En la orilla oscura
Los barcos se pudren en tierra, una verdad que aquel muchacho aprendió muy joven, cuando fumaba sus primeros cigarrillos a escondidas en el Cementerio de los Barcos Sin Nombre junto al Piloto, la aventura se prolongaba al otro lado del mar y Troya esperaba al héroe con las murallas intactas.
Pienso en todo eso mientras preparo la bolsa con las cosas necesarias para subir a bordo. Tres tripulantes con grabadora y cuaderno de notas y cuarenta y ocho horas por delante. Ese es el plazo de navegación que nos ha dado Arturo Pérez-Reverte. El objetivo es hablar de mar y literatura a propósito de la publicación de El italiano, una novela sobre el amor, la guerra y por supuesto el mar, y hacerlo a bordo de su velero.
Un par de bañadores, unos zapatos náuticos, unos viejos y cómodos vaqueros, un par de botellas de agua, unos sobres de café soluble y las inevitables biodraminas. También llevo un jersey azul de hilo despintado y lleno de sal marina que perteneció a un viejo amigo capitán de navío.
Miro el minucioso orden de los objetos sobre la cama y sonrío. Durante casi un lustro, hacer equipajes fue un ejercicio cotidiano; repetir el gesto de seleccionar, plegar, organizar, guardar en una maleta era algo natural, cuando la vida se resumía en el tiempo disponible entre el check-in y el check-out y nunca tenías prisa por volver de aquellas ciudades lejanas, desconocidas, en las que el hall de tu hotel era la mejor sala de lectura, el baño del aeropuerto el mejor vestidor, un café abarrotado el mejor lugar para estar sola y un taxista con buena propina el mejor amigo.
Cierro la mochila y me asomo a la terraza de la habitación. Más allá de los edificios, el amanecer rosáceo se deshace en una luz blanquecina sobre la línea del mar. Salgo del hotel dejando la cama hecha y el resto de la ropa y objetos en su sitio. Siempre lo hice así, supongo que por mero equilibro de las cosas: ante la incertidumbre del destino hay que conservar cierto orden en la retaguardia.
Hacía exactamente quince años que no me preparaba para navegar. Por entonces, aquella chica creía tener algunas certezas sobre las novelas, las aventuras y los héroes, y cuando llegó la carta de admisión en un prestigioso curso de Patrón de Embarcaciones de Recreo creí ver una hermosa promesa de futuro. Durante las largas semanas de estudio, entrenamiento, clases y aprendizaje técnico sobre el mar, los barcos y la difícil relación entre uno y otros, gané amigos impagables, compañeros navegantes y científicos con los que sellé una amistad que se mantiene de alguna singular manera por encima de los años, la distancia y las pandemias. Pero en todo aquello no había promesa de futuro alguna.
Guardé cuidadosamente el título en el cajón donde guardo mis tesoros, junto a mis siete pulseras de plata mexicana, y allí se quedó. Después vinieron cambios de vida, de casa, de ciudad, y nunca me preocupé de recuperarlo. De todas maneras, aquel papel no estaba destinado a ser mi pasaporte clandestino y feliz a un Mediterráneo soñado, sino al otro lado de una singular línea de sombra donde gané una nueva mirada más oscura y tal vez más rica sobre los libros, los héroes y el mar, comprendiendo que, a diferencia de éstos y sus múltiples odiseas, las heroínas no necesitan viajar a ningún maldito sitio. Más bien al contrario: su naturaleza se forja dura como el acero en la arena fría de la orilla, construyendo la aventura a base de distancia, carne y espera.
