Recuerdo que cuando estudiaba filosofía (hablo de finales de los noventa del pasado siglo) el último grito en cuanto a pensamiento era la postmodernidad y eso que se daba en llamar la filosofía de la diferencia. Reverenciábamos a Lyotard, a D&G (Deleuze y Guattari), y presumíamos de entender a Derrida. Gianni Vattimo fue invitado a dar una charla en nuestra facultad y, tras una fiesta privada en casa de una de nuestras profesoras de entonces, un amigo se prestó a devolver al filósofo italiano a su hotel. Recuerdo con todo detalle la dificultad de un hombre de la altura de Vattimo (hablo de altura física) para entrar en un seiscientos pintado de color malva y amarillo, su cara de pánico cuando el conductor derrapaba en las curvas, su sobresalto cuando la manivela de la ventanilla se desprendió para atravesar la amplia rendija que separaba la puerta del resto de la carrocería y caer con estruendo al asfalto de una calle madrileña cuyo nombre no recuerdo, y, por supuesto, su cara de alivio cuando descendió del coche, su gesto tembloroso con la mano al despedirse de nosotros, repentizados objetores del pensiero debole. Al día siguiente, falto de sueño, yo explicaría a mis alumnos de bachillerato las bondades de las matrices, las integrales o los determinantes.
Me acordé de esa anécdota cuando veinte años más tarde leía La sociedad transparente. Estaba escribiendo un ensayo cuyo título era El hombre transparente y tenía claro que, junto a Sloterdijk o Byung-Chul Han, el pensador italiano resultaba una referencia ineludible a la hora de desarrollar cómo la transparencia (como la nada de La Historia Interminable) se había ido adueñado del discurso político o social hasta convertirse en el núcleo ideológico de lo contemporáneo. Sin embargo, el texto de Vattimo había sido escrito hacía demasiado tiempo, cuando la transparencia era apenas una promesa de emancipación de los colectivos, mucho antes de la fulgurante emergencia de internet y, posteriormente, de las redes sociales. La tecnología había acelerado (la aceleración era otro de los vectores que afectaban a todos los dominios de lo contemporáneo) el proceso de transparencia. La emancipación de los colectivos había muerto de éxito, y esa muerte equivalía a una aparente balcanización del tejido social hasta desembocar en lo que denomino sociedad plasmática, una especie de estado natural electrónico cuya máxima aspiración política reside en un regreso a la tribalidad y a la guerra del todos contra todos. La aceleración desenfrenada traía aparejada, como indeseable efecto secundario, la multiplicación de los accidentes, eso que los prebostes del tecnocapital denominan disrupción. Transparencia y (por tanto) disrupción política, transparencia y disrupción institucional, transparencia y disrupción emocional. Y todo ello auspiciado por los cada vez más inextricables algoritmos, determinantes a la hora de mediar en nuestras relaciones personales y laborales. Nada que no sepamos, que no supiéramos, es cierto. Había libros estupendos sobre el filtro burbuja, sobre la economía —así llamada— de la atención, pero mi aproximación (era lo que pretendía, ojalá lo haya conseguido) debía, sin abandonar lo concreto e incluso el testimonio personal, ser más teórica, recurrir a los lenguajes de la ciencia, de la sociología y de la filosofía, transitar de un extremo a otro de esos dominios de lo epistemológico a través de un juego de metáforas que tenían tanto de científico como —a veces— de literario. Aunar lo concreto y lo abstracto, la autoficción y Spinoza, mostrar la necesidad de entender que la ciencia no es sino un lenguaje más en el que se expresa nuestra cultura, determinante en la configuración de cualquier sociedad, todavía más de la nuestra. Demostraría (amparándome en la tradición de pensadores como René Girard y Gabriel Tarde) que la raíz mimética y, por tanto, escasamente original, de nuestro deseo se encuentra en la base del comportamiento en las redes; de paso me serviría para hackear el ideario de la autonomía individual, el directorio raíz del homo liberalis.
El hombre transparente está escrito a caballo entre dos épocas, la de a.C. (antes del Covid-19) y la de d.C. (después del Covid-19). Ya había escrito acerca de las analogías entre el contagio viral y el contagio de los afectos (likes y retuits) a través de las redes cuando aconteció la pandemia cuyas recidivas todavía asuelan el planeta. El modelo ideal del tecnocapitalismo (disrupción, crecimiento exponencial, etc.) se veía ahora encarnado por un virus llegado supuestamente de China. Los virus virófagos son una subcategoría vírica constituida por los virus capaces de fagocitar a otros virus e incorporar parte del material genético de su víctima al suyo propio. ¿Era eso lo que estaba ocurriendo con esos virus llamados tecnocapitalismo y Covid-19? ¿Quién estaba fagocitando a quién? ¿Cuál sería entonces el resultado de esa incorporación, caso de que mi hipótesis tuviese algún sentido? Todavía no podemos dar una respuesta concluyente.
¿Qué está pasando?, pregunta Twitter. Simplemente traté de tomarme en serio esa pregunta. Y saltarme, de paso, la barrera de los ciento cuarenta caracteres.
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Autor: Javier Moreno. Título: El hombre transparente. Editorial: Akal. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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