Durante muchos años, y aún continúa produciendo efectos la infección, los cinéfilos y críticos de cine nos vimos asaltados por la fascinación que nos producía —y produce, insisto— la teoría crítica, brillante y agresiva, de la politique des auteurs, nacida como un artilugio de combate crítico y esgrimida sin piedad por los jóvenes turcos cinéfilos que el maestro André Bazin reclutó en la redacción de la Revista Cahiers du Cinéma. Rivette, Truffaut, Godard, Rohmer, Chabrol, Doniol-Valcroze, todos querían hacer cine, todos escribían de manera tan personal como excelente, todos tenían asentadas sus filias —el cine norteamericano de los maestros clásicos despreciados por comerciales, el neorrealismo italiano— y sus fobias, especialmente el academicismo de un dominante cine francés, el cine de qualité, de René Clair, al que oponían la libertad de otros cineastas como Jean Cocteau, Jean Renoir o Jacques Becker. Esa concepción crítica se asentaba en el efervescente y combativo panorama cultural francés, muy dominado por la izquierda de Sartre o Camus, sobre sólidas referencias literarias, de manera que esa política crítica de los autores promocionada por los cahieristas se basaba en entender y defender que las películas se diferenciaban unas de otras por la huella que la autoría del director dejaba o no, bien visible, de película a película, tal como un novelista o un dramaturgo lo hacen con sus obras. La teoría, parcialmente correcta para corregir esa inevitable cesura de obviar las películas denominadas como comerciales en beneficio de los pensum, de las películas arty, repletas de tesis, homilías y ejercicios estéticos, pecaba de ignorar de un lado la realidad industrial del cine, y de otro, last but not least, que el cine es un arte muy colectivo, y que en una película desde el productor hasta el responsable del decorado, vestuario, fotografía o montador, participan en mayor o menor medida del resultado final. El ejemplo más obvio es el de Lo que el viento se llevó, que con bastante razón David O. Selznick, su productor e inspirador, proclamaba como suya, y no de la sucesión de directores que pasaron por sus platós, algunos muy eminentes, como Victor Fleming o George Cukor. En el lado opuesto, Ciudadano Kane se debe en gran medida a su director, Orson Welles, que tenía una concepción global de lo que pretendía, pero es inútil no reconocer la influencia en el resultado final del guionista Herman Mankiewicz o del fotógrafo Gregg Toland, mientras que en Vertigo, la posición dominante de Hitchcock, pese a las colaboraciones importantes de Stewart y Novak, o de Herrmann en la banda sonora, parece muy evidente. Todo ello permite reflexionar sobre el alcance de la influyente política crítica cahierista de los auteurs, muy vigente, insisto, aún en los tiempos que corren.
Todo lo anterior quería expresarlo para valorar la autoría, creo que muy compartida, de la película que hoy extraigo del Cofre del pirata. Se trata de Moonstruck, Hechizo de luna, una película dirigida por Norman Jewison, un conspicuo veterano, por lo general considerado un hábil artesano en el contexto de la industria de Hollywood y que cuenta con películas como El rey del juego, En el calor de la noche, El caso Thomas Crown, Si yo fuera rico, El dinero de otros y Justicia para todos, que evidencian su buen quehacer técnico, su versatilidad a la hora de abordar películas que revelan un tratamiento diverso, y que siempre se movió con agilidad en el proceloso mundo de la producción de Hollywood. Sin embargo, y advirtiendo que la puesta en escena de Jewison me parece excelente, dominando el difícil tempo que exige la comedia romántica, su sutil dirección de actores, con un reparto tan excelente como variado, y su inteligencia a la hora de entender el guion, cada vez que veo la película, que gozó de muy buena recepción crítica, de público con taquillas excelentes en todo el mundo y de honores, tres Oscar, aunque haya padecido del inevitable olvido que sufren las comedias, por lo general despreciadas como un puro entretenimiento bien hecho pero intranscendente, siento que el quehacer del reparto eleva el tono emocional, la vinculación afectiva del espectador, su disfrute hedonista con la película, a la vez que aprecio el enorme venero de posibilidades que a Jewison y a sus intérpretes ofreció John Patrick Shanley, un reputado comediógrafo, y ocasional e irregular director de películas. Una canción irlandesa, basada también en una comedia suya, me parece una de las mejores películas de la pasada temporada, a la hora de adaptar su obra de teatro al guion de la película.
El magnífico guion de Shanley, que ganó el Oscar, pivota sobre un coro de personajes: dos familias, los Castorini y los Cammareri, de emigrantes italianos bien instalados ya en Nueva York —es soberbia la ambientación sentimental en Brooklyn Heights (aunque la película se haya rodado parcialmente creo que en Toronto)—, sobre la que entreteje una malla de afectos, supersticiones, desencuentros, enamoramientos y deslealtades amorosas, un inteligente enredo cocinado en la pasión amorosa incontenible que surge imprevista e inadecuadamente entre Loretta Castorini (Cher, genial ganadora del Oscar por este personaje) y Ronny Cammareri (Nicolas Cage, su mejor actuación en una discutible carrera), dos seres quebrados por la vida, la muerte, él manco, ella viuda marcada, a la vez que esa onda sentimental cimbrea los cimientos del desencanto, la infidelidad —ella está prometida a Johnny (Danny Aiello), el hermano de Ronny— y la rutina del matrimonio de los padres de Loretta, Rose (Olympia Dukakis, que ganó el Oscar) y Cosmo (Vincent Gardenia), buscando en la infidelidad consuelo a su desencanto, y causa desconcierto y pavor en el anciano abuelo Castorini (Fiodor Chaliapin), un genial personaje entre Chéjov y Shakespeare. Shanley ancla la emocionalidad de su escritura en dos elementos convergentes muy poderosos. En primer lugar, sobre la narración se inscribe la música, la ópera verista italiana ejemplificada en el romanticismo fatalista y desbordante del Puccini de La Bohème, a una de cuyas representaciones acuden, como catalizador, también catarsis de su pasión amorosa incontenible, una pasión eufórica, imparable, extraordinariamente desafiante en lo inconveniente, y una tonalidad operística que domina, con sus arias y orquestaciones la temperatura romántica de la película. A su lado, y de nuevo con la idiosincrasia de una familia italiana, en el sentido más clásico de la misma, todo el dibujo de personajes y situaciones, un punto fuerte de Shanley a la hora de construir la carpintería dramática de la pieza, el guion desarrolla situaciones profundamente paganas, ancestrales, desde el miedo a que se case con porque es una viuda con mal fario, a la mano manca de, para concluir y de manera gloriosa con el fatal, loco, influjo de la luna llena, el moonstruck, el hechizo de la luna que domina como una diosa caprichosa el devenir de los humanos. De la unión de ambos elementos, y siguiendo el consejo de Chaplin de franquear con diversión y un poco de melancolía la frágil barrera entre el drama o el melodrama y la comedia, Jewison, Shanley y el reparto transforman el campo de Agramante en campo de Venus, de las idas y venidas, infidelidades, traiciones y desamores, en una exuberante y apasionada comedia romántica que es lo que es, gracias a Dios, Hechizo de luna.
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