Café y biodramina
La jornada empieza temprano, casi al amanecer. Reverte nos aguarda en la verja principal del puerto. Media hora antes de la cita con el capitán hemos desayunado en un bar cercano con los camareros todavía soñolientos, unas tostadas con aceite, café bien cargado y media bolsa de patatas fritas. La sal ayuda a evitar el mareo. El azúcar, prohibidísimo. Ninguno de los tres hemos cruzado las Bocas de Escanderlu, eso es verdad, y con bastante probabilidad, una vez a bordo, caminaremos inseguros sobre la teca, resbalando por la cubierta como un Carruthers cualquiera, pero no hay nada de malo en ello. De hecho, ninguno tiene antecedentes graves en mareos y somos, a nuestra manera, baqueteados tripulantes hechos a días de navegación en el Dulcibella, entre las peligrosas arenas de las islas Frisias y en el mar de guerra de O’Brian; curtidos en horas de escritura de crónicas sobre barcos hundidos, en cientos de miles de millas de navegación aeronáutica, en capear el tormentoso crucero de las palabras cuando estás pariendo una novela o una columna, en la zozobra inquietante de una redacción de periódico.
A pesar de todo eso, que no es poco, vive Dios, no quisiéramos empezar el periplo echando la pota por la borda. Y delante del capitán mucho menos. Así que por si acaso, antes de subir a bordo, nos hemos metido un par de biodraminas en el cuerpo cada uno de nosotros. Y llevamos un cargamento como para cambiar el rumbo y seguir navegando, sin marearnos, hasta Estambul.
“Esperadme por aquí un momento, que tengo que hacer una gestión”, nos dice Reverte, y se marcha en dirección contraria sin añadir nada más. Echamos a andar por el pantalán admirando los veleros que se balancean suavemente en el espejo oscuro del puerto con esa belleza útil y ajena a cuanto tiene que ver con la tierra. Comentan Jesús (Calero) y Karina (Sainz Borgo), mis compañeros en la aventura, los curiosos nombres rotulados en la popa (el nombre de un barco dice mucho de su dueño), tratando de localizar el Corso. Casi no los oigo, alejada unos pasos, dulcemente abstraída en el campanilleo de las drizas que me llevan a otro puerto y otra vida, cuando vivía y amaba en una ciudad con mar, en un lejanísimo sur de mi juventud. Entonces lo vi. O más bien, lo reconocí. Estaba atracado de proa y desde la orilla del pantalán no podía distinguirse el nombre, pero yo no miraba la obra muerta del velero, sino el trimado de las velas, donde la resolución del enigma ondeaba a la vista de cualquier lector revertiano:
“Desde hace mucho tiempo, en la cruceta de babor del velero en el que navego llevo la bandera de Venecia”.
Pues claro. La hermosa Contarina. Elemental.
Primer día a bordo
Reverte aparece por fin sonriente porque su tripulación de 48 horas ha superado la primera prueba y le espera junto al barco correcto. “Vamos”, dice saltando con una agilidad pasmosa a bordo. “Vamos”, repite extendiendo el brazo desde arriba, mientras nosotros, sin movernos, miramos la escalerilla y la estrecha línea de crujía con el molinete del ancla brillando al sol, sin saber muy bien cómo hacerlo.
Embarcamos finalmente de una zancada sujetándonos a las drizas y mientras el capitán nos da las instrucciones básicas de nomenclatura, higiene y salvamento (“un barco no es una democracia; en mi barco ni se grita ni se corre, etc.”) yo recuerdo a otro Reverte jovencísimo, de diecinueve años recién cumplidos y su primera crónica en un barco, un petrolero, publicada en La Verdad de Murcia. A propósito de subir a bordo, decía esto:
“Subir a la pasarela de un buque […] debe parecer la mar de sencillo para cualquiera que posea dos piernas y sentido del equilibrio en buen uso; pero les aseguro que cuando la pasarela es estrecha y el mar tiene ganas de broma no se pasa un buen rato. Afortunadamente, todo se encuentra iluminado a la perfección y uno se ahorra más de un trastazo al recorrer después la cubierta bien provista de tuberías, válvulas y en resumen, todos aquellos objetos que pueden ser de alguna utilidad para romperse la crisma en un abrir y cerrar de ojos”.
