero aquí, en casa, hubo más risas y caricias que sudor y pasión. Estábamos fundidos y muy pedo. A cualquier otro rollo de una noche ya lo habría largado, pero me pasaría la mañana contemplando cómo duerme. Parece un niño, un niño guapo, golpeado y sin afeitar. Con sigilo, y casi diríamos que al azar, saco del ropero los tejanos, la blusa, el chaleco y las camperas con las que pisaré la redacción de Pueblo una hora más tarde, después de soportar en el metro de Madrid, durante cuatro estaciones, la insistente mirada de un rijoso con gafas de culo de botella. Antes de pirarme de la buhardilla saco del bolso este cuaderno donde escribo y no dejo de escribir, aunque sea para nada y para nadie, o donde me digo que voy a escribir lo que vivo, aunque no escriba, y donde ahora escribo a lápiz, esta vez para Imanol: «¿Por dónde paras? Pega un portazo cuando te pires». Arranco la hoja y la pincho con una chincheta junto al cerrojo.
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Leandro Pérez, padre de dos hijos, escritor y periodista burgalés, ha escrito Las Cuatro Torres (2014) y La sirena de Gibraltar (2017), novelas protagonizadas por Juan Torca, y Kolia (2019), una historia sobre un adolescente apasionado por el baloncesto, todas ellas publicadas por Planeta. Es socio de Trestristestigres y dirige la web literaria Zenda. La última noche de Libertad Guerra (2021) es su última obra.
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Autor: Leandro Pérez. Título: La última noche de Libertad Guerra. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros y Amazon
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