Luego vendrían caminos más peligrosos y desde luego peor iluminados que aquel petrolero por los que el reportero aprendió a moverse con soltura: selvas con guerrilleros, desiertos en llamas, hoteles bombardeados, francotiradores tras las ventanas, suelos alfombrados de cristales rotos, nieve en las carreteras secundarias de Rumanía, cadáveres entre los maizales croatas, lluvias torrenciales en los puentes de Bijela, tempestades sobre otros barcos y otras tripulaciones.
Dejamos las mochilas en el camarote de proa y nos preparamos para zarpar. El cielo está claro y la mar tranquila. Reverte nos indica dónde podemos estar y dónde no durante la maniobra de salida del puerto, que requiere, a pesar de los muchos años de experiencia, cierta concentración, porque tendrá que realizarla a solas. Obedientes, nos colocamos en nuestros sitios, fascinados con la destreza del capitán, cuyos movimientos ágiles, tranquilos, perfectamente mecánicos, hacen que parezca fácil sacar aquella pesada máquina del puerto, poniendo proa a la mañana fresca.
Era uno de esos días diseñados exclusivamente para navegar, con la mar llana como un plato, un viento suave de diez o doce nudos y sin una nube en el horizonte. El capitán sigue concentrado en su velero, que ruge suave bajo la teca con sonido satisfecho de quien se sabe liberado de ataduras por unas horas. Con las manos en la rueda y ajeno a todo lo que no sea ese singular diálogo mudo con su nave, el capitán nos advierte que en breve desplegará las velas, fijará el rumbo y podremos movernos, coger nuestros cuadernos e iniciar la charla sobre escritura, mar y su nueva novela, El italiano.
“El motor es cómodo, claro, y más en un día como este, en el que apenas hay viento”, nos explica con una voz recia, no alzada, sino incrementada apenas unos decibelios por encima del motor y el oleaje. “Pero nosotros vamos a navegar a vela. Lo ideal es evitar el viento en popa, buscando que dé en la aleta opuesta a donde esté la botavara”. Asentimos obedientes como grumetillos aplicados, admirando la rapidez con la que realiza la maniobra en solitario. El Corso percibe el tirón del velamen, remonta suavemente el oleaje y, obediente, equilibra la velocidad sobre el agua azul, aproando al Sur, rumbo a las islas Hormigas.
Postuma Necat
Sentado en la bañera, junto al timón, con un polo azul descolorido veterano de singladuras y unos vaqueros anchos muy usados, protegido del intenso sol con un gorro de jungla, Pérez-Reverte responde a nuestras dudas:
“El mar y la guerra conforman tu biografía y, sin embargo, tardan bastante en aflorar en tus novelas”, planteo.
“Si, es cierto. Porque El húsar, que fue el primero en publicarse, efectivamente era un ejercicio de distancia con respecto a las guerras en las que yo me movía. El pintor de batallas es mi memoria de guerra y La carta esférica, digamos, la primera incursión narrativa en el mar como enigma y aventura. Sin embargo, la guerra, el mar, el amor, la literatura, el Mediterráneo como única patria y un montón de cosas más, presentes en mis novelas, será aquí, en El italiano, donde se enlacen de una manera definitiva conformando trama, personajes y ambiente narrativo”.
Reverte contesta sin dejar de mirar el horizonte, las velas, la bitácora. La conversación se prolonga, agradable, entre capitán y tripulación durante un buen rato, aunque sería incapaz de calcular cuánto. Reverte sí calcula. Mira el reloj y anuncia que en media hora organizaremos el almuerzo (cómodo, frío, sabroso y frugal: jamón, lomo, queso, paté, aceitunas y pan) para continuar hasta cabo Palos, y después cambiar rumbo Norte hacia el mar Menor.
“Es un lugar magnifico, siempre lo ha sido, a pesar del maltrato y las malas prácticas a las que lleva años sometido”, nos explica. “Este mar casi cerrado es un refugio perfecto para fondear y que podáis dormir tranquilos sin que el barco se mueva demasiado”. Sonríe y mira a lo lejos.
“El Mediterráneo es un mar puñetero; una niña bonita en agosto, como solía decir el Piloto”, recuerda oteando el horizonte de pie, acodado en el tambucho, sosteniendo con firmeza los prismáticos náuticos Zeiss. Por el bolsillo derecho asoma la cacha de un pequeño cuchillo atado a una de las presillas del pantalón con una driza.
“Lo sé muy bien porque crecí en él; tuve la suerte de conocer a Paco el Piloto, el último de los representantes del marino portuario mediterráneo, un prototipo casi literario. Me enseñó los primeros rudimentos: cómo adujar los cabos “a la inglesa”, cómo buscarse la vida en los puertos, los trapicheos, las aventuras, la amistad. Con él aprendí muy jovencito a bucear desde las rocas sacando ánforas romanas del fondo del mar. Era otro mundo.
El veterano capitán mira en silencio el mar oscuro entornando los ojos, como enfocando la imagen huidiza de aquel mundo y aquel muchacho.
“Gracias al Piloto aprendí que uno nunca debe dejarse engañar por esta belleza peligrosa, porque cuando la mar pega fuerte no puedes decir «parad esto, que me bajo», y entonces navegar se convierte en una prueba continua de coraje, tenacidad, pericia marinera y suerte. Todo eso me sirvió después para moverme por territorio comanche y más tarde por las novelas, especialmente durante el trabajo de la escritura, cuando trazar un rumbo y mantenerte alerta te puede salvar de perderte tú o de malograr una buena historia”.
En literatura, el tiempo es un naufragio en el que Dios reconoce a los suyos, murmuro. Reverte sonríe reconociendo aquella vieja frase de El club Dumas, pero no dice nada.
La comida estaba deliciosa y el capitán nos deja un rato en cubierta, rehusando cualquier ayuda mientras organiza la cocina (“prefiero estibar esto yo solo”, nos advierte) y al poco se reúne con nosotros.
Bajo entonces un momento a coger una botella de agua de mi mochila. La luz del sol se cuela dorando la teca del interior impecablemente arranchado a son de mar: la mesa de cartas (donde se encuentra la radio y el cuadro de mandos), los camarotes, los portillos altos y estrechos, muy marineros. Me detengo unos segundos en la pequeña biblioteca, mirando los hermosos lomos de los libros: Melville, London, Paternain, Forester, Justin Scott, Alexander Kent, O’Brian y, por supuesto, Conrad, cuyo retrato preside el lugar junto a un reloj de arena fijado en el mamparo. “Omnes vulnerant, postuma necat”, recuerdo. Si rompiendo el vidrio de las bombillas consiguiese detener el tiempo, haría añicos este reloj. Pero nadie puede. Ahora es ahora, arriba me espera una tripulación incomparable, navegamos rumbo a la noche, y la única arena que podría matarnos es la de alguna traicionera restinga.
Hombres del último cuarto de luna
Repartida entre la bañera y la cubierta de popa, la tripulación ve caer la tarde mientras el velero avanza rumbo Sur hacia el canal del Estacio dejando isla Grosa a estribor. Como el puente se levanta a unas horas determinadas, decidimos esperar echando el ancla en las proximidades de la caleta para aliviar el calor nadando en aquel paraíso.
Entramos con la última luz, deslizándonos por una superficie brillante como un zafiro pulido hace diecisiete millones de años. Los 22 kilómetros de tierra de La Manga, a babor, son ahora un hilo luminoso en la distancia y la isla del Barón, a cuyo abrigo fondearemos esta noche, se yergue hermosa y solitaria como el palacio de Circe.
Todas las islas del Mediterráneo flotan sobre un enigma, y esta no iba a ser menos. Una historia tejida con un duelo, un aristócrata, una princesa rusa y un asesinato por amor dan para soñar una novela. En sus peñas, los muflones sardos pastan entre bosques de palmitos y observan las luces de posición de este velero mientras un halcón solitario sobrevuela la torre del palacio del Barón, con sus almenas neomudéjares, su suelo ajedrezado y su exclusiva escalinata diseñada prêt-à-porter por el mismísimo Frank Lloyd Wright.
Más tarde, fondeados al sur de la isla, una cena en tierra firme con otros dos veteranos lobos de mar amigos de nuestro patrón, con sardinas y vino tinto sobre mantel de cuadros en una mesa de madera asentada en la arena, transformó la noche en una emulación homérica de tiempo detenido. Y cuando, al cabo de la madrugada, aquellos marinos afables de brazos fuertes y pelo gris nos acercaron en la vieja chalupa de remos hasta el velero, comprendí que no hace falta romper relojes de arena para detener el tiempo; y que hay hombres destinados a vivir para siempre bajo el último cuarto de luna.
El enamorado de la Osa Mayor
Nunca me había tumbado sobre la teca de la cubierta de un velero a contemplar las estrellas. Recuerdo, eso sí, otras noches y otros cielos; noches interminables de juventud en las playas, junto a las fogatas, bajo una hermosa bóveda celeste que giraba despacio alrededor de la Polar, aunque yo entonces no prestara demasiada atención a la astronomía. No tuve ocasión de aprender a tomar la distancia desde la Osa Mayor para encontrar la estrella maestra y poder navegar como lo hacía Ulises, ni tampoco aprendí a distinguir constelaciones.
Para compensar, aunque más por la belleza del objeto que por su uso, compré en una hermosa librería náutica de París un Starfinder, ese disco localizador de estrellas que hace años que se quedó obsoleto porque existen aplicaciones para el teléfono móvil mucho más exactas.
El capitán nos hablaba de estrellas y señalaba el cielo: “El Cisne, La Cruz del Sur, Las Pléyades, Cefeo, Orión… De todas ellas, Orión es la que más vinculada está a mi vida, y no sólo por ser la más hermosa. Desde niño me fascinó su leyenda, la del cazador con la espada y el escudo, que vigila el cielo; el que guió a Ulises en su visita al Hades y tiene dos estrellas en los hombros, Betelgeuse y Bellatrix, tres en el cinturón y dos en los pies, una de las cuales se llama Rigel. A Orión debo tal vez la vida, y creo que lo conté alguna vez por ahí. Pero esa es otra historia. Y hay que dormir. Mañana toca regresar a puerto”.
En la camareta de proa tumbada sobre la lona áspera de un coy que hace las veces de saco de dormir, contemplo sonriendo las últimas estrellas a través de la escotilla. Finalmente, el cansancio vence a la felicidad y cierro los ojos. Sueño con poetas y bucaneros y aquella noche duermo como uno de ellos; sosegada, arrullada por el mar.
El regreso
“Hoy sí navegaremos como Dios manda”, anuncia Reverte justo cuando atravesamos la gola del Estacio y salimos por fin a mar abierto. El convoy de veleros que aquella mañana ha madrugado se abre en abanico separándose, arando la superficie cristalina en múltiples surcos de espuma plateada.
La tripulación, disciplinada, se coloca en sus puestos y el capitán comienza a aclarar cabos. Sopla un levante de 16 nudos y subiendo, y no existe otra cosa en el mundo más que aquel hombre y su nave. Ambos mantienen una conversación hecha de tiempo, gestos y miradas casi imperceptibles. En alguna ocasión asistí a una relación similar cuando salíamos a navegar con el veterano almirante que dirigía mi curso del PER, y verdaderamente es difícil de describir; se trata de una suerte de íntimo vínculo, casi intuitivo, desarrollado solo entre aquellos objetos, animales o personas (jinete y montura), que saben que se necesitan el uno al otro para sobrevivir.
A las silenciosas órdenes del capitán de pie frente al timón, el buque obedece animoso tomando la posición exacta para orzar, consiguiendo que el traicionero viento se alíe esta vez a su favor.
Prestando una concentrada atención a la mar y a su velero, Reverte caza la vela tesando bien las escotas y escotines, haciendo firmes los cabos, presentando u orientando al viento el velamen, que en cada virada gualdrapea escasos segundos y enseguida se tensa y hace que la nave retome la velocidad, ahora de 9 nudos.
El cielo es de un azul casi doloroso y el tiempo bonancible, pero el capitán carece esta vez de ayuda a bordo. En otro momento podría tal vez maniobrar con más comodidad; pero hoy lo hace solo, barloventeando, así que el ritmo pautado intuitivamente en su cabeza se traduce en cálculos continuos de la distancia de cada bordada y los correspondientes cambios de amura, ciñendo entre babor y estribor, maniobrando el timón hasta que gualdrapea el foque y amollando después, cada vez, las escotas a barlovento y cazándolas a sotavento.
Es un arduo trabajo, medido hasta el mínimo movimiento, al que asistimos admirados, agarrados con fuerza a los candeleros, porque aquello se mueve veloz y el barco machetea poderoso la marejada, alternando cada bordada hacia tierra con otra hacia el mar abierto.
El capitán, sin dejar de vigilar la seguridad de su tripulación, continúa, tranquilo y concentrado en la tarea de mantener el viento a un descuartelar, sucesivamente por una y otra amura.
“Así es como le gusta navegar al Corso”, nos dice, feliz. Esto es navegar.
Más tarde, al anochecer, con una horchata helada en las manos, sentados en la terraza Nouveau del elegante Casino de Torrevieja, parloteábamos todavía excitados por la aventura, tratando de expresar todo lo que habíamos vivido y aprendido en aquellos dos días. Reverte sonreía en silencio ante nuestro entusiasmo, un tanto abstraído del grupo, mirando a lo lejos, hacia la línea del horizonte azul, como si la tierra firme y todo lo que hubiese en ella le resultase incómodo o ajeno.
Es natural, pensé. De alguna manera, Ulises solo es Ulises mientras está lejos de Ítaca.
********
Con el traqueteo del tren de vuelta, apoyada la cabeza en el cristal de la ventanilla, usando de amortiguador el viejo jersey azul ahora manchado también con la sal de mi propia aventura, me quedé adormilada. Al despertar no quise olvidar ese sueño y lo garabateé en el cuaderno a toda prisa cuando el tren entraba en la estación de Atocha.
Y que Homero me perdone:
Odiseo pone rumbo a Ítaca recordando agradecido el abrazo del rey de los feacios. Esperaba encontrar las lágrimas de Nausícaa, pero ella no acudió a la playa a despedirlo. Mejor así, pensó, entornando los ojos hacia Poniente. ¿Qué dignidad cabría esperar en un héroe anciano y enamorado? Viejas reinas sin pasión capaces de tejer en silencio el final de los días es lo que un rey cansado necesita.
Un ruido dentro del arca cargada de valiosos presentes del monarca feacio le hace girar la cabeza. Por entre las sedas y los perfumes, asoma el rostro de Nausícaa, tímido y sonriente, como de ratoncito asustado.
Poseidón, generoso, amansó las olas, y ellos pudieron amarse con furia desesperada sobre la cubierta húmeda. Al anochecer, calculando una vieja geometría hecha de mar, viento y estrellas, Odiseo cambió el rumbo de la negra nave.
Siglos después, Homero terminaría aquel famoso poema diciendo: «El héroe nunca regresó a Ítaca. Eni ponto oleto. Se perdió en el mar.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: